El padre Guillermo Furlong rescató las observaciones de Charles Darwin sobre los gauchos argentinos​

El R.P. Guillermo Furlong S.J., concurrió a la sesión privada de la Academia Nacional de la Historia en su nueva sede del Antiguo Congreso de la Nación. Llevaba más de tres décadas y media ocupando ese sitial, y era el cuarto académico en orden de precedencia; disciplinado y laborioso, había pedido el uso la palabra para leer una comunicación titulada: “Cómo juzgó Darwin a nuestros gauchos”.

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El padre Furlong había nacido en Villa Constitución en 1889, en el medio rural. Hijo de irlandeses, estuvo ligado en esos años juveniles al campo; estudió al gaucho a través de las notas de algunos de los padres de la Compañía de Jesús, cuyo hábito hizo suyo. Era un profundo conocedor del Martín Fierro.

En esa sesión de la Academia, recordó que en 1914 en una tertulia en la casa de don Enrique Peña, con Samuel Lafone y Quevedo, estuvieron conversando sobre los indios y qué es civilización y qué cultura, y afirmó en forma tajante: “Es indiscutible que esa prosapia de hombres, llamados gauchos, a lo menos de la provincia de Buenos Aires, al sur del río Salado, no eran unos bárbaros, unos idiotas, unos tarados; no eran un insulto a la cultura y a la civilización. En la época hispana, si no eran apreciados ni tenidos en consideración tampoco fueron perseguidos, ni se trató jamás de eliminarlos por la fuerza de las armas, como tampoco se pensó jamás en acabar cruelmente con los indígenas”.

Recordó que después de 1810 se vio en el gaucho “la materia prima, ideal y abundante, para integrar los ejércitos y remitirlos a los fortines, donde, lejos de sus hogares, perecieron de miseria y melancolía”. Afirmó que después de Caseros fueron perseguidos como en la antigua Grecia se hizo con los ilotas, y rescató la voz de Nicasio Oroño en el parlamento denunciando procedimientos “bárbaramente antihumanos”. Rescató los escritos de Sarmiento, alguna vez simpáticos para con el gaucho, pero no omitió aquella carta a Mitre del 24 de setiembre de 1861: “Tengo odio a la barbarie popular… Mientras haya chiripá, no habrá ciudadanos…. ¿Son acaso las masas la única fuente de poder y de legitimidad? El poncho, el chiripá y el rancho son de origen salvaje”.

Exageración

En todas esas manifestaciones contra el gaucho, Furlong sentía que “debía haber exageración, ya que no era concebible que José Hernández, que durante tantos años vivió como gaucho entre los gauchos, hubiese idealizado en forma tan extraordinaria al gaucho, que llegara a ser el reverso de la medalla sarmientina”. En esas disgregaciones estaba nuestro buen cura cuando confesó que hacía pocos meses había leído el libro escrito por Charles Darwin durante su estadía entre nosotros entre fines de 1832 y comienzo del año siguiente en el que describe a nuestros gauchos con aquella frase: “los gauchos o gentes del campo son muy superiores a las gentes que residen en las ciudades, es siempre más agradable y más simpático, es más atento o educado, y es más hospitalario”.

Lo impresionó a Furlong esa frase “muy superior” y le vino a la mente el elogio del padre Castañeda, cuya biografía estaba escribiendo, y que había sido “rescatado del basurero por Saldías y por Capdevila”, en sus conceptos sobre el gaucho.

Furlong finalizó recordando que el crítico francés Nicolás Boileay “agudamente dijo que los hombres más sabios han sido aquellos que ignoraban que eran sabios, y tal fue el caso de nuestros gauchos, cuya modestia no estaba reñida con aquel vigor con que doblegaban las fuerzas de la naturaleza, cuyo bajo sentir de sí mismos no les amilanaba para las empresas más arriesgadas y bravías”.

Junto a los aplausos de rigor, no habrán faltado los comentarios de los colegas. Presuroso, el padre Furlong cruzó la Plaza de Mayo rumbo al subte, que lo iba a dejar a un par de cuadras del Colegio del Salvador. Lejos estaba de pensar que esa era la última vez que iba a estar en la Academia. El lunes 20 de mayo de 1974, poco después del mediodía, cuando volvía de dar una clase en el Seminario Metropolitano de Villa Devoto y marchaba al Archivo General de la Nación, la muerte lo sorprendió en el subterráneo en la proximidad a la estación Plaza de Mayo, curiosamente donde había instalado su primer templo en Buenos Aires, la Compañía de Jesús a la que consagró su existencia.

Hombre pródigo de su tiempo y de su saber, su generosidad intelectual fue uno de sus rasgos sobresalientes, no dudaba en orientar a veteranos historiadores y a dedicarle tiempo a noveles aspirantes, que a él se acercaban con inquietudes juveniles, entre los que me encuentro y evoco con gratitud y emoción.

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