¿Puede el ChatGPT empobrecer al mundo?​

Durante una estadía en Toronto, hace un par de décadas, en los días de lluvia solía refugiarme en la biblioteca pública de la ciudad. Moderna y bien nutrida, encontraba allí verdaderos tesoros. Entre ellos, The Real Work. Interviews & Talks 1964-1979, de Gary Snyder, poeta que aparece bajo el nombre de Japhy Ryder en Los vagabundos del Dharma, de Jack Kerouac. Snyder fue el primero, dentro de la generación beat, que miró hacia Oriente. En estos días volví a ese libro y releí un pasaje que hoy cobra para mí un nuevo significado: “Hay un dualismo entre cuerpo y mente si estoy barriendo el piso y pensando en Hegel. Pero si estoy barriendo el piso y pensando en eso, soy uno. Barrer el piso se convierte, entonces, en la cosa más importante del mundo. Y lo es”.

Esta invitación a estar presente en la experiencia concreta resuena hoy como una advertencia. A mí me cuesta cada vez más habitarla. Por los estímulos que llegan sin descanso a través del WhatsApp, sin ir más lejos. Pero es peor: cuando atiendo alguna obligación, incluso durante el trabajo, siento que estoy desatendiendo otras. Bajo el asedio de un ecosistema de comunicación fuera de escala humana, la espada del multitasking se me clavó hondo. No importa cuánto hagamos, siempre estamos en falta. La tecnología digital cambió nuestro entorno y ahora, insensiblemente, nos está cambiado a nosotros.

La incógnita es si vamos a ir resignando parcelas de experiencia individual, subjetiva –nuestro propio diálogo con la existencia–, a medida que nos recostamos en las respuestas de los chats de la inteligencia artificial. La invitación es irresistible: al módico precio de resignar contacto con el entorno, se nos ofrece el mundo, el acumulado de sabiduría que la humanidad ha destilado a lo largo de los siglos, a la distancia de un clic. De la nube, directo al consumidor. Esta forma de conocimiento será menos dolorosa, además, pues la pantalla suaviza las asperezas de la vida.

Los chats inteligentes limitan la interpretación de la realidad a lo ya dicho y escrito, cuando el mundo es una interrogación siempre abierta que se renueva

Estamos ante un cambio de sensibilidad de aquellos capaces de marcar el tránsito de una civilización a otra. En su libro A otra cosa. El arte como modo de superar la dispersión en la era de Internet, Sven Birkerts cita a Kevin Kelly, el fundador de la revista Wired, y su idea de una biblioteca digital universal, que gracias a la IA se transforma ahora en una mente colectiva que “piensa” con determinadas jerarquías. “Para Kelly –dice Birkerts– el futuro consiste en acercarse cada vez más a la experiencia humana unitaria e interconectada; lo opuesto al individualismo subjetivo en derredor del cual se ha erigido gran parte de nuestra cultura occidental posterior al Iluminismo”.

Un reparo a la idea de Kelly: por definición, la experiencia es individual y subjetiva. Precisamente, esa imposibilidad que los humanos tenemos de compartir con el otro lo que nos produce el roce con la vida y sus misterios es lo que mantiene viva la llama del arte: aunque la experiencia es intransferible, la imperiosa necesidad de compartirla ha dado novelas, pinturas y obras musicales en las que, sin embargo, nos reconocemos. Entonces, ¿hay posibilidad de una experiencia que no sea subjetiva? Habrá que encontrarle otro nombre al encuentro con ese cúmulo de experiencia humana alojada en la nube, ya objetivada y fija, administrada al gran cuerpo eléctrico según las jerarquías automáticas que establece el algoritmo.

Hasta mis alumnos de periodismo, de una generación nacida digital, están preocupados con la IA. ¿Hasta dónde va a escribir por ellos? Podría decirles, con Henry Miller, que las palabras de nada sirven si el espíritu está ausente. Pero elijo el fragmento de un poema de Wallace Stevens que Birkerts cita en su libro: “Veinte personas que cruzan un puente y entran a un pueblo son veinte personas que cruzan veinte puentes y entran en veinte pueblos”.

Articulados y todo, los textos de los chats de IA son experiencia vieja convertida en dato. Sin embargo, lo que confiere significado al dato es el contexto en el que lo inscribimos, operación que cada periodista (cada ser humano) hace munido de su propio conocimiento y su background. La física cuántica explicó que el observador observa, pero es parte del sistema y su ojo modifica lo observado. Veinte puentes, veinte pueblos. Y veinte caminantes. Cada cual importa.

Sospecho que, usados en las tareas equivocadas, los chats inteligentes neutralizan la creatividad humana y la limitan mediante un sistema automatizado de referencias dadas. Regurgitan lo viejo. Limitan, en suma, la interpretación de la realidad inagotable a lo ya dicho y escrito, cuando el mundo es una interrogación siempre abierta que se renueva de generación en generación.

Me compré el libro de Gary Snyder durante aquel mismo viaje, en San Francisco. Y en estos días lo tomé de mi biblioteca por pura intuición, tal como lo elegí en esas tardes de lluvia que pasaba en la biblioteca pública de Toronto. Cada tanto lo agarro y, al releerlo, me dice cosas nuevas. Ignoro si habría llegado a él conducido por los algoritmos inescrutables, pero cuidadosamente calibrados, del ChatGPT.

