Un cartel nipón lo hechizó, a sus ocho hijos les puso nombres japoneses y buscó por 30 años vivir en Japón: “Mi misión”

Ricardo Brandan -Richard para sus amigos- recorrió un largo camino para llegar a hasta Japón. Nacido y criado en las termas de Río Hondo, Santiago del Estero, la isla al otro lado del mundo ni siquiera existía en su imaginación.
Todo comenzó a los 18, cuando visitó a su novia y ella lo llevó a celebrar en la iglesia el día de las misiones, donde había que elegir un país, por fuera del propio, por el cual orar. El joven observó los diversos carteles colgados, su mirada se detuvo en un templo y decidió que pediría por el país que alojaba aquella construcción. Se trataba de un templo nipón, y a partir de entonces, sin jamás haber visto un japonés en su vida, empezó a orar por ellos y a soñar con conocer su lejana tierra: “Soy de Santiago y en ese momento no tenía ni de cómo eran ellos ni su comunidad”, rememora.
Una tintorería en La Banda
Al año siguiente, Richard se fue a estudiar arquitectura a Tucumán, aunque sentía que poco sentido tenía aquella carrera, cuando habían tantas personas con grandes necesidades. Fue así que se trasladó a La Banda, una de las regiones más pobres de la Argentina, para formar parte de la iglesia. Sin embargo, por algún motivo que hasta hoy simplemente explica como un `llamado´, el joven -que nunca había dejado de pedir por Japón- sentía que su misión incluía llegar hasta aquella lejana nación: “No sabía cómo llegaría, lo primero que hice fue pedir permiso para emprender el viaje, y la hermana, Euralina, me dijo que ella me veía no solo en Japón, sino que conocería muchos países”, cuenta.
Pasaron dos días, cuando Richard decidió entrar a una tintorería de La Banda para preguntar de dónde eran sus dueños. Ellos le confirmaron que eran de Okinawa, Japón, y el joven les contó su historia y la esposa del dueño se acercó con una hoja que contenía la prédica de una iglesia japonesa de Flores, Buenos Aires, con quienes Richard comenzó un intercambio epistolar.
Richard se fue a vivir a Jujuy, pero Japón no abandonaba sus pensamientos. Finalmente, viajó a Buenos Aires junto a su novia y futura esposa, para acercarse a la cultura japonesa a través de su iglesia: “Recuerdo que apenas había niños y adolescentes, eran como doscientas personas mayores de 65, hablé con ellos, todo era nuevo para mí”, continúa con una sonrisa.
Un vivero japonés, un amigo y un sueño cumplido: bienvenido a Japón
De regreso en Jujuy, Richard decidió buscar algún descendiente de japoneses que le pudiera enseñar el idioma. Tras un año de aprendizaje lento, pidió en su seminario el traslado a Buenos Aires, donde se incorporó a la comunidad japonesa religiosa, quienes tenían una quinta y una fábrica de cerámica Tsuji.
Richard comenzó a trabajar en el vivero japonés, aprendió las artes de su flora y estrechó lazos con la cultura y su gente, entre ellos, un hombre que estaba a punto de regresar a Japón, con quien entabló una amistad entrañable que lo acercó, por fin, a su gran sueño: conocer Japón.
“Me recibió para vivir tres meses en Japón”, revela Richard, quien al pisar suelo nipón tenía 21 años, no sabía nada de inglés, realmente muy poco japonés, pero, ante todo, en aquellos tiempos de 1991, descubrió que no comprendía nada del sistema.
“Nunca debía ser interesado, debía ser más trabajador que ellos, y muy agradecido”
Nadie lo guio por las calles japonesas, pero la experiencia de Richard en el vivero le había enseñado lo fundamental: “Nunca debía ser interesado, debía ser más trabajador que ellos, y muy agradecido”. Fue así que en el departamento de su amigo, él lavaba la ropa de ambos, su auto y nunca pidió nada. Había llegado con 10 dólares en su bolsillo, pero no necesitaba más, su anfitrión le daba de comer todos los días y se alegraba cada día al ver su coche radiante, y su ropa doblada y planchada: “Empecé a tomar nota de mi actitud y de como ellos correspondían a mi actitud, lo apliqué a cada lugar donde yo iba y daba los mismos resultados”, asegura el argentino.
Cierto día, su amigo necesitó ayuda para lidiar con un inquilino difícil y él se ofreció para calmar la situación, una misión en la que tuvo éxito y que lo llevó a ganar un nuevo amigo en aquel inquilino, que le brindó nuevas atenciones y lo acompañó a descubrir otros rincones de Japón, como la montaña Fuji, entre otros sitios fascinantes de la tierra que lo había hechizado hacía años.
Finalmente, Richard regresó a la Argentina en octubre de 1991, aunque él ya no era el mismo: estaba totalmente transformado. Sin embargo, regresó con la sensación de que debía aprender inglés y regresar para vivir en Japón lo antes posible, y absorber con mayor profundidad todo lo que el suelo tenía para enseñarle. `Lo antes posible´ se transformó en una odisea de tres décadas.
Ocho hijos con nombres japoneses
De regreso en Argentina, la felicidad del viaje duró poco. “Si vas a dedicar tu tiempo a los japoneses te tenés que ir del seminario”, le dijeron, y así fue. Richard no solo quería dedicarse a Japón, quería vivir en aquel país, pero no sin antes conocer otros destinos del mundo que, de pronto, se abrió ante él. Había tantos países por descubrir, que Richard trabajó de sol a sol hasta pagarse un pasaje y un Euralpass para recorrer el viejo continente. Y así lo hizo, aunque regresó bastante frustrado: “Descubrí que no sabía nada de idiomas y que el mundo tenía muchas lenguas”, cuenta el santiagueño.
