Naturalista. Pasó de las finanzas a la permacultura y dice: “El veganismo es una ridiculez”​

El amor incondicional de Margarita Palatnik a la naturaleza no fue, ni por asomo, a primera vista. Por el contrario, ya a los tres años, cuando las visitas que llegaban hasta el tambo familiar de Canelones en el que vivía se empezaban a ir, era común que enfilara hacia los autos y se trepara a alguno para tratar de marcharse a la ciudad.

“A pesar de mis resistencias –admite ahora, a sus 57 años, rodeada por sus nueve perros–, de aquella época guardo recuerdos fabulosos, como vivir trepada en alguna de las 136 higueras que había allí o escaparme a la hora de la siesta y comer tomates en la huerta”.

Margarita Palatnik tuvo vidas muy variadas antes de volverse una activista de la permacultura y ser feliz en medio de su chacra en Camino Medellín, en las profundidades rurales de Manantiales, en un otoño esteño de cielos más encapotados que soleados. Allí organiza visitas guiadas para mostrar cómo funciona el ecosistema y se encarga de armar jardines más naturales para sus clientes.

Una vida atravesada por tres íconos populares: su bisabuelo hospedó a San Martín, el abuelo fue ministro de Perón y él atendió a Maradona

Antes vivió en Montevideo, Madrid, Nueva York, San Pablo y Kas (Turquía). En ese periplo sin orden, tocando también distintos puntos de Europa, vendió desde baratijas en la calle y trabajó en una tienda hasta que devino, sin proponérselo, periodista del Wall Street Journal y de Dow Jones Newswires, antes de convertirse en el factor clave que multiplicó varias veces las dimensiones de Mar Abierto, la conocida casa de decoración de su madre, Mirtha Fernández, en Punta del Este.

Aunque también heredó de su padre ucraniano, Bension Palatnik, dueño de una exitosa agencia de publicidad en la capital uruguaya, el don de la creatividad. “En los veranos pasaba un tiempo con ella y otro tiempo con él –recuerda– y los dos manejaban cosas que tenían su atractivo para mí: una, el comercio; el otro, el mundo de las ideas y la redacción. Agradezco que hoy en día tengo maneras de aprovechar y de manifestar todo eso”.

Jugando con la máquina de escribir de la secretaria de su padre aprendió a leer y escribir. Años más tarde, cuando él llegaba muy tarde por la noche de trabajar, mientras cenaba, le hacía traducir en voz alta del inglés las notas de The Economist, ejercicio que después resultaría clave para que la tomaran en el equipo de lanzamiento del WSJ en español.

–¿Por qué te fuiste y por qué volviste a Uruguay?

–Me crie en plena dictadura. Era un Uruguay trágico. Ser joven en esa época era una condena. Y yo era muy rebelde al sistema escolar. Era ingobernable. Quería irme de acá, no entendía este lugar y me sentía incomprendida. Desde los doce años soñaba con emigrar y a los veinte emigré. Estuve veinte años afuera. Cuando volví a Uruguay, en 2008, venía de una Turquía casi rural, de un pueblito mínimo en la costa del Mediterráneo. Dos veces por semana iba a la feria de productores que tenían productos de una calidad tan impresionante que cuando llegué acá y tuve que ir al supermercado me dije: “Esta porquería yo no la voy a comer” y ahí empecé con la ensalada caprese, el tomate y la albahaca.

–¿Sos vegana?

–-El veganismo para mí es una ridiculez que proviene de una falta de educación. Somos seres vivientes que evolucionamos durante millones de años comiéndonos unos a otros. Es así, tengan ojitos o no. Lo que sí objeto muchísimo son las prácticas de crueldad animal. Soy una gran publicitaria de las prácticas regenerativas que incluyan a la ganadería y a todas las formas de vida. Veo en el veganismo una gran falacia porque excluye miles de formas de vida al depender de la agricultura exclusivamente. Como se practica hoy, la agricultura es matar todo lo que hay: agarrás un sistema vivo, lo matás todo y ponés una plantita. De ahí viene la hamburguesa de soja del señor vegano. Es lo más cruel porque es la matanza de todo el resto.

