Eligió vivir en un paraíso de la Polinesia y cuenta por qué a los 15 días pensó en irse: “Jamás imaginé que sería tan difícil”​

Rocío López miró a su alrededor y sintió una punzada en su pecho. Sus anfitriones, un matrimonio joven, la observaban con curiosidad, mientras aguardaban alguna palabra por parte de ella. “Es la primera vez que hacemos algo así”, le habían dicho. “No está bien visto que una persona blanca trabaje para nosotros”.

La joven argentina no supo qué responder, pensó que tal vez había sido una mala idea emprender semejante aventura, irse a vivir a un lugar tan extraño y remoto para ella como lo era Samoa y, aun así, una voz más fuerte resonó en su interior para recordarle que había llegado hasta allí para aprender de esa tierra, de su gente, su cultura.

El camino a Samoa

Hacía tiempo que Argentina había quedado a miles de kilómetros de distancia, aunque permanecía cercana en el corazón. Antes de Samoa, Rocío vivía en Nueva Zelanda, donde los meses no corrían, sino que volaban. Su tiempo allí se agotaba, pero sabía que no era momento de regresar a su lugar de origen, su sed de aprender se había acrecentado a medida que las ventanas se abrían; su hambre de mundo y conocimiento se potenciaban a medida que la Tierra se expandía.

Y entre las personas que atravesaban su camino, Rocío fortaleció diversos lazos de amistad, sin embargo, una mujer en especial había llamado su atención. Ella era oriunda de Samoa y pronto comenzó a compartir con la joven argentina sus hábitos y costumbres, y poco a poco, el interés por aquella cultura comenzó a crecer en su interior.

“Fue así que decidí buscar información acerca de ese país y tener la posibilidad de vivir un tiempo allá. Vivir como turista de hotel en hotel no era mi plan, entonces me contacté con una familia samoana que tenían unas casas de playa (Beach fales) para ver si cabía la posibilidad de ayudarlos en todo lo que ellos necesitaran a cambio de un lugar donde vivir. Esto es lo que se conoce como voluntariado”, cuenta Rocío.

La respuesta positiva no tardó en llegar y, sin imaginar que aquello era lo único que fluiría en los comienzos, Rocío partió hacia la aventura.

Un archipiélago, una morada y un matrimonio con siete hijos

Tras atravesar unos 3000 kilómetros, Rocío arribó al grupo al archipiélago de Samoa, en la Polinesia, con varias de sus islas compuestas por playas enmarcadas por arrecifes y bosques tropicales con cascadas y desfiladeros. La sensación de haber llegado a un paraíso fue inequívoca, pero el impacto cultural también.

El matrimonio joven tenía siete hijos y más dudas aún por la decisión que habían tomado de alojarla. Y en esa bienvenida dubitativa, y tras quedarse sin palabras, finalmente Rocío les dijo que ella estaba deseosa de trabajar y mostrarles las ganas que tenía de aprender de ellos y de su cultura: “No les convenció mucho mi discurso pero aceptaron el trato”.

Vivir en Nueva Zelanda: “Acá un puesto no dependerá de tu origen o color de piel”

La familia le mostró a Rocío los rincones de lo que sería su nueva morada, y luego le asignó un espacio similar a una habitación, que consistía en una estructura de madera en la playa con un colchón en el piso: “Y es allí donde viví los siguientes meses”.

El intento fallido por pertenecer y el patriarcado hasta la muerte: “La rabia en mi cara no la podía disimular”

Con la mente y el cuerpo más descansados, Rocío amaneció en Lepa, una aldea de 166 habitantes. A los pocos días ya todos la conocían: “La mujer de la tienda de pan, el conductor del bus que pasa dos veces al día, el borracho que siempre anda por ahí pidiendo cerveza, las familias vecinas, los perros del barrio”, relata.

Asimismo, a los pocos días Rocío entendió que era la blanca – palangui en samoano- que vaya a saber uno qué vino a buscar acá. Y no hubo nada de pintoresco en un comienzo al respecto, tan solo primó su deseo de camuflarse como uno más. En su afán por integrarse, pronto aprendió lo básico del idioma, vistió ropa local y descubrió que emitir onomatopeyas samoanas era un recurso salvador: “Me convertí en una experta al respecto”.

La joven también aprendió cómo ahuyentar a los perros territoriales que la veían pasar por su espacio y cómo pedirle al chofer del bus que se detenga, pero nada de todo eso la hizo pasar ni un poco como una local. Aún así, en aquel presente, Rocío se reconoce con una sonrisa: “Me divierto cuando los niños me preguntan el significado de la canción `Despacito´ o no entienden cómo es que soy vegetariana, me cuestionan cómo es un avión, y cómo es de donde vengo”.

“Algo que caracteriza a los samoanos es que siempre se los ve felices y sonriendo”, dice Rocío. “El padre de familia es el jefe y todo lo que él diga debe cumplirse. Un patriarcado hasta la muerte. Incluso cuando manda a sus pequeños – pero fuertes – hijos a cargar baldes de arena mientras él mira cómo lo hacen y da órdenes”.

