Un regreso a los días tormentosos. Los agujeros negros de la narrativa libertaria
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Amanece en la ciudad de Buenos Aires y Javier Milei sale de la quinta de Olivos para dar una entrevista periodística. Se inicia el camino de una semana difícil. En la charla hay problemas de audio y el Presidente expresa su malestar y lo atribuye a un complot. Es lunes y todo se complica. Mariano de los Heros dice que trabajan en una reforma jubilatoria y vuela por el aire. Era cierto, pero no tenía autorización para hablar del tema. Más tarde, Sonia Cavallo paga el precio del blog de su padre y también sale eyectada. Por un rato, en la Casa Rosada se sacude toda la estantería y nadie sabe cómo sigue la purga.
Es viernes a la noche y Milei tuitea para promocionar una criptomoneda, que escala aceleradamente su valor y a las pocas horas se desploma. Deja al Presidente en una situación muy incómoda y forzado a explicar que no se había “interiorizado” del tema. Un traspié grave derivado de su relación incierta con una constelación de emprendedores de negocios virtuales de dudosos antecedentes.
La oposición, que hace tiempo espera una oportunidad para embestir y le cuesta descubrir cómo enfrentar al libertario, pide la guillotina. Es muy complejo determinar qué grado de responsabilidad le cabe a Milei en el episodio, pero es muy sencillo concluir en que el caso impacta en su principal activo, la credibilidad, justo en la materia que mejor domina. Cuando aparece el abogado de un presidente, como ahora ocurrió con Francisco Oneto, no suele ser una buena señal. Ayer el Gobierno era un hervidero otra vez, a pesar de su intento por demostrar que Milei sólo actuó de buena fe; se había traspapelado la partitura que siempre tocaban.
El hilo conductor entre el inicio iracundo del lunes y el fin de la semana tumultuoso fue un particular estado de nerviosismo que envolvió al Gobierno en estos días. Si bien hubo un dato importante para festejar, como la nueva baja de la inflación, los mercados evidencian una ligera inquietud que hasta principios de año no se percibía. Ese vibrato de fondo atormentó al equipo principal de gestión y resucitó la versión más inconveniente de Milei, la que lo exhibe con reacciones indescifrables y ánimo exacerbado. Esa versión que reaviva dudas que parecían olvidadas.
La disputa dialéctica con los economistas sobre el tipo de cambio, la falta de precisiones sobre el acuerdo con el FMI, y la lentitud para la recuperación de las reservas del Banco Central aparecen recurrentemente en esa asincronía con los mercados. Nada parece muy grave todavía, pero los hombres de consulta de Wall Street entienden que en algún momento hay que empezar a disipar la incertidumbre. Un grupo de operadores que estuvo hace poco en la Argentina dejó conceptos muy elogiosos sobre el ajuste fiscal y la depuración macroeconómica, pero también se llevó la sensación de que está faltando un mensaje más claro sobre la hoja de ruta para adelante.
En definitiva, lo que cruje es la idea de que el Gobierno puede llegar sin grandes cambios económicos a las elecciones. Es una ventana de tiempo de ocho meses, que se le puede hacer interminable. Según la mirada de los técnicos, algo debería pasar: un acuerdo con el Fondo, la salida del cepo, una mejora sustancial de las reservas o, en el peor de los casos, una devaluación. El statu quo cambiario que en la segunda mitad del año pasado favoreció a la administración libertaria, hoy no luce tan convincente para los grandes jugadores.
Las elecciones de medio término son una limitante ineludible para todo nuevo gobierno, porque muy rápidamente condicionan el margen de acción y fuerzan a adaptar las necesidades económicas a las políticas. En el caso de Milei no se trata de la restricción fiscal como pasó con otras gestiones que empezaban a gastar en campaña, sino de las restricciones monetarias, que debe ser desanudada en los próximos meses.
En el medio del cauce cambiario navega uno de los grandes dilemas que deja el modelo libertario, el que enfrentan grandes sectores productivos ante la necesidad de salir a competir en estas condiciones y con apertura de importaciones, una reversión de una tradición proteccionista muy arraigada. Fue la discusión de fondo que tuvieron esta semana el ministro Luis Caputo y la UIA. “Reconversión o muerte” es la consigna que va a marcar la dinámica de este año para saber si puede haber una recuperación sólida de la economía o si sólo experimentará un rebote limitado.
Si las empresas logran ganar en competitividad y recuperar dinamismo, el Gobierno tendrá allanado el camino y se habrá impuesto su doctrina de que alcanza con liberar el juego de la oferta y la demanda. Si por el contrario, las compañías no pueden adaptarse a las nuevas reglas y se inicia una ola de suspensiones, cierres y despidos, la partida estará perdida. Se trata de uno de los agujeros negros del modelo, un escenario frente al que no hay respuestas porque no están contempladas medidas de estímulo. Es una carrera contra el tiempo, lo que suceda primero, prevalecerá.
