Galope y deslumbramiento
A veces hay que saber reconocer los pequeños regalos que ofrece el trajín cotidiano. En las mañanas, por ejemplo, cuando el tren Mitre me lleva al trabajo y poco antes de que la formación que parte de Retiro haga su primera parada en Lisandro de la Torre, desde las alturas del viaducto se divisa el Hipódromo de Palermo. Allí, si tenemos la suerte de no estar enajenados con el celular, es posible observar desde la ventanilla el muy bonito y rítmico trote de algún caballo de carrera en plena práctica.
Es un efecto mágico, porque el animal corre con su jinete en paralelo a la máquina por la pista principal del circo hípico y no puedo dejar de verlo. Pero el ferrocarril se aleja y el potrillo, por más rápido que galope, se queda perdido en un punto que se aleja cada vez más de mi vista.
La fascinación que me produce la carrera que miro desde la ventanilla no es nueva, ni original. Se remonta a varios siglos atrás, cuando todavía en estas tierras no existían ni los trenes, ni los hipódromos. Fue Pedro de Mendoza, el primer fundador de Buenos Aires, quien desembarcó los caballos en estas latitudes. Era 1536 y, vaya paradoja, los animales crecieron y se multiplicaron aquí mientras Mendoza y sus expedicionarios abandonaban presurosos un territorio que les había sido completamente hostil.
Cuando arribó Juan de Garay al Río de la Plata en 1580 e insistió en refundar esta ciudad, se encontró con enormes manadas de caballos criollos que pastaban tranquilos en las llanuras vecinas. Los originarios de la zona, además, ya habían tomado a estos corceles como propios y habían aprendido todas las artes de su doma y montura. Nadie parecía recordar que el origen de estos nobles pingos provenía del viejo continente.
Pero hubo todavía un escalón más entre la llegada en los barcos españoles de estos jamelgos y su trotar hipnótico en el hipódromo de Palermo. Allá por el siglo XIX, cuando las calles de esta gran aldea porteña eran de tierra o lodo se realizaban en ellas diversas contiendas hípicas, en las que gauchos y criollos –y sus caballos- se jugaban su honor y su valía.
Eran varias las destrezas en las que podían competir los porteños de entonces sobre sus animales, como las cinchadas, la sortija y hasta el pato, pero me gustaría centrarme en aquella actividad que fue la antecesora de nuestro turf: las carreras cuadreras, uno de los pasatiempos favoritos de la población de aquellos tiempos.
En estas lides solían enfrentarse dos caballos criollos (por ello se los llamaba “parejeros”), montados a pelo por quienes en general eran sus dueños, que corrían distancias rectas de entre 200 y 300 metros, cada cual en un andarivel delimitado por estacas.
Por supuesto, el picante de esta competencia estaba en las apuestas de los espectadores, que solían entregar su dinero al pulpero de la zona donde se realizaban las carreras, organizador de estos encuentros.
El choque de los cascos en el barro, los gritos ensordecedores del público, los festejos del ganador y las pullas recibidas por el derrotado tenían lugar en escenarios porteños que hoy han cambiado por completo. Entre otros, el llamado “Camino de las Cañitas”, en Belgrano, que es la actual avenida José María Campos; o en “La calle larga” de Barracas, actual Montes de Oca. Y uno muy especial y concurrido era conocido como “la esquina de los Corredores”, ubicado en Chiclana y Sánchez de Loria, límite entre Boedo y Parque Patricios.
El respeto que había por los equinos de las cuadreras se trasluce en cómo se despidió a uno de ellos en la Revista Sud América, en 1889: “El 11 de noviembre ha muerto (…) el último parejero criollo que vivía en Buenos Aires (…) El potrillo fue célebre en su tiempo y era conocido por el Gatiau de Pérez. Había nacido en 1864 y muere a los 25, después de haber desempeñado oficios indignos de un carrerista”. Casi siglo y medio después de aquella despedida, basta ver galopar a uno de estos animales al costado del tren para saber que el deslumbramiento por ellos nunca va a desensillar.
