Masacre en el palacio. La noche de furia del príncipe Dipendra y la masacre que cambió la historia de Nepal​

Katmandú, 1 de junio de 2001. El reloj marcaba poco después de las siete y media de la tarde cuando los invitados comenzaron a acomodarse en el Tribhuvan Sadan, el edificio de recepciones del Palacio Real de Narayanhiti. No era una velada excepcional: la familia Shah acostumbraba a reunirse allí una vez al mes. Esa noche se sentaban a la mesa más de veinte miembros de la realeza, entre ellos el rey Birendra Bir Bikram Shah Dev, de 51 años, venerado como una encarnación terrenal del dios Vishnú, su esposa, la reina Aishwarya, sus tres hijos -Dipendra, Shruti y Nirajan-, además de tíos, primos y consortes. El ambiente, al menos en apariencia, era el de una reunión familiar marcada por las rutinas de la monarquía.

Pero el clima político del país estaba lejos de ser apacible. Nepal transitaba desde hacía cinco años una guerra interna con la insurgencia maoísta, que ya había dejado miles de muertos en las zonas rurales. El prestigio del rey Birendra era, en gran medida, el cimiento que sostenía la estructura política de la monarquía constitucional instaurada en 1990. Afuera del palacio, el pueblo aún lo veía como símbolo de estabilidad en medio del caos. Adentro, sin embargo, las tensiones familiares y las presiones sobre el heredero venían gestando una tormenta.

Ese heredero, el príncipe Dipendra, de 29 años, educado en Eton College y con estudios en la Universidad de Harvard, cargaba sobre sus hombros la expectativa de un futuro reinado. Dipendra deseaba casarse con Devyani Rana, una joven aristócrata de la élite nepalí e india. Esta fijación se había transformado en el punto de fricción central con su madre. Aishwarya veía en esa unión un peligro político: la familia de Devyani pertenecía al poderoso clan Rana, enemigo histórico de los Shah, y además existían recelos por su origen indio y por cuestiones de casta. La reina le había dejado claro a su hijo que, si persistía en esa relación, debería renunciar al trono.

En esa mesa, bajo la aparente solemnidad de un encuentro real, se cruzaban viejos resentimientos y disputas íntimas que estaban por desbordar.

En el salón principal, el príncipe Dipendra no pasó desapercibido. Vestía ropa informal y se movía con una mezcla de nerviosismo y desgano. Se sirvió whisky (su bebida habitual) y encendió un cigarrillo cargado con hachís, según luego declararía el personal de palacio. El informe oficial llegaría a hablar incluso de tabaco mezclado con opio. Algunos testigos aseguraron que parecía alterado; otros, en cambio, insistieron en que no estaba borracho porque no había encontrado la botella de su whisky favorito. Versiones cruzadas que nunca llegaron a investigarse debidamente.

La conversación derivó pronto en el tema que nadie podía evitar: su insistencia en casarse con Devyani Rana. Fue la reina Aishwarya quien alzó la voz y con tono duro, le recordó que la familia no aceptaría esa unión. Dipendra reaccionó con ademanes violentos, respondió con frases cortantes y, en un momento, golpeó la mesa. El rey Birendra, habitualmente sereno, intervino: lo reprendió delante de todos y le ordenó a sus primos y a su hermano menor, Nirajan, que lo acompañaran hasta su habitación.

El príncipe obedeció a regañadientes. Subió las escaleras, entre insultos y quejas, y se encerró en sus aposentos. Allí realizó tres llamadas telefónicas a Devyani. Quienes reconstruyeron esos diálogos coinciden en que la joven le suplicó calma, que no se dejara arrastrar por la furia. Dipendra le respondió que, si no conseguía casarse con ella, prefería matarse.

Mientras tanto, en el salón, la reunión continuaba en un ambiente cargado de tensión, pero sin sospechas de lo que estaba por venir.

Alrededor de las 21, el sonido de pasos en la escalera interrumpió la calma tensa del salón. Era Dipendra, pero ya no era el mismo que se había retirado minutos antes. Vestía el uniforme de combate que usaba en sus entrenamientos militares. En sus manos llevaba un fusil israelí. Colgado del hombro, un fusil de asalto estadounidense, variante del M16, y en la cintura, una pistola.

Entró directamente en la sala. Testigos recordaron que lo primero que hizo fue disparar hacia el techo, una advertencia que quebró cualquier duda: la reunión podría terminar de la peor manera. Segundos después giró hacia su padre, el rey Birendra, y le disparó. “¿Qué hiciste?”, alcanzó a preguntar el monarca, aún de pie, antes de desplomarse herido de bala.