La ruptura social
Atardece en Moreno y la escenografía empieza a transformarse en el barrio Santa Brígida, en Villa Trujui. La gente se repliega, las calles quedan desiertas y un extraño clima de suspenso invade el ambiente. Todo en treinta minutos. La sensación es que a partir de entonces cualquier cosa puede pasar en ese territorio indomable que queda a disposición. No hay policías a la vista; no hay comercios abiertos; no pasa ni un delivery. Es la hora de los fantasmas. Allí se mantiene la estela de “Los turros”, la banda narco que siempre controló la zona. Todavía queda la conmoción de hace dos semanas, cuando secuestraron a un joven de 31 años y después de matarlo lo tiraron en La Reja. Como los casos de Florencio Varela, de La Matanza, y tantos otros.
Es el corazón del conurbano que ya no sólo expone marginalidad y delincuencia, sino que trasluce descomposición social y anomia. No hay ley ni orden del Estado, pero tampoco queda mucho de esa frágil malla de contención vecinal que se articuló en los momentos más críticos. Hoy es tierra de narcos de dudosa categoría y de gente rota convertida en zombi después de años de paco y alcohol. Incluso los más pobres gastan su plata en instalar sistemas de alarma en sus precarias viviendas.
Este mínimo retrato convive con uno de los datos que más enorgullece al Gobierno, que es haber logrado bajar la pobreza en el último tramo del año pasado, según las proyecciones oficiales, del 52% al 38%, una disminución que no registra antecedente por su vertiginosidad. Influyeron en este logro la reducción de la inflación del 25% a poco más del 2% y la decisión política de la ministra Sandra Petovello, apoyada por Milei, de aumentar los planes de base con mayor alcance, como la AUH, que subió 351% y la tarjeta Alimentar, que lo hizo en 137 %. Estas medidas fueron fundamentales para evitar un desborde social en medio del fuerte ajuste que impuso el Presidente y lograron acotar al máximo el efecto de la pobreza estadística, es decir aquella que por nivel de ingresos había cruzado la línea mínima.
Al mismo tiempo, el Gobierno disecó los planes más discrecionales que manejaban los movimientos sociales, especialmente el Potenciar Trabajo, y con eso eliminó una intermediación que no sólo tenía cautivo a miles de beneficiarios sino que era la política pública con peor imagen según todas las encuestas porque quedó asociada a una seguidilla de piquetes y protestas que terminaron por saturar a los votantes. La deshidratación en pocos meses de las principales agrupaciones es un fenómeno que ninguno de los actores sociales previó que ocurriría en tan poco tiempo. Es la medalla principal que tiene colgada Petovello, y que Milei no deja de reconocerle.
Pero detrás de esos dos logros, hay una realidad amenazante. La baja de la pobreza estadística, encuentra un piso en la denominada pobreza estructural, que hoy en la Argentina está compuesta al menos por un 35% de la población. Y la novedad de los últimos años es que ese tercio de las clases más bajas está definitivamente desenganchado de las dinámicas económicas y sociales que rigen en el resto de los estamentos. Es una fractura social que empezó como un desgarro tras la crisis de 2001-2002, se profundizó como consecuencia de la pandemia y ahora terminó en una ruptura, en un quiebre que por momentos parece irreparable. Esta boleta impaga va a la cuenta de buena parte de la dirigencia que gobernó el país en las últimas décadas.
Los pibes que hoy “salen de caño” para poder comprar droga componen la tercera generación que vive en la marginalidad, son nietos de los que quedaron fuera del sistema en la última parte de los 90. Aquellos eran nuevos pobres que conservaban una noción de lo que significaba el Estado, una relación laboral o un régimen jubilatorio e impositivo. Podían mantener vigente la expectativa de volver a pertenecer a cierto esquema formal. Sus descendientes, en cambio, vivieron toda su corta vida fuera de ese entorno y no tienen referencias de ningún ordenamiento para poder situarse.
Al mismo tiempo, el corrimiento de las representantes locales de los movimientos, que tuvo como efecto positivo el fin de la extorsión como herramienta de administración de los planes, tuvo un costado negativo, que fue la pérdida de referencias territoriales, y el desguarnecimiento de barrios populares muy expuestos al delito. Si en la era duhaldista el sujeto social ordenador era el puntero político, y en la hegemonía kirchnerista era el referente del movimiento, ahora el territorio es del dealer, el nuevo agente de regulación de las dinámicas populares. Nunca el Estado ha logrado ocupar ese lugar.
La informal malla de contención que integraban la escuela, los clubes, las iglesias, los comedores, hoy no resiste una demanda que ya no está acotada a un plato de comida, sino que requiere de asistencia sanitaria, educativa, hasta humanitaria. Los curas que trabajan en la villa están sorprendidos porque se multiplicaron los robos en las iglesias. Uno de ellos confesó que a pesar de ir hace años a su parroquia empezó a tener miedo de concurrir por el acoso narco.