A veces hay que saber reconocer los pequeños regalos que ofrece el trajín cotidiano. En las mañanas, por ejemplo, cuando el tren Mitre me lleva al trabajo y poco antes de que la formación que parte de Retiro haga su primera parada en Lisandro de la Torre, desde las alturas del viaducto se divisa el Hipódromo de Palermo. Allí, si tenemos la suerte de no estar enajenados con el celular, es posible observar desde la ventanilla el muy bonito y rítmico trote de algún caballo de carrera en plena práctica.Es un efecto mágico, porque el animal corre con su jinete en paralelo a la máquina por la pista principal del circo hípico y no puedo dejar de verlo. Pero el ferrocarril se aleja y el potrillo, por más rápido que galope, se queda perdido en un punto que se aleja cada vez más de mi vista.La fascinación que me produce la carrera que miro desde la ventanilla no es nueva, ni original. Se remonta a varios siglos atrás, cuando todavía en estas tierras no existían ni los trenes, ni los hipódromos. Fue Pedro de Mendoza, el primer fundador de Buenos Aires, quien desembarcó los caballos en estas latitudes. Era 1536 y, vaya paradoja, los animales crecieron y se multiplicaron aquí mientras Mendoza y sus expedicionarios abandonaban presurosos un territorio que les había sido completamente hostil.Cuando arribó Juan de Garay al Río de la Plata en 1580 e insistió en refundar esta ciudad, se encontró con enormes manadas de caballos criollos que pastaban tranquilos en las llanuras vecinas. Los originarios de la zona, además, ya habían tomado a estos corceles como propios y habían aprendido todas las artes de su doma y montura. Nadie parecía recordar que el origen de estos nobles pingos provenía del viejo continente.Pero hubo todavía un escalón más entre la llegada en los barcos españoles de estos jamelgos y su trotar hipnótico en el hipódromo de Palermo. Allá por el siglo XIX, cuando las calles de esta gran aldea porteña eran de tierra o lodo se realizaban en ellas diversas contiendas hípicas, en las que gauchos y criollos –y sus caballos- se jugaban su honor y su valía.Eran varias las destrezas en las que podían competir los porteños de entonces sobre sus animales, como las cinchadas, la sortija y hasta el pato, pero me gustaría centrarme en aquella actividad que fue la antecesora de nuestro turf: las carreras cuadreras, uno de los pasatiempos favoritos de la población de aquellos tiempos.En estas lides solían enfrentarse dos caballos criollos (por ello se los llamaba “parejeros”), montados a pelo por quienes en general eran sus dueños, que corrían distancias rectas de entre 200 y 300 metros, cada cual en un andarivel delimitado por estacas.Por supuesto, el picante de esta competencia estaba en las apuestas de los espectadores, que solían entregar su dinero al pulpero de la zona donde se realizaban las carreras, organizador de estos encuentros.El choque de los cascos en el barro, los gritos ensordecedores del público, los festejos del ganador y las pullas recibidas por el derrotado tenían lugar en escenarios porteños que hoy han cambiado por completo. Entre otros, el llamado “Camino de las Cañitas”, en Belgrano, que es la actual avenida José María Campos; o en “La calle larga” de Barracas, actual Montes de Oca. Y uno muy especial y concurrido era conocido como “la esquina de los Corredores”, ubicado en Chiclana y Sánchez de Loria, límite entre Boedo y Parque Patricios.El respeto que había por los equinos de las cuadreras se trasluce en cómo se despidió a uno de ellos en la Revista Sud América, en 1889: “El 11 de noviembre ha muerto (…) el último parejero criollo que vivía en Buenos Aires (…) El potrillo fue célebre en su tiempo y era conocido por el Gatiau de Pérez. Había nacido en 1864 y muere a los 25, después de haber desempeñado oficios indignos de un carrerista”. Casi siglo y medio después de aquella despedida, basta ver galopar a uno de estos animales al costado del tren para saber que el deslumbramiento por ellos nunca va a desensillar. Opinión
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