Mariano Lovardo: con un detector de metales descubrió naufragios, encontró los restos de un barco de Napoleón y un cañón que disparó en Trafalgar

A principios de los 80, Mariano Lovardo tenía “veintipico”, era incansable, soltero y curioso, y se dedicaba a la gastronomía. Un día, como improvisando un divertimento para el verano —iba a la playa de Punta del Este, en donde tenía una casa—, decidió comprar un detector de metales. No compró un juego de cartas ni un Buraco ni un tejo. Compró eso: un detector de metales. “Me dije, ‘esta es una buena idea para la playa, porque seguramente encuentre cosas que pierde la gente’”, cuenta con humor.
Tenía razón: encontró llaves, “toneladas de llaves”. Un día, con la misma intención, decidió llevar a su sobrino, que entonces tenía 15 años, bajo la consigna de recorrer cada centímetro de la costa. Buscar y encontrar. “Lo increíble es que las tres primeras señales que tuvimos con el detector fueron objetos de oro. Así que, empezando así, nos picó el bichito, ¿viste? Fue una cosa increíble, inimaginable”, recuerda.
Cada uno usaba un detector. Lovardo había leído el manual, calibró uno para Federico, su sobrino, que enseguida se puso a buscar. Lovardo seguía calibrando el suyo. “Me llama y me dice ‘che, Mariano, ¿esto es oro?’. Voy a ver, y efectivamente, era oro”, relata. Enterrado, había un dije con la letra G, de oro y brillantes, marca Cartier. La primera señal.
La situación se repitió: mientras seguía calibrando su detector, de nuevo escuchó que lo llamaban, esta vez, por una cadenita de oro que tenía una medalla: tenía grabado un nombre, “Eduardo”, y una fecha, que no recuerda. “Esto va a ser increíble”, se dijo, y arrancó él su recorrida. Llegó la tercera señal: una esclava de oro.
Después iban a llegar descubrimientos más imponentes, más maravillosos. Pero eso sería más adelante. Primero aparecieron los más obvios, las monedas que perdían los turistas en la playa. Predominaban de Uruguay, Brasil, Argentina y Paraguay. Algunas tenían entre 20 y 30 años, y ya no estaban en circulación. Otras todavía podían usarse. Empezó a separarlas. Las “viejas” las guardó, las que se podían usar, las usó. Llevó apuntes de todo lo que encontraba. “Hoy tengo cinco barriles con 10.000 monedas en cada uno. 50.000 monedas en total”, detalla.
Miles de kilos de plomada de pesca. Miles de llaves. Miles de cosas. Así lo cuenta. “Entre todo eso, a medida que fue pasando el tiempo y fui recorriendo la playa, empecé a encontrar cosas mucho más antiguas de lo usual. Monedas, sí, pero españolas, del siglo XVII y XVIII. Como yo iba anotando todo, de a poco se fue armando un mapa, una especie de plano de distribución de los hallazgos, que significaba algo: indicaba por qué en algunos lugares determinados de la playa había ciertas cosas y en otros, no”, cuenta.
Se centraba en Playa Mansa, que abarca Punta del Este y la ciudad de Maldonado, en la costa del Río de la Plata. Era lógico, dice, que ahí hubiera monedas españolas antiguas, de la época del Virreinato, cuando Argentina y Uruguay conformaban las Provincias Unidas del Río de la Plata. “La playa de Maldonado siempre fue un fondeadero natural, donde los barcos entraban, se refugiaban de tormentas y buscaban leña, agua dulce. Era la explicación de que los hallazgos estuvieran más concentrados. Con el tiempo, la repetición de ir y venir siempre durante 30 o 40 años con el detector de metales, y de haber anotado y registrado dónde se producía cada hallazgo, empezó a tomar coherencia: ahí había naufragios”, explica.
