Salir en busca de lo que ya es nuestro​

El hombre y la mujer habían emprendido una larga caminata hacia sus recuerdos. La distancia a remontar era de unos sesenta años. Querían llegar al punto donde había nacido ese amor que todavía los mantenía unidos, acaso para verlo nacer joven otra vez. El hombre tenía 83 años y ella, 76. Ambos sufrían ese deterioro cognitivo que disuelve lo que acaba de ocurrir para agigantar esos pocos momentos imborrables en los que una vida roza la eternidad. Buscaban la laguna que frecuentaban de adolescentes, un paraje natural en el que quizá se dieron el primer beso. Pero la laguna se había secado hacía años y anduvieron sin rumbo por una geografía agreste, inhóspita y baldía, bajo un sol inclemente. Hasta que, perdidos, se echaron sobre la tierra seca. A esperar quién sabe qué. La policía, alertada de la desaparición por un familiar, los encontró seis horas después, con la ayuda de drones.

Esto ocurrió hace diez días en el municipio madrileño de Leganés. Cuando el miércoles leí la historia en el diario español El País, pensé que todos sentimos alguna vez la necesidad de recuperar algo que alguna vez tuvimos. Ya no lo tenemos, pero tenemos el recuerdo de que lo tuvimos, y eso enciende el anhelo de buscar hacia adelante lo que ha quedado atrás. En esa lucha contra el tiempo, apelamos a la complicidad del espacio para recuperar lo perdido. Y, tal como esa pareja, vamos hacia el lugar donde tuvimos aquello. Pero el tiempo no solo talla en nosotros, sino también en los lugares donde ha ocurrido eso que nos marcó a fuego. Y así comprobamos que ya tampoco existe el umbral secreto que nos iba a devolver a la vivencia perdida. Aquello que se añora solo vive en el recuerdo, que es también el territorio de la imaginación, ya liberado de los límites que imponen las coordenadas de tiempo y espacio, pero que se nutre, vaya paradoja, de las experiencias concretas que vivimos en ellas.

Si me preguntaran ahora qué saldría a buscar entre aquello que he perdido y añoro, sería modesto: me conformo con la restitución de ese territorio de la imaginación que alguna vez tuve, hoy en buena medida colonizado por la proliferación de datos con que nos asedia el ecosistema mediático en el que vivimos. Aquella pareja encontró nada donde hubo mucho, pero a mí me pasa al revés: aunque no lo pida ni busque, es mucho, demasiado, lo que sale a mi encuentro, y ese mucho es lo mismo que nada.

Un síntoma inequívoco de mi pérdida es que ya no soy capaz de entregarme a la lectura de una novela tal como antes, olvidándome por completo del entorno, en una inmersión profunda en la trama de la ficción. El flujo constante de estímulos que llega hasta mí no permite que mi imaginación despegue y alce el vuelo. No se trata solo de las interrupciones que dispara la alarma del celular, dispositivo hacia el que ya, por reflejo, nos volvemos hasta cuando no nos llama. Hay algo más y no viene de afuera. Está dentro mío. El estado de hipercomunicación en que vivimos, la marea de datos que nos cubre, me ha modificado neuronalmente. Y en forma tan gradual, además, que no tuve oportunidad de resistirme. Siento que mi red neuronal ya está fatalmente integrada a la red neuronal de la Web, y vibra por las suyas al ritmo insomne de un flujo eléctrico del que ya somos parte inescindible. De algún modo, ya no me pertenece. Es una pérdida que, me temo, afecta mucho más que la forma en que leo.

En más o en menos, esta pérdida nos alcanza a todos. Lo dicen estudios serios. Ya no somos capaces de concentrarnos como antes ni de la entrega que requiere fijar la atención en algo el tiempo suficiente como para hacerlo parte nuestra (hoy es el sistema, a través de la alienación que supone la demanda constante, el que quiere hacernos parte de él). Hemos perdido receptividad y apertura. Quizá por eso el mundo nos resulta cada vez más ajeno. Quizá por eso no tenemos la paciencia suficiente como para escuchar y entender al otro. Sin esa atención, sin esa apertura, no sorprende que el otro nos resulte un desconocido que nada tiene que ver con nosotros y, dando un paso más en esa extrañeza, una amenaza ante la que debemos alzar la guardia.

Tal vez lo que busco, como aquella pareja, es recuperar la juventud, acaso una condición necesaria para entrar en la prosa de Hesse, Tolstoi o Pavese como si uno fuera un personaje más en ese mundo imaginario que alguna vez tuvo, mientras duraba el hechizo de la lectura, más consistencia que el mundo real. Ciertos domingos de lluvia en que la casa está en calma, preparo el ritual para invocar el milagro: un buen sillón, la taza de café, los anteojos y el libro. Y a veces, al correr de las páginas, me pierdo bien perdido y estoy cerca de sentir que estoy ahí otra vez.

En cuanto a la pareja de enamorados, hubo expresiones de júbilo cuando comprobaron que estaban vivos. “Mientras que la familia aún se recupera del susto, ellos apenas recuerdan lo sucedido”, cuenta la crónica. Volvieron a su rutina y, como antes, siguen yendo juntos a todas partes. A veces salimos en busca de aquello que, sin saberlo, ya era nuestro. No lo olvidemos.