–¿Y de los vegetarianos qué pensás?

–Me importa un pito. Yo creo en comer la proteína animal, que es la mejor calidad de proteína que podemos comer como seres humanos y que es la que precisamos, sobre todo las mujeres.

–Los rioplatenses a veces nos pasamos de rosca con la carne…

–Puede ser. Eso obedece a otras faltas de cultura, por ejemplo, no saber comer hortalizas o pescados. Cuando me vine a vivir acá y hacía un asado en la parrilla con varios cortes de carne, salchichas y chorizos, también agregaba seis tipos de verdura. La gente se burlaba y me preguntaba si era vegetariana. Ahora eso está cambiando. Mi posición es que la naturaleza es una y no tenemos que estar diciendo “Esto sí; esto no”.

La permacultura es el estudio de la naturaleza, cómo funciona y aplicarlo para los fines que estemos buscando, sean los que sean

–¿Qué es la permacultura?

–Tiene muchas definiciones. Una es ecología aplicada. El estudio de la naturaleza, cómo funciona y aplicarlo para los fines que estemos buscando, sean los que sean. El más obvio es empezar por cultivar tu propia comida. Hay un foco de atención de la permacultura en el cultivo del alimento propio. Otra manera de mirarla es como un sistema de diseño holístico, porque piensa desde el cielo hasta el suelo que pisás. La permacultura empezó en Australia, en los años 70. Toma lo más básico: la topografia del lugar, cómo circulan los vientos preponderantes, qué agua hay y cómo se mueve en tu predio, las temperaturas, los asoleamientos, por dónde transita el sol en invierno y en verano, que según la estación viene en direcciones opuestas. Todo eso es lo principal para poder actuar sobre un terreno, sea de 300 metros o de 600 hectáreas.

–Fuiste criada en un tambo que está concentrado en una sola actividad productiva. ¿Tenés alguna objeción a eso?

–Para proveernos nuestros alimentos tenemos que tratar de ser lo más humanistas posible. A un tambo industrial de seis mil vacas donde están estabuladas todo el año y que les pasan una bandejita con la comida, le digo que no. Obviamente, ese producto tendrá problemas, va a ser alimentariamente pobre y de menor calidad.

–¿Preferís, entonces, más las pymes que las grandes industrias?

–También de eso se trata la permacultura: la medida y una escala que sea más manejable y no industrial.

–¿Qué te hizo desembarcar en la permacultura?

–Me fui inventando vidas. Era una mujer joven con mucha energía sola contra el mundo. Fueron años fascinantes y divertidos. Amo trabajar, pero no sirvo para hacerlo en relación de dependencia y eso era un conflicto todo el tiempo.

–¿Cómo lo resolviste?

–Un día me dije: “Ya está: me voy a convertir en la compradora de Mar Abierto”. Yo ya había viajado, acompañando a mamá, a Indonesia y Filipinas. Hemos tenido años en que producimos en Uruguay y otros que no. El asunto era crear un mercado, pero era 2001 y estaba todo fundido y patas para arriba. Ella tenía una tienda tan chica que hasta hacía el café. “Hagamos que crezca y que yo tenga ese rol”, le dije. Alquilé un lugar gigantesco en la península. Le di toda la plata que tenía a mi madre y me quedé con 10 mil dólares. Quería tener mi año sabático, después de veinte años en que me había matado trabajando miles de horas. Y pensé: “O nos fundimos, y nunca más lo voy a poder hacer, o me quedo embarazada, o conozco alguien, me sale un hijo de repente. Yo ya tenía treinta años. Es ahora o nunca. Me fui a visitar amigos por Europa, llegué a Estambul, seguí viajando y encontré un pueblo que me pareció divino. Hice amigos en tres días, empecé a tomar clases de turco. Tuve un marido durante veinte años y yo ayudaba a mamá en la temporada. Soy culpable de la expansión de Mar Abierto y llegamos a tener tres locales, con una facturación ocho veces que la que tenía mamá y generé mi puesto de compradora. Viajaba desde Turquía a Oriente y a las ferias de Europa.

