Para qué hablar​

Alina Soboleva sostiene a Murchik, su gato. Dibujan, entre los dos, algo así como una burbuja de confianza; el cuerpo de la niña acuna el cuerpo de la mascota: dos calores, dos pieles, dos ritmos se sostienen mutuamente. No sabemos quién es el hombre que aparece al fondo de la foto (¿algún familiar?), pero sí lo que Svitlana, abuela de Alina ubicada en un discreto fuera de campo, le contó al fotógrafo. Hubo un bombardeo en la ciudad de Izium. Alina, que solo lleva nueve años habitando este mundo, vio cómo una confusa masa de fuego y metralla se abatía sobre el patio de su casa. Vio, además, a su madre y a su otra abuela arder, deshacerse, morir bajo esas llamas. Desde ese día, algo en ella decidió retirarse. Ahora Alina descansa en el universo cálido, blando y silencioso de Murchik. Para qué hablar, si la única especie capaz de la palabra no puede brindarle más que infierno.

​ Alina Soboleva sostiene a Murchik, su gato. Dibujan, entre los dos, algo así como una burbuja de confianza; el cuerpo de la niña acuna el cuerpo de la mascota: dos calores, dos pieles, dos ritmos se sostienen mutuamente. No sabemos quién es el hombre que aparece al fondo de la foto (¿algún familiar?), pero sí lo que Svitlana, abuela de Alina ubicada en un discreto fuera de campo, le contó al fotógrafo. Hubo un bombardeo en la ciudad de Izium. Alina, que solo lleva nueve años habitando este mundo, vio cómo una confusa masa de fuego y metralla se abatía sobre el patio de su casa. Vio, además, a su madre y a su otra abuela arder, deshacerse, morir bajo esas llamas. Desde ese día, algo en ella decidió retirarse. Ahora Alina descansa en el universo cálido, blando y silencioso de Murchik. Para qué hablar, si la única especie capaz de la palabra no puede brindarle más que infierno.  Cultura 

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