El naufragio del Consolateur
Lovardo narra la historia. Empieza con el encuentro de unas monedas de plata que tenían una característica particular: habían sido sometidas a un fuego intenso durante un breve período. “¿Por qué te digo esto? Porque las monedas están como empezadas a fundir de un lado, y del otro, no. O sea, antes de que se fundiera la moneda, se apagó el incendio. Bueno, una vez encontré una que tenía una N coronada, no era de las monedas usuales que solía encontrar en la playa. Entonces la busqué en los catálogos numismáticos: no era española, no era uruguaya, no era argentina, no era brasileña. Ya no sabía más por dónde ubicarla, hasta que un día me digo, ‘esa N coronada yo la vi en la tumba de Napoleón’. Fui al catálogo y busqué monedas de Francia. Ahí estaba. Eran 10 centavos de la época de Napoleón, en 1807”, continúa.
Después se preguntó algo lógico, algo de curioso: “¿Qué hace esta moneda de Napoléon en medio de todas las otras monedas españolas?”. Investigó. En el mismo lugar había encontrado, también, botones de la marina francesa y de la británica Royal Navy. Los pudo identificar por sus diseños, que, dice, fueron cambiando con los años. Supo que eran anteriores a 1812. “Empecé a indagar y a buscar información de qué podía haber ocurrido en Maldonado entre 1807 y 1812 que involucrara a los franceses con los ingleses”, agrega.
Le escribió a un contraalmirante de la armada francesa de París contándole sobre estos objetos. Recibió, en respuesta, un fax. Era a mediados de los 90, y la tecnología al alcance llegaba hasta ahí. “Mi estimado señor, me parece que acá encontré la información que usted estaba buscando”, recuerda que decía. Esa información estaba en cartas del propio Napoleón, a través de las cuales todo empezó a encajar “como piezas de un rompecabezas perfecto”, dice, todavía con asombro.
Básicamente, la razón de que las monedas francesas estuvieran ahí se justifica por este hecho: cuando el emperador europeo forzó la abdicación de los reyes españoles Carlos IV y Fernando VII, en mayo de 1808, y le entregó la corona española a su hermano, José Bonaparte, el Virreinato pasó a depender de Francia. Ese año, mandaron a la zona un buque, de nombre Consolateur, en el que viajaba Etienne Bernard, marqués de Sassenay. Lo había mandado el propio Napoléon probablemente a exigir lealtad hacia el nuevo “rey” de España.
Lo que pasa después tiene varias hipótesis, pero todas terminan en el encuentro de las monedas en la playa de Uruguay. Según el libro Santiago de Liniers, de Paul Groussac, “el bergantín Le Consolateur, en que se embarcó Sassenay el 30 de mayo de 1808, era un buquecito de mala muerte, endeble y apenas armado, pero bastante velero”. El texto continúa: “En los primeros días de agosto, cuando ya se divisaba la costa uruguaya, un pampero furioso envolvió al Consolateur, arrojándole mar afuera y retardando una semana la arribada a Maldonado”.
A partir de acá hay dos versiones, la inglesa y la francesa, de cómo sigue el episodio. El barco pretendía volver a Francia, pero se vio bloqueado por otros dos navíos ingleses, adversarios muy grandes para que el galo “de mala muerte” pudiera enfrentarlos. Lovardo se adentró en toda esta parte de la historia. “Si escuchás la versión del capitán francés, él tiró el barco a la playa y lo prendió fuego para no rendirlo a los ingleses. Si escuchás la versión inglesa, en los archivos británicos ellos tomaron el barco y lo prendieron fuego para que no se pudieran escapar. La cuestión es que los restos del barco incendiado están en la playa, y los encontré yo”, remarca Lovardo.
No esconde el orgullo, el sentirse, un poco, parte de todo, la historia dentro de la historia.
—¿Recuerda otro objeto que haya encontrado?
—Sí.
Los cañones del HMS Agamemnon
Lovardo encontró, también en la playa y también gracias a ese detector de metales que se había comprado cuando era joven, un cañón de hierro, que, como dice, “no es un cañón más”.