–¿Cuándo decidís volver para quedarte?

–Turquía se puso medio feo cuando ganó Erdogan. Cuando llegué había muchos ingleses y turismo israelí, lo cual quiere decir que era muy tolerante. Con Erdogan se fue todo al diablo, empezó a empeorar y hubo algunos incidentes respecto a mi persona por extranjera y tener apellido judío. Era el momento de volver.

–¿Cuándo estalla tu parte naturalista?

–Empezó en Nueva York. Me compré un apartamento en planta baja e hice un jardín. No había viveros y yo pedía plantas por correo. Fue fuerte eso, como un despertar. Después, ya en Turquía, lo que no me gustaba es que no tenía un jardín por su clima árido. Me empezó a molestar que durante ocho meses el cielo siempre estuviese azul. Me sentía rara y preguntaba cuándo iba a llover. Era todo piedra y yo pensaba en plantas todo el día.

–Vivimos en una era muy productivista, en la que a la tierra hay que sacarle el máximo rendimiento. ¿Cómo te oponés a eso y que a la vez te cierren los números?

–Lo que tiene de maravilloso la permacultura es que podés elegir ganarte la vida o generar tu sustento de muchísimas maneras sacando algo o no de la tierra. También te pone en otra perspectiva sobre cuánto es suficiente y necesario. Estoy rodeada de gente que tiene miles de millones en el banco y miles de millones de hectáreas y que igual se siente obligado a sacarle y sacarle lo máximo a cada hectárea. Con la permacultura metés todo eso en la licuadora y te olvidás; tenés otra perspectiva. La agricultura, como se la ha practicado en los últimos setenta años, destroza la tierra, mata todo. A mí, la permacultura me afectó en todos los órdenes de la vida. Yo que quería Mar Abierto gigante, con sucursales en San Pablo y en Buenos Aires, me hizo que todo eso se invirtiera. Empecé un proceso de repliegue. Teníamos tres locales, 23 empleados, dos camiones, una camioneta, un depósito.

Hasta que me convencí de que Mar Abierto debía ser un kiosco de lujo y en vez de traer doce o trece containers de muebles, me iba a dedicar a cosas chicas. No hay que perder la dimensión de la escala humana, que esté a tu alcance, que puedas manejar. Un día vino mi contador y me mostró el balance, hizo una raya con marcador rojo debajo de un número, que era medio millón de dólares, lo que yo pagaba de mano de obra por año, en sueldos y cargas sociales, mientras que yo no veía medio millón de dólares nunca. ¿Qué sentido tenía que hacía muchos años yo no pudiera dormir por manejar ese monstruo? Ahí dije: “Se acabó”. Fue hace ocho años, estaba en un cafecito y ahí empecé el proceso de girar el Titanic.

–¿Antes de chocar con el iceberg?

–Lo giré a tiempo. Fue un proceso doloroso y oneroso porque tuve que despedir a 23 personas, yo no me siento obligada a darle trabajo a nadie. Si estás más cerca de la tierra, es difícil que no tengas trabajo y alimento. Hoy sigo teniendo Mar Abierto con cosas importadas que han transitado miles de kilómetros, pero en todo lo que hago trato de aplicar lo que en permacultura se llama “auditoría energética” para tratar de disminuir el gasto de combustible. Yo me salí del negocio de los muebles hace seis años. Nosotros no equipamos más. No quiero estar vinculada con aquellos a los que no les importa nada de nada, gente horrible con la que no quiero ni trabajar.

–¿Por qué abogás tanto por las plantas autóctonas?

