Roland Garros 2004: el detrás de escena de un suceso único que nadie podía entender en París
Hay que entender qué significa Roland Garros para dimensionar el gigante valor de un hito que hoy celebra su vigésimo aniversario. Hay que comprender el encanto de ese enclave situado en el sudoeste de París para el tenis argentino. Hay que sumergirse en las hazañas de Guillermo Vilas, dueño, hasta la aparición de Rafael Nadal, del récord de mayor partidos jugados y ganados en el Bois de Boulogne, para vislumbrar la génesis de este suceso inolvidable que culminó el 6 de junio de 2004, con la perenne consagración de Gastón Gaudio sobre Guillermo Coria en la que hasta hoy es la única final entre tenistas de nuestro país en un Grand Slam.
Roland Garros es un certamen en el que un tenista argentino se siente como en casa. Será por ese estilo tomado a la perfección tanto en la arquitectura porteña como en la geografía de Palermo. Será por los tan familiares gajos de polvo de ladrillo. Será por esa seducción en la que el charme de sus pasillos, los sombreros panamá, la elegancia de la gente y hasta los distintivos artículos de merchandising lo diferencia del formalismo acartonado de Wimbledon, el bullicio descontrolado del US Open y el “take it easy” de Australia. Roland Garros es una meca a la que se quiere asistir y siempre se añora conquistar.
Gaudio y Coria escribieron el epílogo de un torneo que fue cien por ciento argentino, aún más allá de esa definición electrizante en la que sobraron risas, llantos, rivalidades, tensiones y enconos. Porque nunca, hasta esa quincena, cuatro tenistas argentinos -David Nalbandian completó el terceto en el cuadro masculino y Paola Suárez, en el femenino- habían sido semifinalistas de una de las cuatro pruebas más importantes del circuito. Y porque en esos quince días de clima de Mundial -permítase la comparación más allá de las diferencias con el fútbol- el tenis argentino consiguió enmudecer, asombrar y escribir una leyenda sin igual.
Ese Roland Garros cambió muchos destinos deportivos. El de Gaudio, un talentoso campeón inesperado, cuarto jugador en la historia del torneo en ganarlo sin estar preclasificado detrás de Marcel Bernard (1946), Mats Wilander (1982) y Gustavo Kuerten (1997); el de Coria, candidato de todos, tercero en el ranking mundial en ese entonces, con una sola derrota sobre polvo de ladrillo en doce meses y una marca, hasta ese día, de 19 victorias consecutivas ante compatriotas. El de Nalbandian, habitual protagonista en los grandes torneos, y el de Suárez, igualando en singles los hitos de Raquel Giscafré, Gabriela Sabatini y Clarisa Fernández y sumando allí un tercer título en dobles al honor de haber sido la primera jugadora de nuestro país en alcanzar el número uno en un ranking profesional.
Y a las de ellos, otras actuaciones no menos importantes: Juan Ignacio Chela logró los cuartos de final y Gisela Dulko, en la primera semana, derrotó a dos leyendas: Martina Navratilova y Conchita Martínez. Hasta un juvenil llamado Juan Martín del Potro, con 15 años, disputó la prueba de juniors y fue sparring de Coria.
Pero dejemos los números y las hazañas de lado para adentrarnos aún más en este Roland Garros único e irrepetible. La Legión, esa camada de jugadores integrada por unos quince jugadores nacidos entre 1977 y 1982, de formación disímil, algunos con apoyo oficial (Coria y Nalbandian) y el resto con esfuerzos familiares y de mecenas, se encontraba en el punto justo de maduración. La primera señal llegó en 2000, cuando Franco Squillari se transformó en el primero del lote argentino en alcanzar las semifinales en el Bois de Boulogne tras 18 años. Aspirar a volver a tener un campeón allí era solo una cuestión de tiempo.
Durante ese lapso hasta la cita de 2004, los argentinos, entre lo más saliente, fueron serios rivales de la Armada Española, recuperaron la máxima categoría en la Copa Davis, se posicionaron en el ranking de la ATP, volvieron a participar en un Masters, lograron por primera vez completar las semifinales de un Masters 1000 (Hamburgo) con neta presencia argentina (Coria, Gaudio, Nalbandian y Agustín Calleri) y alcanzaron, también por primera vez, una final de Wimbledon (Nalbandian).