Esta realidad desfondada queda retratada en un informe de próxima publicación que elaboró el CIAS-Fundar, de la mano de Rodrigo Zarazaga y Daniel Hernández. El trabajo, que forma parte del proyecto Monitor de Barrios Populares, consistió en entrevistas en profundidad a jóvenes de entre 16 y 22 años de seis villas de distintos municipios del conurbano realizado a fin del año pasado.
Mientras un grupo de los consultados logró verbalizar algún objetivo para su vida, ya sea laboral (las preferencias son ser policías, en los varones; ser maestras jardineras, en las mujeres) o estudiantil (terminar la primaria o la secundaria, según el caso), casi la mitad fue incapaz siquiera de expresar qué quería hacer de su vida, no se lo pueden imaginar. “No tengo futuro”, fue la respuesta más habitual. “Rescatarme”, como expresión de deseo para dejar de robar y consumir drogas. “No dejé la escuela, pero este año no fui”, minimizan, igual que la frase “dejé de consumir, hace dos semanas que no me drogo”.
Emerge también la consolidación de un lenguaje propio, cargado de códigos y guiños relacionados con la delincuencia, que propagan a través de las redes. Se trata de una subcultura tremendamente poderosa que viene asociada a un exhibicionismo de lo que se logra en el mundo narco: joyas, celulares, motos. El dealer rompe fácilmente la escala de ingresos que proviene del trabajo o de la asistencia y se transforman en modelo social.
Zarazaga concluye en que si antes “había una narrativa de ascenso social, hoy esos pibes no tienen herramientas para mantener esa narrativa. Habitan en territorios segregados, de familias violentas y entornos de amigos vinculados al delito y la droga, con lo cual no tienen una conexión a mano con otro tipo de vida. Los tres factores de referencia tradicionales hoy no funcionan: las familias están estalladas, las escuelas desbordadas y el barrio está tomado”.
La derivación más grave es que este vagón trasero de la sociedad está tan desenganchado, que aún en el caso de que la locomotora de la recuperación económica cobrara velocidad, no podría reconectarse. “Aunque la macro mejore y ellos tuvieran oportunidades, no podrían aprovecharlas”, completa el sacerdote jesuita. En el fondo se trata de un desafío a un factor fundante de la idiosincrasia argentina que el sociólogo Juan Carlos Torre definió como “impulso igualitario”, la tendencia natural a buscar una equiparación social a partir de la influencia de la inmigración de principios del siglo XX. Hoy hay un sector de la población que no está en condiciones de aspirar a ese objetivo.
El historiador Jorge Ossona, otro conocedor profundo del Gran Buenos Aires, identifica también en los últimos episodios de violencia en el conurbano, como el asesinato de dos adolescentes en Florencio Varela, “síntomas de un estadio final de desagregación social y familiar, de subsistencia salvaje y convivencia violenta, donde la escuela no logró recuperar la matrícula después de la pandemia y donde la esquina del barrio que era símbolo de socialización hoy es el ámbito de consumo, cada vez a menor edad”. Por esa razón algunas madres que todavía ejercen alguna influencia sobre sus hijos buscan “encapsularlos” para que estén el mayor tiempo posible en sus casas. La policía es un agente administrador; puede ser cómplice del delito o un mero espectador, pocas veces es un garante de tranquilidad. Para los vecinos las fuerzas de seguridad perdieron su rol de representar la ley.
La inercia lleva muchas veces a medir el clima social en el conurbano en términos de probabilidad de un estallido, al estilo 2001-2002. Pero las señales que emiten los barrios populares hoy están más cerca de la anomia que de la rebelión. Ni siquiera hay referentes capaces de aglutinar una movida masiva. Lo que se ve es una implosión en cámara lenta que detonó dentro de los hogares, con niveles altos de violencia intrafamiliar, y que continúa en la calle, tomada por la descomposición de una nueva geografía social.
Partículas de ese deterioro ha quedado muy visibilizado en la ciudad de Buenos Aires con el incremento de personas en situación de calle. Según calculó el gobierno porteño, durante 2024 se duplicó la cantidad de los “sin techo” y la cifra se elevó a 4300 casos. A veces son familias que entran del conurbano a cartonear y regresan; muchos otros son adultos o jóvenes desbarrancados que deambulan y llegan a portar armas blancas y a ser muy agresivos.
Es una realidad que se incuba lentamente y que deja al descubierto el otro agujero negro de la narrativa libertaria, que es la que plantea como objetivo del Gobierno el incremento del PBI per cápita, pero que no contempla intervenir en el reparto de la renta. “Nosotros somos responsables del crecimiento, no de la distribución”, comentó Milei en reuniones reservadas. Otro desafío a las dinámicas más arraigadas de una sociedad que evolucionó amparada por la idea de un Estado protector.
Milei cerró una semana de mucha agitación interna; la inquietud de los mercados y la preocupación de los sectores productivos; el estudio que revela la descomposición social y la anomia en un conurbano cada vez más desamparado Política
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