​ El hombre y la mujer habían emprendido una larga caminata hacia sus recuerdos. La distancia a remontar era de unos sesenta años. Querían llegar al punto donde había nacido ese amor que todavía los mantenía unidos, acaso para verlo nacer joven otra vez. El hombre tenía 83 años y ella, 76. Ambos sufrían ese deterioro cognitivo que disuelve lo que acaba de ocurrir para agigantar esos pocos momentos imborrables en los que una vida roza la eternidad. Buscaban la laguna que frecuentaban de adolescentes, un paraje natural en el que quizá se dieron el primer beso. Pero la laguna se había secado hacía años y anduvieron sin rumbo por una geografía agreste, inhóspita y baldía, bajo un sol inclemente. Hasta que, perdidos, se echaron sobre la tierra seca. A esperar quién sabe qué. La policía, alertada de la desaparición por un familiar, los encontró seis horas después, con la ayuda de drones. Esto ocurrió hace diez días en el municipio madrileño de Leganés. Cuando el miércoles leí la historia en el diario español El País, pensé que todos sentimos alguna vez la necesidad de recuperar algo que alguna vez tuvimos. Ya no lo tenemos, pero tenemos el recuerdo de que lo tuvimos, y eso enciende el anhelo de buscar hacia adelante lo que ha quedado atrás. En esa lucha contra el tiempo, apelamos a la complicidad del espacio para recuperar lo perdido. Y, tal como esa pareja, vamos hacia el lugar donde tuvimos aquello. Pero el tiempo no solo talla en nosotros, sino también en los lugares donde ha ocurrido eso que nos marcó a fuego. Y así comprobamos que ya tampoco existe el umbral secreto que nos iba a devolver a la vivencia perdida. Aquello que se añora solo vive en el recuerdo, que es también el territorio de la imaginación, ya liberado de los límites que imponen las coordenadas de tiempo y espacio, pero que se nutre, vaya paradoja, de las experiencias concretas que vivimos en ellas. Si me preguntaran ahora qué saldría a buscar entre aquello que he perdido y añoro, sería modesto: me conformo con la restitución de ese territorio de la imaginación que alguna vez tuve, hoy en buena medida colonizado por la proliferación de datos con que nos asedia el ecosistema mediático en el que vivimos. Aquella pareja encontró nada donde hubo mucho, pero a mí me pasa al revés: aunque no lo pida ni busque, es mucho, demasiado, lo que sale a mi encuentro, y ese mucho es lo mismo que nada. Un síntoma inequívoco de mi pérdida es que ya no soy capaz de entregarme a la lectura de una novela tal como antes, olvidándome por completo del entorno, en una inmersión profunda en la trama de la ficción. El flujo constante de estímulos que llega hasta mí no permite que mi imaginación despegue y alce el vuelo. No se trata solo de las interrupciones que dispara la alarma del celular, dispositivo hacia el que ya, por reflejo, nos volvemos hasta cuando no nos llama. Hay algo más y no viene de afuera. Está dentro mío. El estado de hipercomunicación en que vivimos, la marea de datos que nos cubre, me ha modificado neuronalmente. Y en forma tan gradual, además, que no tuve oportunidad de resistirme. Siento que mi red neuronal ya está fatalmente integrada a la red neuronal de la Web, y vibra por las suyas al ritmo insomne de un flujo eléctrico del que ya somos parte inescindible. De algún modo, ya no me pertenece. Es una pérdida que, me temo, afecta mucho más que la forma en que leo. En más o en menos, esta pérdida nos alcanza a todos. Lo dicen estudios serios. Ya no somos capaces de concentrarnos como antes ni de la entrega que requiere fijar la atención en algo el tiempo suficiente como para hacerlo parte nuestra (hoy es el sistema, a través de la alienación que supone la demanda constante, el que quiere hacernos parte de él). Hemos perdido receptividad y apertura. Quizá por eso el mundo nos resulta cada vez más ajeno. Quizá por eso no tenemos la paciencia suficiente como para escuchar y entender al otro. Sin esa atención, sin esa apertura, no sorprende que el otro nos resulte un desconocido que nada tiene que ver con nosotros y, dando un paso más en esa extrañeza, una amenaza ante la que debemos alzar la guardia. Tal vez lo que busco, como aquella pareja, es recuperar la juventud, acaso una condición necesaria para entrar en la prosa de Hesse, Tolstoi o Pavese como si uno fuera un personaje más en ese mundo imaginario que alguna vez tuvo, mientras duraba el hechizo de la lectura, más consistencia que el mundo real. Ciertos domingos de lluvia en que la casa está en calma, preparo el ritual para invocar el milagro: un buen sillón, la taza de café, los anteojos y el libro. Y a veces, al correr de las páginas, me pierdo bien perdido y estoy cerca de sentir que estoy ahí otra vez.En cuanto a la pareja de enamorados, hubo expresiones de júbilo cuando comprobaron que estaban vivos. “Mientras que la familia aún se recupera del susto, ellos apenas recuerdan lo sucedido”, cuenta la crónica. Volvieron a su rutina y, como antes, siguen yendo juntos a todas partes. A veces salimos en busca de aquello que, sin saberlo, ya era nuestro. No lo olvidemos.  Opinión 

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