Pero de igual modo tenían sus bemoles: rendimientos en la Copa Davis -un estigma recién superado en 2016, con otra generación- que no traducían la calidad y los resultados que se veían en el circuito, junto con otros escándalos, como la carta que, semanas antes de este cimbronazo, en Montecarlo, firmaron todos para pedirle a la AAT la renuncia de Gustavo Luza y la asunción de Alberto Mancini como capitán.
En el medio, un grupo de trotamundos, habitualmente desordenado, que deambulaba por el mundo y se conocía a la perfección. Que alternaba la contratación de entrenadores entre sí, muchas veces por disputas económicas o por la dificultad de apostar a un trabajo de largo plazo cuando los resultados no eran los esperados.
Coria arribó a París con 22 años. Nacido en Rufino y criado en Venado Tuerto, fue bautizado como Guillermo por la admiración que Oscar, su padre, un meticuloso y obsesivo profesor de tenis, tenía por Vilas. A la hora de jugar era inteligencia en estado puro. Velocidad y astucia eran la alquimia de una magia, reflejada en su apodo, que escondía el dolor oculto por una suspensión por doping y un segundo caso que lo tuvo en vilo durante un par de años y del que fue absuelto en el transcurso de 2003. A ello le adosaba una inestabilidad para mantener coaches: Luza, Mariano Monachesi, Franco Davin, Alberto Mancini y Fabián Blengino lo condujeron entre 1999 y 2004. Coria era partidario de una vida aislada, alejada del resto de los integrantes de la Legión.
Gaudio, con 25 años, vecino de Temperley, simbolizaba al deportista de talento natural que sufría vaivenes anímicos por su obsesión por la perfección. Pudo haber sido rugbier, pero siguió los pasos de su hermano mayor y se inclinó por el tenis. Maravillaba con la elegancia y el estilo de su revés a una mano como sorprendía por el desandar por laberintos o lagunas propias de su carácter. Mejor relacionado con el resto de la Legión, afrontó, en su camino hacia el profesionalismo, los avatares de una economía familiar que cambió a partir de un problema de salud de su padre. Las ayudas de Vilas, para entrenarse en el Racket, y de Hernán Gumy, quien, en 1998, le dio una mano económicamente, le permitieron insertarse en el circuito. También tuvo varios entrenadores: Gabriel Mena, Horacio de la Peña, Jorge Gerosi, Javier Frana, Eduardo Infantino y Tony Pena. Había logrado cierta estabilidad en 2002, con la compañía de Martín Jaite, pero encontró la tranquilidad cuando Davin, después de finalizar su vínculo con Coria, empezó a manejarlo por sugerencia de Pena.
Era un secreto a voces que la gran oportunidad para los legionarios estaba en ese Roland Garros. El campeón vigente, Juan Carlos Ferrero, hoy entrenador de Carlos Alcaraz, defensor del título y número uno del mundo, llegó a París sobre la hora, lesionado en sus costillas y después de haber sido invitado a la boda del príncipe Felipe de Borbón (hoy rey Felipe VI) y la por entonces colega Letizia Ortiz; los medios de su país, después de un dominio abrumador desde 1993, veían lejana una nueva conquista de la Armada: “Con tonada bonaerense”, tituló su crónica de apertura el recordado Domingo Pérez, en el monárquico periódico ABC.
Fue suficiente conocer el main draw para saber que los planetas estaban alineados con ascendente en el Río de la Plata. En el arranque, el choque entre Gaudio y Guillermo Cañas. El peor y el mejor partido para los dos. Se conocían desde chicos. Y ambos sabían que el ganador del duelo se pondría las prendas de candidato. Las tribunas abarrotadas de la cancha 6 fueron testigo de un partido que duró dos días (suspendido por falta de luz), con simpatizantes destacados e integrantes de la prensa argentina (más allá de la deportiva), como Bartolomé Mitre, ex director de LA NACION, Ricardo Kirschbaum, Eduardo van der Kooy, editores de Clarín, -los tres solían hacer una escala en Roland Garros antes de asistir al Congreso de la World Association of Newspapers- y Víctor Hugo Morales, asiduo concurrente en esos tiempos a los grandes torneos. El tenis se palpitaba desde bien temprano en el Bar de la Presse, del segundo piso de la sala de prensa, en un balcón orientado con vistas al pulmón verde de la Ciudad Luz y en el que el café con pain au chocolat era el mejor de París.
Llegó el primer fin de semana. El vendaval argentino se llevó todo puesto. Las piezas avanzaban en los cuadros, mientras las miradas de la prensa europea y norteamericana estaban atónitas ante el resplandor de esta era dorada.
