Yap, la pequeña isla con dinero tan grande y pesado que nadie podía mover (ni robar)

“Cuando visité las Islas Carolinas en 1903, solo había un pequeño vapor (…) que, unas cinco veces al año, conectaba estos pequeños mundos con el nuestro”, escribió William Henry Furness III.
Ese mundo “nuestro” al que se refería al principio de su libro La Isla del Dinero de Piedra (1910) era el que llamaba “civilizado”, del cual hacía parte su patria, Estados Unidos.
Furness era un médico, etnógrafo y autor, y ya había realizado a cuatro expediciones al sudeste asiático y a Oceanía entre 1895 y 1901.
En esta ocasión, su plan era quedarse dos meses en uno de esos pequeños mundos, la isla de Yap, que “era apenas un punto en los mapas escolares”, compartiendo con los isleños “cuyo mundo entero no era más que un paseo de un día”.
“Yap (…) significa, según me dijeron los nativos, ´la Tierra´ en su antigua lengua”, contó Furness. Y relató mucho más en su libro, pero un capítulo en especial encantó, y sigue encantando, a los economistas, incluido el Nobel Milton Friedman, quien lo valoró como una ilustración clave sobre la naturaleza del dinero.
Furness describía un sistema monetario extraordinario que llamaba a reflexionar sobre cuestiones fundamentales.
Explicaba que los yapenses, aunque podían subsistir con lo que la naturaleza les ofrecía -comida, bebida, abrigo- también anhelaban adornos, como toda “alma humana, desde el ecuador hasta los polos”. Y esos lujos requerían trabajo.
Sin haber leído a los economistas Adam Smith ni a Ricardo, decía, habían resuelto el problema fundamental de la economía: “Descubrieron que el trabajo es el verdadero medio de intercambio y el verdadero estándar de valor”.
Pero ese medio requería algo físico y, “como su isla no tiene metales, recurrieron a la piedra”.
Hablaba de las piedras de rai, también llamadas fae o faí, una singular moneda usada por los yapenses durante varios siglos, aunque nadie sabe con certeza desde cuándo.
Lo que sí se sabe es que, como detalla Furness, “eran extraídas y labradas en Babelthuap, una de las islas Palaos, a 400 kilómetros al sur, y transportadas a Yap por intrépidos navegantes locales en canoas y balsas, atravesando un océano nada pacífico, a pesar de su nombre”.
Las primeras tenían forma de ballena -rai, en yapés- pero luego adoptaron una forma circular con un hueco central para facilitar su transporte. Y es que eso era primordial, pues esas inusuales monedas podían pesar desde 1 kilo hasta varias toneladas.
Monumentales y omnipresentes, eran y siguen siendo, llamativas. Pero más que eso, eran la expresión física de algo fascinante.
En el fondo del mar
Tradicionalmente, los jefes tribales comisionaban las monedas, y marineros y talladores experimentados se embarcaban en canoas en un viaje de días en mar abierto y meses de trabajo agotador.
Inicialmente, las rai eran relativamente pequeñas, pero a medida que las técnicas y las herramientas mejoraron, se volvieron aún más grandes que quienes las tallaban con esmero.
Cuando llegaban a Yap, los jefes se quedaban con las más grandes y una porción de las más pequeñas.
También confirmaban su legitimidad asignándoles un precio que se pagaba valiéndose de un sistema monetario aún más antiguo: el yar (moneda de concha de perla).
Así, las rai entraban en circulación. Aunque no literalmente en todos los casos.
“Cuando se realiza una transacción que involucra una rai demasiado grande para moverse, el nuevo dueño no tiene problema en que la piedra quede en el lugar que está, siempre que se le reconozca la propiedad”, explicó el etnólogo.
La posesión a menudo era abstracta. Aunque algunas rai estaban frente a los hogares de sus dueños, muchas se quedaban en espacios públicos… o hasta en otros menos accesibles, como contó Furness.
“Mi viejo amigo Fatumak me aseguró que en la aldea cercana hay una familia de gran riqueza reconocida por todos. Pero nadie, ni siquiera la misma familia, jamás vio ni tocó esa riqueza (…)”.
“Un antepasado de la familia, en una expedición de búsqueda de rai, consiguió una piedra extraordinariamente grande y valiosa. La cargaron en una balsa para transportarla a la isla. Pero en medio del viaje los sorprendió una tormenta y la tripulación, para salvar sus vidas, tuvo que echar la piedra al mar”.