Tras aquel viaje, Richard y su novia se casaron, pero las fantasías de seguir viendo el mundo y volver un día a Japón, jamás cesaron. El 17 de enero de 1996, le dieron la bienvenida a su primera hija, a la que llamaron Harumi: “Primavera brillante”.
A partir de entonces, entre trabajos voluntarios en cárceles y con adictos, y como casero y en empleos de hotel, durante los siguientes once años, Richard tuvo ocho hijos, y a todos les puso nombres japoneses: “Harumi Kaori, Megumi Ai, Daiske, Hikari Shin, Takeshi Heian, Tenshi Keiko, Isami Sin y Kimie Mika, que ahora tiene 17; Harumi 28 años”, revela con una sonrisa.
Una vida en Estados Unidos y enterrar el sueño de Japón
Cuando aún no habían llegado todos sus hijos al mundo, la frustración de no saber nada de inglés crecía, al igual que su lucha por ayudar a los carenciados y adictos, una batalla que muchas veces sintió perdida por la falta de ayuda. Richard se mudaba allí, donde había trabajo. Vivieron en la costa donde cuidó de un hotel y departamentos, y más tarde empezó de cero en Santa Fe, donde se quedaron un año, tiempos donde el mayor sueño de Richard seguía siendo aprender inglés, y con aquella herramienta, un día vivir en Japón.
“Alguien me dijo que lo mejor era irme directamente a Estados Unidos, probar suerte y aprender de la fuente”, cuenta. “Así fue, vendí todo lo que teníamos y salí de Argentina con mi esposa embarazada de seis meses y, con Harumi, Megumi, Hikari y Shin”.
Entraron por Los Ángeles, cruzaron Arizona y se instalaron en el Estado de Washington. Todos los miraban raro, no era común ver a un matrimonio tan joven con cinco niños tan seguidos. Adaptarse no fue fácil, el inglés seguía ausente y la visa caducó, por lo que Richard pasó a la condición de ilegal; decidieron quedarse, él había conseguido un empleo como repartidor para Microsoft (entraba a las 14 hs y volvía a las 2 de la madrugada) que le permitió llevar adelante una vida digna con su familia en las cercanías de Seattle.
Consciente de que si salía de Estados Unidos, no podría volver a ingresar, enterró su sueño de volver a a Japón durante los siguientes diecinueve años: “Allí nacieron el resto de mis hijos; una de ellos hoy es bióloga, recibida de una de las mejores universidades”, cuenta con orgullo. “Solo me permitía volver a recordar Japón con cada nacimiento y sus nombres. Mi sueño era que ellos pudieran un día ir a Japón, pero al no recibir la ciudadanía, la fantasía parecía lejana”, continúa Richard.
Una revelación y un regreso a la Argentina: “Pensé que me quedaría dos meses, que se transformaron en años”
Veinticinco años habían pasado desde aquel julio de 1991 en el que el santiagueño conoció el suelo japonés, cuando llegó la revelación: ya era un hombre grande, sus hijos habían crecido y ya dominaba bien el inglés, es decir, su preparación ya había concluido y era tiempo de volver a Japón, lo que implicaba dejar Estados Unidos para, tal vez, no volver.
Richard salió un 13 de diciembre a Japón junto a su hijo, Isami. Llegaron poseídos por la adrenalina, el país era tan maravilloso como lo recordaba y ahora, con su inglés, podía interactuar con su gente tal como lo había soñado: “Me maravillé de Japón, me maravillé de su gente, lo pulcros que son”.
Tras aquella experiencia, su hijo regresó a Estados Unidos y él, junto a su madre que vivía con ellos en el norte del mundo, volvieron a Santiago del Estero para cumplir el último deseo de ella: morir en Argentina.
“Pensé que me quedaría dos meses, que se transformaron en años. Llegué el 24 de mayo de 2017, mi madre partió dos años después”, cuenta Richard, quien cuidó a su progenitora cada día. “Por suerte me visitaron aquellos hijos que ya habían obtenido la ciudadanía, pero luego llegó la pandemia, quedé varado, tuve un accidente y en esos tiempos solo una cosa me mantuvo viva la esperanza: Japón, el lugar donde realmente quería vivir”.
Cerrar el círculo: “Este es mi largo camino que me llevó a vivir en Japón”
Treinta y cuatro años pasaron desde el día en que divisó el templo japonés en una iglesia. Hace más de ochenta días que Richard llegó a Japón. Su hija, Tenshi, fue la llave de entrada. Recibida de bióloga y ciudadana estadounidense, ella obtuvo un empleo como profesora de inglés en Tokio, donde hoy también continúa con sus estudios en la universidad. Su hija, Kiemie, también los acompañó; ella está aprendiendo japonés y absorbiendo la cultura tan amada de su padre, a la que le debe su nombre.
Tras más de tres décadas, hoy, por fin, Richard siente que cerrará el círculo con la inminente fundación de la Asociación japonesa por el bienestar de Japón. Tal vez no todos lo entiendan, pero siente un lazo invisible e inquebrantable con el suelo nipón, y considera que asegurar su bienestar es su misión.
“Visito gente mayor, gente en crisis y quiero abrir un centro para ancianos. Este es mi largo camino que me llevó a vivir en Japón, un sueño que nació por un deseo por orar por un país para que Dios lo bendiga”, concluye.
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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.
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