​ Durante una estadía en Toronto, hace un par de décadas, en los días de lluvia solía refugiarme en la biblioteca pública de la ciudad. Moderna y bien nutrida, encontraba allí verdaderos tesoros. Entre ellos, The Real Work. Interviews & Talks 1964-1979, de Gary Snyder, poeta que aparece bajo el nombre de Japhy Ryder en Los vagabundos del Dharma, de Jack Kerouac. Snyder fue el primero, dentro de la generación beat, que miró hacia Oriente. En estos días volví a ese libro y releí un pasaje que hoy cobra para mí un nuevo significado: “Hay un dualismo entre cuerpo y mente si estoy barriendo el piso y pensando en Hegel. Pero si estoy barriendo el piso y pensando en eso, soy uno. Barrer el piso se convierte, entonces, en la cosa más importante del mundo. Y lo es”.Esta invitación a estar presente en la experiencia concreta resuena hoy como una advertencia. A mí me cuesta cada vez más habitarla. Por los estímulos que llegan sin descanso a través del WhatsApp, sin ir más lejos. Pero es peor: cuando atiendo alguna obligación, incluso durante el trabajo, siento que estoy desatendiendo otras. Bajo el asedio de un ecosistema de comunicación fuera de escala humana, la espada del multitasking se me clavó hondo. No importa cuánto hagamos, siempre estamos en falta. La tecnología digital cambió nuestro entorno y ahora, insensiblemente, nos está cambiado a nosotros.La incógnita es si vamos a ir resignando parcelas de experiencia individual, subjetiva –nuestro propio diálogo con la existencia–, a medida que nos recostamos en las respuestas de los chats de la inteligencia artificial. La invitación es irresistible: al módico precio de resignar contacto con el entorno, se nos ofrece el mundo, el acumulado de sabiduría que la humanidad ha destilado a lo largo de los siglos, a la distancia de un clic. De la nube, directo al consumidor. Esta forma de conocimiento será menos dolorosa, además, pues la pantalla suaviza las asperezas de la vida.Los chats inteligentes limitan la interpretación de la realidad a lo ya dicho y escrito, cuando el mundo es una interrogación siempre abierta que se renuevaEstamos ante un cambio de sensibilidad de aquellos capaces de marcar el tránsito de una civilización a otra. En su libro A otra cosa. El arte como modo de superar la dispersión en la era de Internet, Sven Birkerts cita a Kevin Kelly, el fundador de la revista Wired, y su idea de una biblioteca digital universal, que gracias a la IA se transforma ahora en una mente colectiva que “piensa” con determinadas jerarquías. “Para Kelly –dice Birkerts– el futuro consiste en acercarse cada vez más a la experiencia humana unitaria e interconectada; lo opuesto al individualismo subjetivo en derredor del cual se ha erigido gran parte de nuestra cultura occidental posterior al Iluminismo”.Un reparo a la idea de Kelly: por definición, la experiencia es individual y subjetiva. Precisamente, esa imposibilidad que los humanos tenemos de compartir con el otro lo que nos produce el roce con la vida y sus misterios es lo que mantiene viva la llama del arte: aunque la experiencia es intransferible, la imperiosa necesidad de compartirla ha dado novelas, pinturas y obras musicales en las que, sin embargo, nos reconocemos. Entonces, ¿hay posibilidad de una experiencia que no sea subjetiva? Habrá que encontrarle otro nombre al encuentro con ese cúmulo de experiencia humana alojada en la nube, ya objetivada y fija, administrada al gran cuerpo eléctrico según las jerarquías automáticas que establece el algoritmo.Hasta mis alumnos de periodismo, de una generación nacida digital, están preocupados con la IA. ¿Hasta dónde va a escribir por ellos? Podría decirles, con Henry Miller, que las palabras de nada sirven si el espíritu está ausente. Pero elijo el fragmento de un poema de Wallace Stevens que Birkerts cita en su libro: “Veinte personas que cruzan un puente y entran a un pueblo son veinte personas que cruzan veinte puentes y entran en veinte pueblos”.Articulados y todo, los textos de los chats de IA son experiencia vieja convertida en dato. Sin embargo, lo que confiere significado al dato es el contexto en el que lo inscribimos, operación que cada periodista (cada ser humano) hace munido de su propio conocimiento y su background. La física cuántica explicó que el observador observa, pero es parte del sistema y su ojo modifica lo observado. Veinte puentes, veinte pueblos. Y veinte caminantes. Cada cual importa.Sospecho que, usados en las tareas equivocadas, los chats inteligentes neutralizan la creatividad humana y la limitan mediante un sistema automatizado de referencias dadas. Regurgitan lo viejo. Limitan, en suma, la interpretación de la realidad inagotable a lo ya dicho y escrito, cuando el mundo es una interrogación siempre abierta que se renueva de generación en generación.Me compré el libro de Gary Snyder durante aquel mismo viaje, en San Francisco. Y en estos días lo tomé de mi biblioteca por pura intuición, tal como lo elegí en esas tardes de lluvia que pasaba en la biblioteca pública de Toronto. Cada tanto lo agarro y, al releerlo, me dice cosas nuevas. Ignoro si habría llegado a él conducido por los algoritmos inescrutables, pero cuidadosamente calibrados, del ChatGPT.  Opinión 

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