Los días en que una familia pasó
de las vacaciones en la nieve a la pesadilla​

Una sola vez, durante aquellos días terribles, Tato Tenaglia vaciló en la escuela. Quiso explicar que la Rhodesia que le habían mandado para el recreo era la golosina favorita de su papá. Y se trabó, porque no sabía si referirse a su padre en pasado o en presente. Un vértigo –¿un tiempo verbal puede convertirse en abismo?– que su madre, la periodista Juana Libedinsky, entendía muy bien.

Unas semanas atrás no existían dudas ni abismo. Eran las vacaciones de invierno de 2019 y solo importaban la nieve, la casona familiar de Bariloche, la torta Rogel que se saborea mejor con el frío, las pistas de esquí. Hasta que Conrado Tenaglia, abogado especializado en mercados financieros, padre de Tato y Tomasa, marido de Juana, perdió el control en una plancha de hielo mientras esquiaba, cayó en picada, rebotó, se le salió el casco, se estrelló de cabeza contra una roca.

El golpe lo dejó en “un tres de la escala de Glasgow, el estado de coma más cercano a la muerte cerebral”, describe Juana Libedinsky en Cuesta abajo (La Bestia Equilátera), el libro donde relata lo que siguió: el traslado de urgencia a Buenos Aires, los planes violentamente alterados –radicados en Nueva York, los Tenaglia tenían pasaje de regreso a los EE.UU. donde los esperaba, entre otras cosas, el regreso a clases de los chicos–, la resolución frenética de una catarata de problemas, trámites, decisiones, agotadoras terapias médicas. Y, entre todo eso, la progresiva materialización de lo que bien podría llamarse un milagro. Porque de los sombríos pronósticos iniciales –muy posible muerte, muy posible estado vegetativo permanente, y luego posible cuadriplejia, posible recuperación de la conciencia pero no del manejo corporal– Conrado emergió, tiempo después, como si nada hubiera pasado.

Entre aquellos pronósticos y la recuperación final, Juana ofició de vigía. Desplegó una organización férrea: ubicó a los chicos en una escuela porteña, rearmó la vida lejos del hogar neoyorquino pero bien cerca de los afectos argentinos, se inventó una coraza con la que cada día iba a las clínicas donde estuvo internado Conrado, escuchaba los partes, seguía el trabajo de los médicos que, supervisados por el doctor Ignacio Previgliano (neurointensivista y exdirector del Hospital Fernández), iban haciendo su tarea de orfebres. Sostuvo a todos y se sostuvo a sí misma en la lectura, en los partidos de tenis –un deporte que adora– que se empeñó en seguir jugando, en un sentido del humor que en ella es otra de las formas del amor. Y escribió un libro de esos que cuando te agarran no te sueltan. Pero que su marido todavía no leyó.

–¿Lo va a leer alguna vez?

–(sonríe) Dice que en sus próximas vacaciones, ahora que está impreso. Me parece que esa actitud lo pinta a él, su personalidad. Para Conrado el asunto fue que en un momento se le apagó la televisión y después se le volvió a prender borrosa y con mal audio. Eventualmente recuperó la vida normal, en la cual nunca le gustó leer, si no es por trabajo, en un documento adjunto. Es muy relajado respecto a apoyarme en que yo escriba del tema, porque soy periodista y es una buena historia, pero que él sea el protagonista del libro, el que la luchó y salió adelante después de tener las estadísticas tan violentamente en contra, no le cambia nada.

–¿Como si no tuviera noción del enorme trabajo que puso de su parte para “volver”?

–Ni que hablar. Lo mismo mis padres, los chicos. La primera vez que volvimos a Bariloche, después de que pasó todo, yo quería hacer algo simbólico. Escribir en la nieve (engola un poco la voz) “aquí fue” y dejar que los elementos lo borrasen, ver cómo el viento erosionaba las letras y los copos vespertinos cubrían todo de un manto de olvido… Todos decían que había sido tan ejemplar, tan fría y eficiente, quería ser mínimamente catártica, melodramática. No hubo quórum. El tipo de conversación era “che, bajemos, quedó Rogel de anoche, ¿lo pusieron en el congelador?”. Es una familia de pragmatismo muy alarmante (se ríe).

En los momentos en los que se tiene que actuar, uno actúa y ya

–O de una vitalidad tremenda. Van para adelante.