“Me alegra, son bravos en polvo de ladrillo, pero su presencia en las semifinales no creo que atraiga en los Estados Unidos”, repetía el histórico periodista estadounidense Bud Collins. “Necesito que alguien me explique este suceso dentro de un país en el que ocurren otras cosas”, comentaba el italiano Gianni Clerici. “Sobre un aire de tango”, titulaba el diario L’Equipe. “Una invasión argentina en Paris”, el Corriere della Sera, y “Tres argentinos hacen historia en París”, expresaba The New York Times. El sector que ocupaba la prensa argentina en el court central empezó a abarrotarse de colegas que querían saber más de una Legión que había dejado al Bois de Boulogne sin Kuerten, Hewitt, Moya y Corretja… ¿Cuál era el secreto?
Por otra parte, Vilas, el padre del tenis argentino, siempre acompañado por su mujer, Phiang Phathu, apelaba inteligentemente a la diplomacia: “No tengo un favorito: que gane el mejor. Todos estos chicos son amigos míos. Hagan historia con ellos, no quiero estar en el medio ahora”, al tiempo que comenzaba a especularse si sería el encargado de entregarle la Copa de los Mosqueteros al ganador.
Cuando Gaudio, de crecimiento ascendente, selló su pase a la final ante Nalbandian y Coria, tras perder el primer set en el torneo y recuperarse tras las zozobras en el segundo, venció al británico Tim Henman, el morbo, definitivamente, le empezó a ganar al tenis. Dos estilos de vida y dos maneras de ser ampliamente diferentes debían chocar por ser el segundo argentino en ser campeón de Grand Slam.
Nueve meses antes, Gaudio había sufrido uno de los golpes más duros de su vida en Málaga, representando a la Argentina por la Copa Davis, en la semifinal ante España. “No tiene fortaleza mental”, afirmó Enrique Morea, entonces presidente de la AAT, luego de su derrota ante Ferrero. No podía salir a caminar por Buenos Aires. Lo tildaban de fracasado… El cambio comenzó con una titánica tarea a cargo Pablo Pécora, el psicólogo con el que empezó a trabajar en diciembre de 2003.
Enfrente tenía a Coria. Según Gaudio, junto con Nalbandian, un galáctico, en alusión al famoso equipo de Real Madrid (“Yo soy el Valencia”, replicaba). Sin embargo, Coria era su gran adversario desde 2001, luego de dos partidos picantes, uno en Viña del Mar y otro en Buenos Aires, durante la gira sudamericana de la ATP. Una rivalidad que se potenció luego de una pelea de ambos en el vestuario tras la semifinal de Hamburgo 2003, en la que, según cuentan algunos, el mismísimo Boris Becker tuvo que intermediar para evitar que el escándalo llegara aún más lejos.
Las 48 horas que separaron las semifinales del partido decisivo duraron una eternidad. Producciones fotográficas, infinitos pedidos de acreditaciones no concedidos, los llamados incesantes de las radios desde Buenos Aires (las salidas de Gaudio en el programa Cuál es de Rock&Pop, con Mario Pergolini, eran una cábala), sumados al incesante deambular de los famosos. Los rugbiers Agustín Pichot, Juan Martín Hernández e Ignacio Corleto, el modelo Iván de Pineda, el peluquero Roberto Giordano, la modelo Sofía Zámolo y el entonces embajador argentino en París, Juan Archibaldo Lanús, anfitrión del clásico agasajo con empanadas y vino en la residencia de la Avenue Foch.
Un cable de alta tensión unía París con Buenos Aires. Producciones especiales en la Plaza de los Mosqueteros con los protagonistas a pedido de los enviados argentinos para una cobertura que se tradujo en cinco suplementos deportivos sucesivos desde la mitad de la segunda semana, a los que se agregaban las transmisiones en vivo, a toda hora, para las radios y la televisión y los permanentes despachos de las agencias de noticias. Y también, los pedidos de auxilio de los canales franceses para aportar testimonios en los estudios montados en el estadio Philippe-Chatrier. Las tapas del Quotidien, el clásico programa diario del torneo, dedicadas a los argentinos. Sin olvidar, las anécdotas del pionero Juan José Moro, el único periodista presente que había visto el triunfo de Vilas en 1977… Todavía no nos dominaban las redes sociales y el WhatsApp.
