Su papá le pegaba, vivió en un hogar con sus hermanas y a los 11 lo adoptaron: “Mi mamá me hizo sentir que estaba a salvo”​

“Cualquier excusa era buena para castigarme y absolutamente todo, lo enojaba. Era usual que me dejara sin comer y que me obligara a quedarme parado en la puerta del comedor mirando como todos lo hacían. Era casi una rutina cotidiana que me pegara, lo hacía frecuentemente. Yo le rogaba que parara, porque sentía que cada trompada iba a matarme. Pero no se detenía. Usaba sus manos enormes, de palma pesada y dedos agresivos. Usaba sus pies, aun calzados: me pateaba con las botas puestas. Y hasta se valía de unos cables pelados para lastimarme con las puntas de cobre en mis pantorrillas, hasta dejarlas sangrando”.

Matías Peralta Proske recibía esos ataques de su padre, mientras su madre los presenciaba y se mostraba ajena, ausente o como una planta, como el describe.

“Comencé a sentir una incipiente calidez”

Por todo lo que acontecía en su casa, a través de una medida judicial Matías y sus hermanas más chicas fueron derivados al Hogar Atanasia Hernando de Durán (Casa Cuna Santa Fe).

Era un 25 de septiembre de 2006 a las 22hs aproximadamente. Matías, cuenta, estaba paralizado, sin poder emitir palabra alguna, mientras los niños del hogar terminaban de cenar. Estaba en estado de shock y no podía entender. Imposible, a su edad, (5 años), asimilar lo que les estaba pasando.

“Esa primera noche en el hogar, recién llegados, me separaron de mis hermanas. Lucrecia (4) y Elena (1) quedaron en el sector de bebés. Yo, por haber cumplido 5, estaba ´con los grandes´, al cuidado de otras ´tías` (así llamaban a las cuidadoras). Me llevaron al comedor, donde había chicos mirando tele. Me presentaron, me rodearon, me invitaron a sentarme con ellos, y me preguntaron desde mi nombre hasta qué me había pasado. Poco a poco, comencé a sentir una incipiente calidez. Me empalagaban con cuentos y me acribillaban con interrogatorios de todo tipo, se notaba que querían hacerme sentir bien. Con las preguntas indiscretas de estos niños madurados a la fuerza, fue desapareciendo mi bloqueo emocional”.

“Procuré valerme por mí mismo y jamás rendirme”

Durante los seis años que estuvo en Casa Cuna Santa Fe, Matías terminó preescolar y arrancó la primaria. “Lo veía como un gran desafío. No era el más inteligente, pero siempre he sido súper competitivo. Procuré, esos años, valerme por mí mismo y jamás rendirme, para poder pelear por mí y por mis hermanas”.

Matías, que define el hogar como reglado, monótono y estricto como un liceo militar, vivió rutinas con horarios pautados. “Todos al patio, todos a cepillarse los dientes, todos a ver un rato alguna película, todos a jugar por quince minutitos, todos a dormir. Todo, todos”, ejemplifica.

Sin embargo, aclara que en ese lugar se sintió seguro, amparado y refugiado por primera vez en su vida. Y eso no era poca cosa. “Una especie de nido donde no sufría los golpes que recibía en mi casa biológica. Pero lejos estaba de ser un paraíso. No solo estaba todo extremadamente reglamentado, sino que, además, cada uno de nosotros traía sus propias heridas sobre sus espaldas. Éramos revoltosos y hemos llegado a pelear como tumberos”.

Un solo deseo

Desde el primer día que Matías ingresó al hogar su sueño era ser adoptado, tener una familia, ser un chico normal. Él era muy consciente de que, a medida que iban pasando los años, más difícil sería conseguir una familia. Y, además, tenía dos hermanas institucionalizadas como él, algo que dificultaba aún más la situación. Las veces que hablaba con Sissi, la psicopedagoga del hogar, le suplicaba para que pudiera hacer algo, que ese era su mayor anhelo.

“Yo iba perdiendo mis esperanzas y enfatizaba los rezos. Rogaba por una familia, pero sentía que sería imposible que pudiéramos ser adoptados los tres juntos. Además, se acercaba el momento de verme forzado a abandonar el hogar de niños y tener un hogar de adultos, a los 12 años. Esta situación me carcomía por dentro: quería salir, necesitaba ser adoptado, manifesté trastornos de ansiedad, crisis en la escuela, falta de atención y actos de rebeldía por este dolor tan grande que tenía”.

Los fines de semana, cuenta, los chicos que vivían en el hogar podían salir a pasear con familias recreativas que se ofrecían para acompañarlos en alguna actividad al aire libre.

“Quería hacer muchas cosas, mi cabeza no frenaba. Me fascinaba salir y me animaba a quedarme a dormir en las casas de estas familias. Necesitaba estar afuera, necesitaba sentirme más libre. Asistía a catequesis sin creer en Dios ni en la Iglesia. No profesaba, pero me gustaban las actividades y disfrutaba de la lectura que nos ofrecían”.