El príncipe abrió fuego en ráfagas. Los cuerpos comenzaron a caer uno tras otro. La princesa Shruti, de apenas 24 años, que había intentado refugiarse tras una mesa, fue alcanzada. El joven príncipe Nirajan, hermano menor de Dipendra, intentó interponerse entre su madre y el fusil. “No lo hagas, matame a mí si querés”, suplicó. La súplica no tuvo eco: recibió múltiples disparos, hasta 17 impactos según algunos reportes.

En medio del caos, los invitados buscaron escapar. Algunos rompieron ventanas y se arrojaron al jardín. Otros se escondieron detrás de los muebles, paralizados por el estruendo. El palacio, rodeado de muros altos, impedía que los guardias de la escolta intervinieran con rapidez.

El príncipe no parecía actuar al azar. Sus ráfagas alcanzaban a quienes consideraba responsables de su humillación: sus padres, sus hermanos, sus tías. En cuestión de segundos, una familia real venerada desde hacía siglos quedó reducida producto de la masacre.

Los disparos todavía rebotaban en las paredes del Tribhuvan Sadan cuando la reina Aishwarya decidió enfrentar a su hijo. En medio del humo de pólvora, lo increpó a los gritos. Algunos sobrevivientes recuerdan que le exigió que detuviera la masacre, que bajara el arma de inmediato. Dipendra, implacable, apuntó y disparó. La reina cayó abatida.

El príncipe Nirajan, ya herido, intentó acompañarla. Alcanzó a correr hacia su madre, pero fue derribado por otra ráfaga. Cerca de ellos, el príncipe Dhirendra, hermano del rey, se aproximó con las manos alzadas. “Dejá esa pistola, no hagas más daño”, le imploró. La respuesta fue otro disparo: cayó gravemente herido y moriría poco después en el hospital.

Los que lograron escapar hacia los jardines buscaron refugio tras arbustos y muros. Algunos oyeron un silencio súbito: Dipendra, tras ejecutar a sus padres y hermanos, caminó unos metros, levantó su pistola y se disparó en la cabeza. El proyectil no lo mató de inmediato. Quedó tendido en el césped, respirando con dificultad, en estado de coma.

Todo había durado menos de tres minutos. Tres minutos de fuego en los que nueve miembros de la realeza de Nepal perdieron la vida y varios más fueron heridos.

Cuando cesaron los disparos, el silencio resultó aún más aterrador. Solo se oían los gemidos de los heridos y el llanto de quienes habían logrado esconderse. La noticia de que el príncipe heredero yacía en el césped con un tiro en la cabeza sumió a todos en la confusión.

La lista oficial de muertos se conoció al día siguiente: el rey Birendra, la reina Aishwarya, sus hijos Nirajan y Shruti, además de dos hermanas del monarca, un hermano, un cuñado y una prima. En total, nueve miembros de la familia real. Sobrevivieron pocos: Dipendra, en coma tras dispararse a sí mismo, fue proclamado rey hasta morir tres días después; Gyanendra, el tío de Dipendra, ausente esa noche, asumiría el trono; su esposa Komal quedó gravemente herida; su hijo Paras tuvo lesiones leves; y algunas princesas escaparon con vida. La tragedia dejó a Nepal con una familia real diezmada, un monarca en coma y un pueblo que amaneció incrédulo, entre el duelo y las preguntas.

El gobierno interino, ya bajo Gyanendra, formó una comisión de solo dos miembros: el presidente de la Corte Suprema y el de la Cámara de Representantes. En menos de una semana concluyeron que Dipendra, bajo los efectos del alcohol y drogas, había actuado solo.

El informe ofrecía un cuadro simple: una discusión familiar, exceso de alcohol, el príncipe en uniforme militar que dispara contra todos. No había pruebas de terceros: las vainas halladas eran de sus armas. Pero la rapidez y la falta de peritajes externos encendieron las sospechas. El palacio permaneció cerrado durante horas, el Reino Unido ofreció ayuda forense y fue rechazada, y poco después, el Tribhuvan Sadan, el pabellón dentro del palacio de Narayanhiti donde ocurrió la masacre, fue demolido tras la investigación oficial.

El 2 de junio, apenas horas después de la masacre, los cuerpos del rey, la reina y los demás miembros de la familia fueron incinerados públicamente en el templo de Pashupatinath. Miles de personas se agolparon en las calles de Katmandú, muchas llorando, otras increpando a la policía y exigiendo explicaciones. El humo de las piras se mezclaba con el desconcierto.

El país quedó paralizado. Durante varios días se decretó toque de queda, se reprimió a periodistas y se persiguió a quienes difundieran versiones alternativas.

Mientras tanto, el heredero convertido en regicida seguía conectado a un respirador. La Constitución era clara: Dipendra era rey desde el momento de la muerte de su padre, aunque estuviera en coma. Así, Nepal tuvo un monarca inconsciente durante tres días. El 4 de junio, al confirmarse su muerte, fue coronado Gyanendra.

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