Los tres rasgos que marcaron el pontificado de un Papa que no se entiende sin el peronismo​

El pontificado de Francisco ha terminado. ¿Qué decir, en caliente? No caeré en la hipocresía por cortesía, no le haré el agravio de acallar la disidencia por deferencia. Nada es más respetuoso que la sinceridad. Y la sinceridad quiere que llame pan al pan, como lo vengo llamando desde hace años: Francisco es incomprensible sin Bergoglio; Bergoglio sin el peronismo; el peronismo sin el nacionalcatolicismo que con varios matices impregnó a la Iglesia y a la cultura argentina. En su papado veo la transposición global de su experiencia nacional. Nada nuevo ni misterioso.

El primer rasgo, padre de los demás, es el populismo. Muchos saltarán indignados y mencionarán citas contrarias. Pero con las palabras de Bergoglio, hablo por experiencia, se va a todas partes y a ningún lado, se entra en el jardín borgesiano de los senderos que se bifurcan. Hablar oscuro pero pensar claro, enseñaba a los alumnos.

¿Pensar qué? Su parábola fue la misma desde el noviciado, la parábola de todo populismo: había una vez un pueblo puro, el pueblo forjado por la evangelización. Pero una élite lo traicionó y sometió, las “clases coloniales” lo corrompieron y contaminaron. Hasta que un redentor, un caudillo popular y religioso, lo redimió para conducirlo a la tierra prometida. Apocalipsis y redención, milenarismo y escatología: Dios, patria y pueblo unidos en un mismo haz, impregnados de una “cultura” común, plasmados por “el sentir” católico. De la crisis medioambiental al desafío de las migraciones, de la globalización a la secularización, todo ha alimentado su vena apocalíptica, ha pasado por el filtro de ese viejo esquema. Nada original, más bien típico de una cristiandad crecida contra la fractura de la cristiandad europea. Una cristiandad en la que la política era religión y la religión política, el ciudadano fiel y el fiel ciudadano, una frontera borrosa. ¿Por qué no? Al ordenarse, Bergoglio juró “conquistar a todo el mundo y a todos los enemigos”.

La herencia populista lleva de la mano al segundo rasgo del pontificado: la aversión a la civilización occidental, si por tal entendemos la delicada mezcla de fe y ciencia, espíritu y razón, comunidad e individuo, cristianismo e ilustración, Atenas y Jerusalén. Ya oigo los reproches: ¡Francisco invocó la laicidad y la democracia! Repito: cuidado con las palabras. Lo que celebraba en Roma o Bruselas se le olvidaba en Yakarta o La Paz. Culpaba a Europa de haber abandonado la fe, a Calvino y Locke de haber creado la modernidad burguesa, eterna enemiga del pueblo de Dios.

Se entiende: criado en un catolicismo que elevó la defensa de la cristiandad a mito popular y misión nacional, Bergoglio cultivó su filosofía de la historia. El hilo rojo que traza el identikit de la élite que corrompió al pueblo puro, enlaza la Reforma protestante con el racionalismo, la Ilustración con el capitalismo, el liberalismo con la democracia “individualista”. Y todos juntos con la “descristianización”. ¡Cuántas “guerras de Dios” contra los “nuevos iluminismos”! ¡Cuántas cruzadas contra las “élites paganas”! Francisco sacrificó la razón a la “religiosidad popular”, la ciencia a la “sabiduría de los últimos”, el individuo al “pueblo”. En los “verdaderos logros de la Ilustración” valorados por el papa alemán, el papa argentino señaló el pecado original occidental.

La geopolítica bergogliana, tercer rasgo del pontificado, es la coronación lógica de los dos rasgos anteriores. Ha sido una geopolítica antiliberal y antioccidental. En el fondo, la proyección global de la Tercera Posición peronista, “comunista de derechas” porque comunitaria pero religiosa, “fascista de izquierdas” porque nacional pero popular. El tercermundismo es su extensión ideal, “el ecumenismo de los pobres” su receta: “vendrá una era de gran sincretismo”, aprendió Bergoglio de sus maestros, de una religión capaz de sintetizar “el conjunto de las tradiciones religiosas del mundo” y unirlas contra el enemigo común, el Occidente laico y las élites occidentalizadas que atacan las virtudes religiosas de los “pueblos”. No ha habido viaje al Sur del mundo en el que Francisco no haya advertido a los “pobres” que no sucumban a las tentadoras sirenas del progreso occidental. De ahí su antiamericanismo visceral, su atracción por el populismo ruso, su admiración por la matriz confuciana del comunismo chino. La inspiración holística de esas culturas evocaba a la cristiandad católica, era como ella la antítesis del racionalismo occidental.

¿Y? ¿Deja Francisco como dote la tan anunciada “revolución”? Depende de lo que entendamos por tal. Las mismas razones por las que algunos lo consideran revolucionario, me parecen convincentes para considerarlo conservador. A algunos les parecerá “progresista” la oposición del pueblo a la élite, de la plebe a la intelectualidad, del Sur al Norte. Incluso el desprecio mal disimulado por la ciencia y la razón. Más que progresismo yo lo veo sin embargo como el rostro moderno de un antimodernismo antiguo: pauperista y paternalista, hostil a la innovación y a la autodeterminación individual.

Progresista les pareció a muchos la flexibilidad sobre los “valores no negociables”, en los que había sido inflexible en el pasado. Flexibilidad más cosmética que concreta. Pero, ¿cómo entenderlo? Hijo de un catolicismo integral, más que cuidar “las ovejas en el redil” Bergoglio siempre buscó recuperar aquellas que del redil se habían escapado: ¡todas adentro! Nunca consideró a la Iglesia como una parte del todo, sino como el todo que unifica las partes: soñaba con diluir la diferencia en la unidad, el conflicto en la armonía, las personas en el pueblo. Su “progresismo” era por eso enemigo del pluralismo. El no creyente no tenía dignidad como tal: o era un cristiano inconsciente, un “cristiano cultural”, o el Diablo en persona. No es casualidad que Bergoglio “jugara” al progresista en el Occidente secularizado, donde las ovejas sueltas son mayoría, y cabalgara la tradición en cualquier otro lugar del mundo, donde despotricó contra el peligro de la “colonización ideológica” occidental.

¿Qué quedará del pontificado de Francisco? Puede que me equivoque, pero tengo la impresión de que deja una huella menos profunda de lo que insinuaba al principio: demasiado líquido y contradictorio, confuso e incoherente. Francisco deja sin resolver los nudos que esperaba desatar: la religiosidad crece pero camina por otros senderos. El desapego de la cultura occidental será su huella más profunda. ¿Un avance? ¿O un retroceso?

​ El sumo pontífice ha ejercido una geopolítica antiliberal y antioccidental  El Mundo 

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