Deporte y patria… Y otra vez Argentina contra Francia
Que los Juegos Olímpicos eran “concursos entre individuos y no entre países”. Que “ningún país o sistema político debía sentirse superior a otro”. Y que por eso el Comité Olímpico Internacional (COI) no publicaría jamás medallero alguno. Eso era lo que decía un siglo atrás Pierre Fredi de Coubertin, padre del olimpismo moderno. Pero sobre el cierre de su mandato, el barón francés presionó para que el COI designara a su amada París como sede olímpica. Y en esos Juegos de 1924, esgrimistas italianos, furiosos por fallos localistas, cantaron “Giovinezza”, el himno fascista de Mussolini. Cien años después, París, otra vez sede, confirma que olvidar la nacionalidad es utópico. No jugaron así este martes contra Argentina los jugadores de Ucrania, con su país en guerra, invadido por Rusia. Y, por supuesto que en otra escala, difícil que también pueda omitir contexto nacionalista el duelo de cuartos de final del fútbol olímpico este viernes en Burdeos: Argentina, otra vez contra Francia.
Este martes mismo, mientras su selección perdía ante Argentina en Lyon, Ucrania sufrió explosiones en varias ciudades. Kiev, Bila Tserkva y en la región de Poltava. Dos días antes, la consagrada esgrimista Olga Kharlan daba a Ucrania su primer podio en París. “Se lo dedico a nuestros atletas que no pudieron venir porque fueron asesinados por Rusia”. Kharlan había sido descalificada en el último Mundial en Milán por negarse a estrechar la mano de una esgrimista rusa (Rusia sigue denunciando doble vara: Estados Unidos también invadió países, pero jamás fue echado de los Juegos). Ese mismo lunes, el judoca marroquí Abderrahman Boushita también rechazó saludar a su vencedor, el israelí Baruch Shmailov. El judoca argelino Messaoud Redouane Dris usó otro camino para solidarizarse también él con Palestina: excedió su peso en la balanza y así evitó medirse contra el israelí Tohar Butbul.
Argelia, justamente, fue el equipo que rompió protocolos el sábado, en la apertura de los Juegos, cuando recordó al anfitrión su pasado colonial. Sus atletas lanzaron rosas al Sena, en recuerdo a los compatriotas asesinados y arrojados al río por la policía de París en una revuelta independentista de 1961. “El Sena”, escribió un diario argelino, “nunca estará lo suficientemente limpio como para borrar la sangre de 1961″. La memoria del colonizado nunca será igual a la del colonizador. Pero también Francia abrió su historia en la fiesta de apertura (que tanto molestó a ciertos sectores por sus escenas de diversidad sexual). Vimos a la reina María Antonieta guillotinada. Y luces rojas que proyectaban sangre sobre el Sena. Miles de decapitados. Revolución francesa. “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, sí. Pero con escenas acaso inquietantes para las familias reales que estaban invitadas presenciando la fiesta.
En 1968, el príncipe Jorge Guillermo de Hannover, miembro del COI, propuso a una Asamblea olímpica que no hubiese más símbolos patrios en los Juegos (hoy, los fondos de inversión, nuevos dueños de los clubes, querrían directamente un fútbol sin patrias, cambiar los Mundiales por sus Superligas de élite). En 1968 eran tiempos de Guerra Fría y boicots. Y de Juegos en México. Cientos de estudiantes asesinados por la policía mexicana en la Plaza de Tlatelolco. Y el podio rebelde del “Black Power”. La propuesta del príncipe alemán recibió 34 votos a favor y 22 en contra, insuficiente para ser aprobada, porque precisaba una mayoría de dos tercios. Aceptada, la patria fue reconvertida en negocio. La confrontación entre naciones, la lucha por el medallero que el COI ahora sí publica en su página oficial, se convirtió desde hace tiempo en una marca extra de los Juegos Olímpicos.
El ideal de neutralidad del deporte, de paz y belleza en medio de tanto conflicto, de Disneylandia permanente, es aliviador. ¿Pero se le puede exigir al atleta que salude al rival si él siente que ese gesto (por caballerosamente deportivo que sea) es una traición a su pueblo, que sufre ocupación, bombas y guerra? Fuera de esos extremos, el deporte escenifica luego otra rivalidad. Lo vemos, por ejemplo, cada vez que juega nuestra selección, contra el rival que fuere, y nuestras tribunas cantan que “el que no salta es un inglés”. El fútbol le canta a la historia. Al viejo invasor. A Malvinas. Es un himno ingenuo comparado con el “Escuchen, corran la bola”, adoptado para burlarnos ahora de Francia, nuevo rival clásico tras la final de Qatar. Enzo Fernández volvió a disculparse al reincorporarse a Chelsea porque esa canción discriminadora fue cantada también por la selección y él lo expuso de modo público. Nadie más se disculpó. Solo él.
El cántico racista de Enzo Fernández
Nuestro nuevo clásico contra Francia escribirá el viernes en Burdeos un nuevo capítulo olímpico (ya hubo duelos directos en rugby, tenis y tenis de mesa). Y los silbidos no fueron precisamente “porque les ganamos en Qatar” (como siguen alegando algunos aquí). Ya expuesta al mundo global (salida de nuestro consumo interno) esa canción avergüenza. Fue justamente un francés (Michel Serres) el que, lejos de la idealización del olimpismo, ofreció una vez una de las mejores respuestas cuando le preguntaron para qué servía el deporte: “Es una manera”, dijo el filósofo, “de estar juntos”. Lo dijo mucho antes de este nuevo mundo virtual. Y de que la humillación al otro se hiciera deporte de masas. Y, peor aún, de autoridades.
De los concursos entre individuos en los orígenes a las rivalidades que ya trascienden los conflictos bélicos Deportes
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