“Cuando llegaron a casa, todos testificaron las magníficas proporciones y extraordinaria calidad de la piedra, y aseguraron que no había sido culpa del dueño que se perdiera”.
“Así que se aceptó que el hecho de estar bajo cientos de pies de agua no debía afectar su valor de mercado”.
“El poder de compra de esa piedra sigue, por tanto, tan válido como si estuviese en la casa de su propietario…”.
Curioso
Ese valor de mercado de las piedras rai, estuvieran donde estuvieran, no obedecía sólo al tamaño.
Era una compleja fórmula que tenía también en cuenta el esfuerzo que había implicado extraer la aragonita -un tipo especial de piedra caliza que brilla con la luz-, la calidad de esa materia prima, la finura de la artesanía y la dificultad para llevarla a Yap, así como si se habían perdido vidas al hacerlo.
Tambien se valoraba quién la había comisionado, tallado y poseído, y la edad de las monedas y la riqueza de las historias asociadas con ellas las hacían más preciadas.
Por no comprender esa fórmula, el legendario aventurero del siglo XIX David O’Keefe, quien ideó la forma de sacarle provecho a la economía pétrea de Yap, provocó algo inesperado.
La leyenda cuenta que llegó a la isla en 1871 por una tormenta que hizo que su barco naufragara y, aunque quizás no fue así, lo cierto es que se quedó.
Yap estaba repleta de cocoteros, que daban copra -pulpa seca de coco, una importante fuente de aceite para lámparas-, y, en sus lagunas, abundaban los pepinos de mar, una exquisitez asiática.
Con esos dos productos O’Keefe se hizo muy rico, aún más de lo esperado pues entendió que podía pagar la mano de obra de los isleños con el bien más preciado: las rai.
Usó barcos a vapor, herramientas modernas y dinamita para producir y transportar piedras más grandes y mejor labradas… pero no más valiosas que muchas rai más pequeñas y toscas.
Como no habían sido comisionadas por ningún jefe tribal, requerían menos mano de obra y carecían de historia, no tenían valor cultural.
Al eliminar el componente simbólico de rareza y esfuerzo, y aumentar bruscamente la oferta monetaria, la maniobra de O’Keefe generó inflación.
Y más curioso
Más que objetos de intercambio, las rai eran parte del tejido social: así no todos las tuvieran, su posesión dependía de la memoria colectiva.
Todo el pueblo sabía quién era dueño de cada piedra, descubrió Furness, y había quienes guardaban en sus mentes un registro histórico de siglos de propiedad.
Aunque los discos pequeños servían para transacciones cotidianas, los grandes eran más bien símbolos de riqueza y poder.
Se usaban como moneda, pero para ocasiones significativas, como dotes matrimoniales, acuerdos de guerra o regalos diplomáticos, así como para pedir disculpas o premiar lo excepcional.
Ubicadas a menudo en lugares de baile tradicionales o ceremonias, eran también el orgullo del pueblo, conmemoraciones del esfuerzo y lo ancestral.
Un episodio ocurrido durante la administración alemana, a fines del siglo XIX, demostró cuán profundamente arraigadas estaban en la vida de Yap.
Cuando las autoridades coloniales llegaron, notaron que las aldeas estaban conectadas por senderos de coral que no molestaban los pies descalzos de los habitantes, pero sí incomodaban a los alemanes, así que le ordenaron a los jefes de los distritos repararlos.
La orden fue emitida y desobedecida una y otra vez hasta que se decidió imponer una multa poco convencional.
“Por una feliz idea, la multa se exigió enviando un hombre a cada distrito desobediente para marcar con una cruz negra un cierto número de los rai más valiosos con el objetivo de indicar que el gobierno había reclamado las piedras”, relató Furness.
El efecto fue inmediato: sintiéndose “tan tristemente empobrecidas”, las comunidades restauraron los caminos en tiempo récord.
Una vez cumplida la tarea, “el gobierno volvió a enviar a sus agentes a borrar las cruces. ¡Listo! La multa había sido pagada, y los miembros de la tribu recuperaron su capital y su riqueza”.
¿Absurdo?