–Sabés que me puse a investigar porque después de la pandemia se puso de moda como género lo que llaman el trauma memoir, la memoria del hecho traumático: incluso hicieron una maestría en Columbia, a medias los de periodismo, a medias los de medicina, que es sobre literatura del trauma. El arco narrativo más común es que a alguien le pasa una cosa espantosa, todo es terrible, después empieza a aceptarlo y eventualmente emerge una mejor persona que aprendió de lo que pasó y sale de eso con una versión elevada de sí misma. Mi sorpresa fue que, básicamente, volvimos a ser los que éramos antes. La gente se decepciona un poco cuando lo comento, pero quizá por eso tenemos una historia un poco distinta de lo que uno escucha siempre.

–¿Pero no hay un logro ahí? En el libro contás cómo los médicos te alertaban sobre casos de personas que luego de un coma sufren trastornos en la personalidad.

–Conrado tenía un traumatismo encéfalo-craneal muy grave y era ese famoso tres de la escala de Glasgow, que según la literatura médica significaba un 90% de probabilidad de muerte o estado vegetativo. Después, a medida que recuperaba la conciencia, hubo que lidiar con otro problema. Tenía una lesión axonal difusa. Es algo así como que los cables que conectan al cerebro se cortaron por toda la materia gris, no en un solo lugar. Había que ver qué se podía volver a conectar, y aunque iba recuperando distintas capacidades, los médicos me decían: “no te hagas ilusiones, porque se ameseta en cualquier momento”. También me alertaban que, aun en el caso tan poco probable de que fuera una persona que física y mentalmente funcionara, “preparate porque se vienen cambios de personalidad muy profundos; es mejor que empiecen con un psicólogo, que empiece ya con terapia, es muy difícil que después de todo esto vuelvan a ser las mismas personas que eran antes”. Obviamente, uno nunca toma agua dos veces del mismo río, uno se hace más grande y cambian las circunstancias, pero mi shock fue que no hubo un giro radical. Por ahí las prioridades que teníamos eran las más comunes del mundo: trabajo, amigos, familia. Y no había por qué hacer un cambio profundo.

Estamos en un edificio emblemático de la arquitectura porteña, diseñado por Carlos, el padre de Juana. En este lugar es donde la periodista creció, donde hoy continúan viviendo sus padres. Hogar de arquitectos: desniveles, entrepiso, ventanales, belleza en los objetos, en las formas, hasta en el caos de los mil y un detalles, las antigüedades dispersas por todos lados, los libros. En agosto de 2019, Juana se atrincheró aquí. En el cuarto de su niñez y adolescencia hizo dormir a su hija mujer; en el cuarto que fuera de su hermano, al hijo varón. Para que no perdieran el año escolar, los anotó en la escuela a la que ella había ido de chica; cada tarde, ellos volvían y tomaban el café con leche y las tostadas que les servía su bisabuela que vivía unos pisos más arriba. En medio de la catástrofe, hubo una burbuja de calma.

Conrado, que durante su convalecencia no pisó este lugar –imposible sobrevivir en esta casa si no se está en condiciones motoras respetables– ahora sonríe desde el entrepiso y se deja retratar por la fotógrafa de la nacion. Recientemente fue elegido “Abogado Internacional del Año” por la publicación Latinlawyer, medio de referencia en al ambiente legal de negocios (“el gran cierre de toda esta historia”, dirá su mujer) y es difícil conectar la placidez que irradia con el duro mundo laboral de Nueva York. Justamente: tiene que partir a una reunión de trabajo, así que hay que apurar el trámite. Conrado obedece las indicaciones de la fotógrafa y comenta, mientras señala el parquecito que asoma tras las ventanas, que todo esto le hace recordar a la película Blow up. Siguen algunas bromas sobre la película de Antonioni, el cuento de Cortázar que la inspiró y lo que puede esconder cualquier fotografía, y listo: allá se va Conrado, rumbo a sus obligaciones, simpático e inteligente, la cabellera abundante –la misma que enamoró a Juana hace más de veinte años– prolija e intacta. Como si nada hubiera pasado.

–Debe haber sido muy pesado para vos, durante los peores días del coma, tomar una decisión tras otra, todo el tiempo.

–Muy pesado. Estuve muy bien, aunque lo diga yo. Me parece que es simplemente que en los momentos en los que se tiene que actuar, uno actúa y ya.

–Como en un partido de tenis, viene la pelota, le tenés que pegar.

–Le pegué a la pelota una y otra vez, y pudimos llegar al match point. Pero sí, eran decisiones complicadísimas. Me hice traer de Estados Unidos los papeles que tenemos firmados de no resucitar en caso de paro cardíaco si hay muerte cerebral. Porque en los primeros momentos era un escenario probable al que me estaba enfrentando. Todo era así, todo el tiempo.

–¿Qué le ocurre a él cuando te escucha contar anécdotas de ese tiempo del que no recuerda nada?