Esa anécdota empieza cuando, en 2017, hizo un curso de fotogrametría subacuática con un grupo de arqueólogos. La fotogrametría es una técnica que toma fotos en 360° a un objeto para superponerlas y crear, a partir de ellas, una imagen 3D. Esta se pasa por un programa de computación que puede imprimirse como si fuera el objeto real, pero sin tener que removerlo y ponerlo en peligro. El curso lo organizó la Nautical Archaeology Society (NAS), de Oxford. Se puso en práctica en la costa de estas playas porque, se sabe, ahí está el naufragio del HMS Agamemnon, un navío británico del siglo XVII que sirvió a la Royal Navy. A este se le había asignado el patrullaje de las aguas en América del Sur, entre el Río de la Plata y Brasil. En junio de 1809, por el mal estado en el que se encontraba, se hundió cuando lo agarró una tormenta cerca de la Isla Gorriti, en la costa de Maldonado. Lo encontraron en 1997.
De hecho, en los medios uruguayos el periodista Andrés López Reilly contaba: “Hace 20 años, el buzo uruguayo Héctor Bado comandó la expedición de rescate del HMS Agamemnon, que participó en la famosa batalla de Trafalgar de 1805 y se hundió en Punta del Este cuatro años más tarde. Del precio de este navío de 64 cañones obtuvo una pieza de artillería que se sabe estuvo en Trafalgar, y otros elementos, como un sueño personal que utilizaba Nelson [el héroe naval inglés Horatio Nelson] para lacrar su correspondencia. El cañón, de 3500 kilogramos, se encuentra actualmente en el Museo Naval del Puerto de Buceo”.
Mucha de la información que está disponible sobre este barco y su naufragio surge de archivos del juicio al que sometieron a su capitán, Jonas Rose, tras el hundimiento. Lovardo cuenta: “El barco tenía tres líneas de cañones de diferentes calibres. Unos de 20 libras, otros de 18 libras y otros más chicos. Estos se rescataron y se llevaron a otros barcos de la flota. Pero algunos no pudieron rescatarse. Algunos, en el proceso del rescate, se terminaron perdiendo del todo. Y este es el caso del que te voy a contar yo”.
Durante el curso de fotogrametría, uno de los arqueólogos propuso buscar los cañones de esta historia. “Entonces, se dividió al grupo de trabajo. Unos fueron a filmar un documental sobre los restos del naufragio propiamente dicho. A un hombre que venía de California y a mí nos encargaron buscar los restos con los detectores de metales”, asegura. Después de una semana en la que no encontraron nada, el curso terminó, “y el asunto del cañón quedó olvidado”.
Pero no para Lovardo, que pidió autorización a la Comisión Nacional de Patrimonio para seguir la búsqueda. Le dieron un chaleco naranja, fue a la isla, y en poco tiempo, su equipo detectó el metal bajo la arena. No lo excavó, pero hizo marcas que mostraban que ahí, enterrado, había un objeto de cerca de dos metros de largo. Dio el informe: “Para mí, acá hay un cañón apuntando al sur”.
Tardó veintiún días en acercarse de nuevo, con profesionales, a hacer la excavación. No pudieron hacerlo antes por un temporal que azotó la playa. Evoca el momento: “Cuando voy ya con la pala y con todo preparado, cámara de fotos, trípode para fotografiar todo el procedimiento, llego y me encuentro que la tormenta se había llevado toda la arena, y el cañón estaba a la vista”. Este resultó ser uno de esos que se dispararon en la batalla de Trafalgar, el 21 de octubre de 1805.
Exposición en el Banco Central
Los hallazgos de naufragios se sucedieron unos a otros. Encontró varios objetos, siempre con preponderancia de monedas del siglo XIX. Muchas otras las compró en subastas. Por ejemplo, las que habían pertenecido a Rubén Collado, otro buscador de tesoros argentino, famoso por haber encontrado el navío Lord Clive, la nave capitana de la denominada “real primera invasión inglesa” al Río de la Plata. Lovardo se había convertido en un coleccionista de monedas.