En esas salidas recreativas, Matías conoció a Erika, pero cuando surgió la posibilidad de la adopción se lo consultaron y él no pudo mas de alegría: “Al principio, empezamos un periodo de adaptación que duró de abril a agosto y, finalmente, me mudé definitivamente con ella. La adopción plena llegó recién a los 14 años, los trámites en los juzgados fueron tortuosos y muy lentos. Declaré más de 20 veces con 2 juezas distintas, una de Santa Fe y otra de Rosario”.

¿Cómo era la relación con tus padres adoptivos?

Con mi Mamá fue un vínculo único y muy especial desde el inicio. Siento que somos amigos, desarrollamos una gran conexión, nos contamos todo y tenemos los más lindos recuerdos juntos. Tengo con ella muchísima afinidad y siempre me hizo sentir a salvo. Siempre sentí que, estando mamá cerca, iba a estar protegido. Que no sufriría. Siempre sentí que, estando mamá cerca, estaba a salvo. Siempre lo sentí. Lo siento ahora.

Con el que se convirtió en su papá adoptivo la relación fue bastante diferente ya que, al igual que su padre biológico, ejercía violencia física contra él. “Muchos de mis recuerdos, lamentablemente, son más bien oscuros. Mi viejo me pegaba. Mi vieja no lo sabía. Y yo no podía creer las ironías del destino: ser golpeado por mi progenitor, tener que vivir en un hogar, asumir mi adopción como un salvataje. Y volver a ser golpeado. Como mi adopción estaba en trámite, y porque además me daba miedo contarlo, me lo guardé. Me daba miedo ser yo el culpable. Me daba miedo que no me creyeran. Me daba mucho miedo complicar el proceso judicial y verme de nuevo en Casa Cuna”.

Mientras esto sucedía, el proceso judicial avanzaba. Y como él mismo dice, iba a declarar fingiendo demencia: la demencia de la familia unida, una familia normal donde nada raro sucedía. Sin embargo, un día tomó fuerzas, lo enfrentó y se lo contó a su mamá, que afortunadamente le creyó, lo defendió y termino separándose.

“Mi vida dio un vuelco de 180 grados. De no tener absolutamente nada propio y compartir hasta el cepillo de dientes, pasé a tener un cuarto propio, ducha con agua caliente, una familia, ropa, una cama linda, pude ir a cumpleaños de mis compañeros de colegio, pude tener una tele en mi cuarto. Todo cambio tenia a mi mama que me cuidaba y me daba amor”.

Con el objetivo de ayudar a otros chicos y chicas que hayan pasado una situación similar como la que el pasó, decidió escribir el libro Soy el Matías, ni víctima ni premio consuelo. “Para que se animen, para que denuncien, para que se hagan escuchar, se sientan acompañados, no pierdan las esperanzas y sepan que si uno lucha mucho por algo siempre lo logra”.

Matías, que actualmente tiene 23 años, vive con su mamá, estudia inglés y trabaja en una fábrica. Y con sus hermanas biológicas mantiene un buen vinculo (ellas fueron adoptadas por otra familia) y se hablan y se visitan en circunstancias y fechas especiales.

Mirando retrospectivamente hacia atrás. ¿Qué balance hacés de las cosas que fueron sucediendo en tu vida?

Aprendí que la violencia jamás. La violencia no debe justificarse nunca. Sea física o verbal, sea hacia nosotros o hacia un tercero, creo que siempre fue, es y será inadmisible. Desde mi punto de vista, si veo agresión o violencia (sea de la índole que sea) y no denuncio, soy cómplice.

Jamás debemos sentir vergüenza por haber sufrido violencia: no fuimos culpables y no hicimos nada que lo justifique. Hay que tratar de hablarlo, evitando que el miedo nos paralice.

Y aprendí que haber sido adoptados no tiene que darnos vergüenza. Al revés, debe llenarnos de orgullo. No somos un premio consuelo: nos eligieron, nos desearon y, en muchos casos, lucharon mucho por tenernos.

¿Con qué cosas soñás?

Sueño con formar una familia, tener hijos biológicos y adoptados, tener un buen trabajo, viajar -que es una de las cosas que más disfruto- y seguir teniendo muchos amigos, que es el afecto más importante de todos. También sueño con poder ayudar a romper prejuicios y que, día a día, más niños institucionalizados tengan la posibilidad de tener una familia que los ame y los proteja.

¿Qué mensaje les darías a las personas que no se animan a adoptar niños o niñas más grandes?

Que se animen, que son más los mitos y prejuicios que la realidad. Que no importa la edad, siempre se puede aprender a ser hijo y padres. Que los chicos institucionalizados, si bien llevamos una mochila pesada, eso no necesariamente nos determina nuestro futuro. Que podemos ser hijos al igual que los biológicos con cosas buenas y malas como todos, y todos absolutamente todos merecemos la oportunidad de tener una familia.

​ Matías recibía esos ataques de su padre mientras su madre se mostraba ajena y ausente. Para él, cada acto de violencia era algo terrible, doloroso y frustrante. Luego de permanecer seis años en un hogar, apareció una mujer muy especial y su vida dio un giro de 180 grados.  Lifestyle 

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