Llegó la gran final. Un cielo celeste y blanco, propio de los Borbones, la casa de origen francés reinante en España y que le da el color a la bandera argentina, le puso el marco ideal a ese día soñado. Davin, un astuto estratega (años después repitió los éxitos con Del Potro) rompió el férreo esquema establecido antes del torneo para sorprender a Gaudio: uno de sus mejores amigos, Martín Cetra, tuvo el honor de sumarse al equipo que completaba el preparador físico Fernando Aguirre y el manager Olindo Giacobelli. Ni siquiera sus padres pudieron viajar a verlo. Por otra parte, Blengino, en el salón VIP hacía lo imposible para conseguir de urgencia lugares para los familiares de Coria que habían arribado sobre la hora desde Venado Tuerto.
Y para la prensa argentina, otra novedad: la organización les brindó a los enviados de los principales medios del país de los finalistas una ubicación preferencial en la primera fila de la Tribuna A, en la exclusiva cabecera de la Avenue Porte d’Auteuil, contigua a los boxes que ocupaban los allegados. Esta vez, los alejados pupitres de la primera bandeja lateral, detrás de la silla del umpire, eran para los famosos cronistas del resto del mundo.
Lo mejor de la cinematográfica final
Roland Garros 2004.
En 24 minutos de duelo, Coria ganaba 6-0; 36 minutos después, se adueñaba del segundo set (6-3). ¿Se repetiría el score con el que Vilas le ganó a Brian Gottfried en 1977 (6-0 en el tercero)? El tercer capítulo fue más parejo y eso sacó del hastío a los espectadores franceses quienes, antes del inicio del octavo game (4-3 el marcador en favor de Coria), hicieron la ola en las tribunas durante dos minutos. Gaudio tiró la raqueta al piso y los aplaudió, al tiempo que Coria, si bien saludó, quedó sorprendido. El reloj anímico cambió el rumbo de las cosas. Gaudio, el que minutos antes gritaba que se quería ir, entró definitivamente en el partido.
Las alarmas sonaron tras el segundo juego del cuarto set (1-1). Calambres en la pierna izquierda de Coria requirieron de asistencia médica. Su madre, Graciela, a puro instinto -nadie mejor que ella para saber qué ocurría-, se tomó la cabeza, en un gesto que fue mezcla de preocupación y consternación. Coria, casi arrastrándose, cedió el cuarto parcial. Todo empezaba otra vez.
A corazón abierto, del silencio al bullicio, de la explosión al drama. El court central de Roland Garros era una caldera en la cual ambos se cedían los saques. Dos pesos pesados tirando manotazos. En el undécimo game, Coria tuvo dos match-points, que desperdició con sendos drives paralelos que se fueron anchos. La final se le escurría de las manos. La presa que estaba atrapada se lo terminaría devorando. En el momento más importante de su carrera, el que más había esperado, todo se diluía, al tiempo que Gaudio, tras 3h31m, con un revés cruzado, culminaba la mejor obra de su vida.
Pero nada concluyó ahí. Siguió en la conferencia de prensa con transmisión en vivo y en directo. El llanto desconsolado de Coria, toda la furia contenida y las broncas acumuladas estallaron al responderle al periodista Manuel Poyán, de Eurosport. Dijo que durante el tercer set empezó a revivir los malos recuerdos y el encono por lo vivido en los procesos que derivaron en la sanción por doping. Faltaban años, aún, para ganarle el juicio al laboratorio que le entregó las pastillas contaminadas. La mente, en algunas situaciones, es indomable. Mucho más cuando el alma está astillada.
Gaudio, el nuevo rey de París, recibió el trofeo de manos de Vilas y de John McEnroe, a quien le agradeció el consejo que le brindó en el vestuario antes de salir a jugar: “Relajate y disfutá, porque todo pasa muy rápido y puede ser la única oportunidad de jugar una final como esta”. La vida de Gaudio se había transformado para siempre, al igual que la de Coria. París estaba a sus pies. El Arco del Triunfo para la foto eterna. Regresó a la Argentina con su equipo en el vuelo 416 de Air France, abrazado a la Copa. Parte de la prensa y los padres de Coria iban en el mismo avión. Buenos Aires lo esperaba para un desfile que duró meses. Tal vez como lo había soñado, pero como pocas veces creído. Gaudio ya era un mosquetero y Roland Garros su escudo nobiliario. Transcurrieron veinte años. No habrá nada igual para los argentinos en ese lugar que sienten como propio. Sí para el Abierto de Francia, por un fenómeno llamado Rafael Nadal. Pero eso forma parte de otra profusa historia.
(*) Cubrió Roland Garros 2004 para LA NACION.
La intimidad de la final entre Gaudio y Coria, en el recuerdo del periodista que la cubrió para LA NACION Tenis
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