Décadas más tarde de que Furness relatara lo ocurrido entre los alemanes y los yapenses, el economista Friedman citaría el caso, y escribiría: “A menos que seas una excepción, tu reacción, como la mía, seguramente debe ser: ‘¡Qué torpes! ¿Cómo puede esa gente ser tan ilógica?’”.
“Sin embargo, antes de criticar con demasiada severidad a la gente inocente de Yap, vale la pena reflexionar sobre un episodio ocurrido en EE.UU., ante el cual bien podrían (los yapenses) tener la misma opinión”, añadió.
Contó que, en 1932, ante el temor de que EE.UU. abandonara el patrón oro, el Banco de Francia le pidió al Banco de la Reserva Federal de Nueva York que convirtiera en lingotes de oro los activos que tenía en dólares.
Para evitar el viaje del metal a través del Atlántico, los oficiales del banco en Nueva York sencillamente apartaron el oro correspondiente en sus propias bóvedas y lo marcaran como propiedad francesa.
Nada se movió, pero la sola etiqueta bastó para desatar titulares alarmistas sobre una “fuga de oro” y el debilitamiento del dólar.
Aquella transferencia invisible, tan simbólica como efectiva, fue uno de los factores que llevaron al pánico bancario de 1933, recordó Friedman en su artículo.
¿Somos realmente tan distintos de los habitantes de Yap?, se preguntó el economista.
Ellos se sintieron más pobres cuando sus rai fueron marcadas del mismo modo que la Reserva Federal cuando etiquetó unos lingotes en su sótano, señaló.
Cuán diferente era la creencia del Banco de Francia de que estaba en una posición monetaria más fuerte sólo por ciertas marcas en unas cajas a kilómetros de distancia, y la de los Yap de que alguien era rico por una piedra en el fondo del mar.
“¿Realmente una forma es más racional que la otra?”, cuestionó.
Para Friedman, estas escenas revelaban cómo las finanzas se apoyan sobre símbolos compartidos. ¿Acaso nuestras riquezas no son, en su mayoría, entradas digitales, títulos en papel, acciones que nunca vemos?
Ambos sistemas -con sus piedras, sus lingotes, sus cuentas y ficciones- demuestran el mismo principio: que el dinero, en última instancia, es un mito que decidimos creer, concluyó Friedman.
De memoria humana a memoria digital
Para cuando Friedman escribió su artículo, EE.UU. ya había introducido el dólar en Yap, pues había gestionado el territorio de 1947 a 1986.
Cuando, hace unos años, el corresponsal de la BBC Robert Michael Poole visitó Yap, encontró que el dinero estadounidense se usaba para transacciones cotidianas, como la compra de comestibles.
Pero para intercambios más conceptuales, las piedras seguían siendo una moneda vital.
La familia de Falmed, el taxista que lo recogió, por ejemplo, tenía 5 rai, herencia de un antepasado ilustre.
Solían tener dos más, pero las usaron, en una ocasión porque “uno de mis hermanos le causó problemas a otra familia”, reveló Falmed con remordimiento.
El matrimonio de ese hermano había fracasado. “La hija de uno de los jefes recibió una rai como disculpa, y la aceptaron. Cuando se trata de altos rangos, hay que usar moneda de piedra”.
Cientos de esos extraordinarios discos gigantes siguen ahí -en los patios de las casas, en hileras cerca de la playa o en lo profundo de los bosques-, pero más importante aún: en la mente de quienes saben a quién pertenecen.
Sobrevivieron como símbolo, como relato compartido, como una forma de riqueza que no necesita moverse para tener peso.
Y en 2009, apareció la primera criptomoneda, Bitcoin, cuyo sistema funcionaba como el de las piedras rai en aspectos fundamentales.
Ambos se basan en una idea poderosa: que no hace falta ni siquiera tocar el dinero para poseerlo o para que cambie de dueño, ni se necesita una autoridad central para validar esa posesión o cambio. Basta con que toda la comunidad lo sepa y lo acepte.
La diferencia es que los yapenses confiaban en la memoria humana colectiva, mientras Bitcoin usa algoritmos y criptografía.
En 1903, William Furness se maravilló ante un mundo donde la riqueza no se contaba en billetes ni se guardaba en bancos, sino que vivía en la experiencia compartida, en el recuerdo común y en las marcas invisibles del prestigio.
Más de un siglo después, no estamos tan lejos de volver a lo mismo, solo que ahora, la memoria es digital y el consenso, global.
Por Dalia Ventura
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