Cuando Collado murió, hicieron una subasta en Nueva York. Lovardo fue y compró esas monedas. También, por esta pasión que desarrolló con el correr de los años, escribió un libro, Reuniendo un tesoro español pieza por pieza, que se popularizó bastante en el ámbito numismático. Empezó a dar charlas en simposios y congresos sobre el tema. “A una de esas vino la que era entonces la directora del Museo del Banco Central, y me propuso hacer una exposición [en el Museo Histórico y Numismático “Héctor Carlos Janson”]. Iba a durar seis meses, terminaba en la Noche de los museos. Marcharon las monedas para allá, hicieron la exposición que, increíblemente, convocó mucha gente: en esa fecha asistieron entre seis mil y siete mil visitantes, que para un museo numismático es mucho”, relata.
Después del hito, le preguntaron si se animaba a donar la colección: “Y la verdad, le dije que sí. Así que doné la colección y hoy tengo una sala con mi nombre ahí, en el Banco Central”. Son piezas de 47 naufragios de todo el mundo, la mayoría, compradas en subastas, algunas, propias.
Sobre el raro interés que expresó la gente al visitar la exposición, sostiene: “Hay una cosa que es cierta: cuando hablás de naufragios, la idea de las monedas, de los piratas, del tesoro, eso llama mucho la atención, porque capaz que si solo hablamos de monedas… Hay como cierta mística alrededor de la palabra ‘tesoro’ y ‘naufragio’. Es un imán poderosísimo. Todo el mundo tiene la fantasía de que valen millones de dólares. Algunas pueden ser, pero no son las que tengo yo”.
Ahonda sobre este punto y explica que el valor arqueológico no es lo mismo que valor económico. Lo ejemplifica con el hallazgo de los botones: ”Un botón no vale nada, y menos un botón que está hace 200 años en la playa, en un ambiente marino, totalmente corroído, totalmente destruido. Pero tiene el valor de la información”.
—Y después de tantos años, ¿sigue usando el detector de metal?
—Sí, pero mucho menos, porque ya no es lo que era antes, ¿no? Antes, si había una tormenta, y si yo no estaba en Uruguay, viajaba para ir a buscar lo que la tormenta levantaba. Pero ahora no me causa ilusión, porque cuando llego ya hay 500 tipos buscando. Y ya se encontró mucho, además. Y además hay gente que no maneja esa prolijidad de tomar nota de todo. Acá el valor lo tiene la información. Yo trabajé con arqueólogos, conozco la metodología. Uno se pone más selectivo. Y con familia, hijos… ya no disponés de tanto tiempo.
—¿Qué es lo mejor que le dejó este hobby?
—Mi esposa. Yo me casé con ella, en noviembre va a hacer 25 años, porque un día, cuando empezábamos a salir, fui a bucear. La llevé a Punta del Este, fuimos a la playa, se quedó en la reposera bajo una sombrilla con mi mamá. Me puse el traje de buzo y me fui al agua. Cuando estaba bajo el agua, se me apareció algo flotando al lado que me asustó. Y como voy y vengo, igual que en la playa, me detuve y dije, ‘Lo voy a sacar’. El agua en Punta del Este no es muy cristalina, la visibilidad no es muy buena, y esta sombra me iba a volver a asustar. Agarré ese trapo, que resultó ser un jogging, lo saqué del agua y se lo llevé a mi novia. Después, cuando volví, la vi muerta de risa. Pensé que había encontrado una billetera. Y no, cuando llegué me dijo: ‘Volvé al agua a ver si estaban los pantalones, porque esto es un buzo que me quería comprar y nunca lo conseguí en mi talle”. Ese era su talle, y estaba lleno de cangrejitos, tenía olor a mejillones. Bueno, la cuestión es que la semana que estuvimos en Punta del Este, mi mamá y ella lavaron el buzo en el lavarropa, le pusieron vinagre blanco, hicieron de todo para sacarle el olor, porque ella lo quería usar, y no había forma de sacarle el olor. Al final lo lograron. y el hecho de que lo usara le cayó bien a mi mamá. Sin hablarlo, me dio el visto bueno, como diciendo ‘Esta chica… Esta chica puede ser’. Y fue. Y todavía usa el buzo.
En la década del 80 se compró un detector de metales; con el correr de los años, encontró monedas del virreinato y francesas, cañones británicos y más Lifestyle
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