–En lo posible hay que usar plantas autóctonas que mejor cumplan la función que uno esté buscando. Lo que pasa es que en tanto en Uruguay como en la Argentina ha habido cero uso de plantas autóctonas en los últimos cien años.

–¿Cuál es la razón?

–Es un tema cultural, porque somos unos colonizados mentales: “¡ay, los rosales!; ¡ay, las hortensias!” y no hay un jardín con una planta autóctona en todo el país. Cuando combinás esa cosa cultural con lo que se vive hoy en día por el cambio climático, de desaparición de hábitats, cuando todo se convierte a la agricultura y a la ganadería, que destroza todo, las plantas van desapareciendo, incluso las que le dan sustento a tal bichito o a tal ave que también empiezan a desaparecer. Todo eso me molesta y me importa mucho. No me importa la gente, sí me importan todas las voces de la naturaleza que no tiene quien la defienda y que está en asedio constante por parte de nosotros.

–Punta del Este es un lugar con jardines y parques muy inspirados en los modelos europeos.

–Son trágicos los jardines de Punta del Este. No tienen una planta autóctona y todo está dominado por el pinar, que es una presencia exótica con consecuencias nefastas para el entorno natural y las personas, porque el pino se cae arriba de las casas. El pino cae, cae y cae, pero está santificado en la ordenanza municipal que te obliga a tener tantos pinos por terreno.

–Frente a eso, ¿cuál es la opción?

–Tenemos que crecer, desarrollar un paladar de adultos y no estar todo el día empalagados de hortensias y rosas. Empezar a apreciar y ver la belleza en las cosas naturales.

–¿Un poco más selvático?

–Más silvestre, yo cultivo y trabajo mucho el pastizal. Hay que hacer coincidir el punto óptimo ecológico con el punto óptimo de atractivo visual y estético. Mi trabajo es llegar a desarrollar esas formas para satisfacer al marido de la clienta, porque las mujeres tienen una conexión que fluye más naturalmente con la naturaleza y los hombres ven más la mugre y la desprolijidad.

No se mide ni se le pone precio económico a todos los bienes de uso común que nos brinda la naturaleza. No contabilizan el costo ecológico nunca

–¿Cómo hacer el switch para que lo que es bueno para la naturaleza nos termine gustando?

–La clave es tener un poco de paciencia. Hay que atravesar todo un proceso para que quede lindo. Yo acá no trato de que quede lindo. No es mi principal objetivo lo estético. Una de mis principales clientas me dio un poco de rienda suelta en su chacra y me dediqué a trabajar la pradera porque ¿qué es lo que pasa? Tienen cinco o seis hectáreas de césped y eso es lo que no puede ser porque es un espanto para la naturaleza al excluir cientos de especies vegetales que excluyen también a los animales e insectos que se alimentan de esas especies vegetales. Es muy violento eso. Entonces me dediqué a trabajar una pradera natural mejorada, pero por motivos estéticos le incluyo alguna especie que no esté presente naturalmente para que le dé un poquito de rock and roll. Eso requiere tiempo y en lo natural el tiempo se mide en años, no en semanas. No tenemos la cultura de respetar los tiempos de la naturaleza. “Está feo”, me decía mi clienta, y yo le decía: “Va a estar más feo todavía, después se va a estabilizar y se va a poner más lindo”. Ahora puso unas fotos de su pradera renaturalizada en su chat.

–¿Por qué decís que no hay que quemar hojas?

–Jamás, porque las partículas son tóxicas y ultracancerígenas, quedan en el aire, pasan al agua y son para siempre. Los fuegos de materia orgánica a cielo abierto tienen efectos dantescos.

–¿Qué hacer entonces con las hojas secas?

–Las compostás. Los ingleses hacen esculturas con la materia orgánica.

–¿Qué hay con la construcción?

–No para y no para en lugares donde ya es criminal. La construcción de la franja costera es dantesca y espantosa, con consecuencias muy palpables. Hay gente que cree que lo que es malo para el medioambiente no nos toca, pero las tormentas que hemos tenido en los últimos años, con olas que entran en edificios, ya son nuestra realidad y, aún así, seguir queriendo construir adentro de la playa me parece un desquicio y amoral de parte de quien lo quiera hacer.