“Entre esas manos que cargaban los baldes estaba yo, que no soy una niña, pero la rabia en mi cara no la podía disimular. La niña de 10 años cargaba el mismo volumen de arena que yo y lo trasladábamos a unos 200 metros cruzando la carretera”, continúa. “Ella sonreía. Yo estaba seria y con todos los músculos faciales tensos. No podía comprender cómo aquel hombre hacía cargar los baldes de arena a su hija pequeña mientras él observaba y daba las indicaciones. La niña solo requería de mi ayuda para que le coloque el balde de arena en su hombro derecho, y ahí la veía: alejarse…cruzando la carretera con su cuerpo doblado sacando fuerzas vaya a saber uno de dónde…Situaciones como estas viví todo el tiempo que estuve acá”, confiesa.

Lo cierto fue que a los quince días, Rocío ya quería irse. El choque cultural le resultó tan intenso que no lo podía soportar. Estaba sufriendo una crisis, y debía conversar con alguien. Sin embargo, una y otra vez regresaban a ella sus motivaciones iniciales, eso mismo que le había dicho al joven matrimonio a su llegada: “Vine a aprender de su cultura”.

Y con esa convicción, tras esos primeros tiempos críticos, la joven argentina comprendió que había arribado de visitante. No podía pretender llegar y cambiar las reglas, y lo supo desde el comienzo, era ella quien debía adaptarse: “Aunque jamás imaginé que sería tan difícil”.

Los días con Kalenga

Cuando la tormenta inicial menguó, la joven se entregó a la experiencia, y con la entrega, llegó uno de los tesoros más preciados de la humanidad: la amistad.

Kalenga fue su compañera de trabajo. No compartían el mismo idioma -ni ella hablaba inglés ni Rocío samoano- pero aun así lograron entenderse para trabajar en equipo e incluso llegar a reírse a carcajadas: “Sobre todo cuando, cruzando la carretera con una cuchilla del tamaño de mi torso, cortábamos las bananas que pendían del árbol”, cuenta Rocío.

Al amanecer, las nuevas compañeras salían a recolectar las algas y la basura de la playa hasta no dejar ni un rastro de la intervención humana: “Lográbamos dejar una arena desnuda y lisa irresistible para los ojos de los turistas”.

Y así, con el paso de los días, el lazo entre Kalenga y Rocío se fortaleció hasta transformarse en un vínculo de amistad inolvidable, inexplicable y que le enseñó a la joven argentina acerca de la naturaleza humana, tan similar y universal en sus emociones, a pesar de las barreras culturales: “Kalenga”, la nombra Rocío, pensativa. “Jamás podría olvidarme de ella. Es una de las protagonistas de casi todos los capítulos de mi aventura en Samoa”.

El día que Rocío dejó aquella tierra remota, Kalenga le entregó una bolsa colmada con regalos, se abrazaron con fuerza y lloraron un mar.

De expandir la mente y nunca dejar Argentina: “Está todos los días presente en mi vida”

Hay experiencias que transforman la mente y el corazón de un ser humano para siempre. “Vine para aprender de ustedes”, había dicho Rocío con timidez por aquellos tiempos, en los que Samoa emergió foránea y temerosa ante sus ojos.

Y así fue. Como todo aprendizaje, la joven tuvo que incorporar lo desconocido, algo que suele provocar resistencia y a veces una congoja inaguantable, pero, ¿no es eso acaso aprender? ¿No se trata de conocer nuevos mundos, alejados de las reproducciones y creencias ya programadas?

Hoy, Rocío siente que su experiencia expandió su mente, sus formas de amor universal y la acercó aún más con la Argentina, aunque, tal como le sucedió en el pasado, tras sus meses en Samoa, supo que era tiempo de seguir viaje, en esta ocasión hasta Dinamarca, gracias a una visa de trabajo. Ese nuevo destino la impactó tanto, que decidió quedarse, al tiempo se enamoró, se casó y tuvo un bebé que hoy tiene casi un año.

“Mientras tanto, Argentina está todos los días presente en mi vida, desde los mates que me tomo todas las mañanas, la merienda, la música, mi manera de saludar a la gente con un beso o abrazo. A mi hijo le hablo siempre de Argentina, le menciono a toda la familia, uno por uno, y cantamos juntos canciones de María Elena Walsh. En mi casa hay un cuadro de Sudamérica, y le señalo: `Ves, acá nació mamá´, y Argentina también es tu país. Argentina está todos los días en la vida de mi hijo, la mía y la de mi marido también, quien en su trabajo a veces mezcla el danés con el español, y contagia un poquito mi cultura a su alrededor”, cuenta Rocío con una sonrisa.

“Y Samoa… Samoa fue mucho más que un voluntariado. Fue aprendizaje, choque cultural, trabajo, niños que llevan vidas de adultos, hombres que son jefes de familia. Fue lenguaje no verbal, risas, familia y amistad”, concluye.

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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.

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