–Los políticos que lo permiten, ¿no tienen formación?

–No tienen sensibilidad. Los datos los tienen en Maldonado, pero el único bien considerado a nivel político es la cantidad de empleos, pero ¿qué tipo de empleos? porque si es para detonar de por vida generacionalmente la franja costera, entonces que haya menos empleo. No creo que tenga que ir por ahí.

–¿Por dónde creés que debería ir, ya que la gente en algo tiene que trabajar?

–Haciendo cosas más amigables con la naturaleza. En vez de poner un ladrillo arriba del otro, restaurar montes. Podríamos estar subvencionando eso, en vez de hacerlo con estos delincuentes que están construyendo un hotel dentro de la playa con nuestro bien natural. Lo que pasa es que no se mide ni se le pone precio económico a todos los bienes de uso común que nos brinda la naturaleza. No contabilizan el costo ecológico nunca. Suponete que tenés cero sensibilidad por la vida y la ecología, que tenés solo sensibilidad por la plata, pero toda esa construcción afecta la dinámica de los vientos y del agua. Por lo tanto, te va a dejar sin playa. Andá a Piriápolis si querés ver lo que va a pasar. Hasta desde ese punto de vista es ridículo. El cortoplacismo es patológico. La gente hoy en día exalta la conveniencia, como que lo fácil es el bien mayor. No lo es. Hay que comerse el garrón de algo que sea menos conveniente, pero que sabemos que es menos maligno.

–¿Qué le decís a la agricultura y a la ganadería?

–Que sean regenerativas, poner el foco en el mejoramiento del suelo. Una vez que sucede eso todos los agroquímicos salen por la ventana, el costo de los insumos baja considerablemente porque se gasta menos combustible para el tractor, no se compran más pesticidas ni fertilizantes químicos ni glifosato, ni nada de eso. Entonces todo ese costo desaparece del balance y se empieza a trabajar en mejorar el suelo. “Hay que alimentar el mundo” es la gran falacia en la que se apoya toda la agroindustria. No hay que alimentar al mundo. Nos tenemos que alimentar nosotros y tiene que ser de la cercanía de dónde y cómo te alimentás.

–¿Qué es el “paisaje comestible”?

–Dentro de tu paisajismo, ya sea en una chacra, en un jardín o en un balcón, que se incluyan especies comestibles. A la gente le horroriza, pero es lo más lógico que te puedas imaginar, práctico y económico. Hay clientes míos que ponen la huerta detrás de una empalizada para que no se vea, cuando tiene que ser parte del jardín. Con la magia de que salís, agarrás y te comes algo. Yo lo hago desde hace quince años y no me dejo de maravillar.

–En Maldonado se prioriza el negocio de la construcción, pero también hay otro tipo de gente.

–Sí, Maldonado es muy especial. Acá hay una sensibilidad que yo diría que es mayor por el tipo de gente que busca vivir acá, que prioriza algo en detrimento de otras cosas. Vivir acá no es para el que dice: “¿No te aburrís en invierno, no hace frío?” Para vivir acá tenés que tener vida interior, no estar buscando que te distraigan. Tenés que ser capaz de crear tu propio entretenimiento o lo que fuera y la naturaleza te tiene que importar, porque ahí está lo que tenemos.

–¿Cuál es tu misión en la vida?

–Hice muchas cosas y tuve una vida muy plena con éxito en todo lo que hacía, pero un día descubrí que tenía una misión. No fue hace tanto. Esa misión es plantar árboles, llevar naturaleza y biodiversidad a todos los rincones que yo pueda.

​ La uruguaya Margarita Palatnik defiende la flora nativa y declara: “No me importa la gente, sino la naturaleza que no tiene quien la defienda”  Conversaciones de domingo 

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