–No tiene un interés que lo carcoma por el tema. Sí, está orgulloso de lo que hicimos y con una gran admiración por los médicos y sus equipos de acá. Sobre todo, esta cosa de pechito argentino, la sensación de que si esto le ocurría en Austria hubiera terminado como Schumacher. Pero le pasó en la Argentina. Me parece que también un poco al haber vuelto a la vida laboral en Nueva York, tampoco tenés tanto tiempo para frenar y reflexionar. Creo que simplemente había otras cosas que le interesaban más, o que le resultaban más urgentes. Por supuesto que está tan agradecido a todos por el apoyo increíble que recibió, pero no es que se levanta a la mañana y me toma en sus brazos y dice (engola la voz): “¡Esposa mía, cómo reconocer toda tu dedicación; hijos míos, los llevo yo al colegio!” (risas).

–¿Y vos? ¿Seguís siendo la misma?

–Todos me dicen que sí, pero yo sigo esperando mi estrés postraumático.

–¿Todavía no llegó?

–Nunca me llegó.

–Tenés derecho.

–Por mucho tiempo pensé que hasta lo quería. Que estaría bueno un momento en que todos girasen sobre mí y yo pudiese descansar de tomar decisiones complicadas.

Juana Libedinsky tiene todo el derecho a tomarse un recreo, porque la historia que cuenta en Cuesta abajo no se reduce al sube y baja emocional de la segunda mitad de 2019.

En enero de 2020 regresaron a Nueva York. Aunque no recuperado del todo, Conrado ya se sentía en condiciones de retomar el trabajo. “Podía refinanciar un bono soberano complicadísimo, pero no podía andar en bicicleta sin caerse –recuerda ella–. Había cosas que funcionaban súper bien y otras que no; él describía todo esto diciendo que se sentía tentativo. Fue un largo proceso: axones y más axones que se iban conectando otra vez”.

La recuperación culminaría con la última dosis de una droga que había sido parte del tratamiento en la Argentina, pero que no estaba autorizada en los Estados Unidos. “Lo único que le faltaba era viajar a Buenos Aires para estar diez días en el hospital y recibir por tratamiento intravenoso la última dosis de la poción mágica para el cerebro con la que concluiría el tratamiento –escribe Juana en Cuesta abajo–. Solo lo podría frenar que se cerraran las fronteras, que no hubiera plazas en los hospitales, que algo terrible pusiera en pausa a toda la humanidad. Era marzo de 2020. ¿Qué posibilidades había de que ocurriera algo así?”.

Se declaró la pandemia, y con ella todo volvió a estar patas para arriba. El objetivo imposible ahora no era desafiar al coma y sus consecuencias, sino desafiar al sistema legal del gran país del Norte, contrabandear una medicación prohibida y lograr que alguien aceptara aplicarla (en un momento, por otra parte, en que los hospitales estaban tan desbordados que se instalaron carpas para los enfermos en Central Park). A eso se sumaría –el azar giraba como una bola endemoniada– la citación a Juana para integrar un gran jurado especial, una instancia legal muy larga y poco conocida que investiga a la mafia o al gobierno, a la que todos los neoyorquinos están sujetos, pero que rara vez se concreta. “Había que tener bastante mala suerte para recibir el llamado”, afirma Juana. Y allí fue (no había opción), a cumplir el deber cívico arrastrando el barbijo y el pánico a traer el contagio a casa. Conrado, que había pasado meses atrás tanto tiempo en un respirador, era considerado de altísimo riego por esto.

En medio de todo esto, sufrió dos asaltos callejeros (un exceso para la estadística, una minucia para la saga que estaba viviendo), perdió –era imposible seguir el ritmo de todos los trámites– la nacionalidad española; siguió adelante, le puso garra a unas cuantas complicaciones burocráticas, vio cómo su marido alcanzaba los últimos objetivos de la tan ansiada recuperación, y empezó a pensar que quizás toda esa historia merecía ser contada en un libro. Entonces, nuevo ramalazo: desde Buenos Aires le avisaban que su madre, por razones clínicas distintas a las de Conrado, había entrado en un coma. “Hacia el fin de la pandemia me puse a trabajar en el libro, en lo que hoy sería la primera parte –rememora–. Y cuando ocurre lo de mamá empiezo a usar lo que había escrito como mi propia guía de autoayuda”.

–¿No te pasó, mientras escribías, pensar: “no puede ser que en serio haya pasado todo esto”?

–Bueno, esto lo vas a entender porque ambas somos periodistas. Por un lado evidentemente una seguidilla así era horrible para recordar y poner sobre el papel. Pero, por el otro, tengo una gran amiga, Pamela Drakerman que trabaja para The New York Times desde París, autora de best sellers y súper lista, que me dijo que para alguien que trabaja escribiendo, “la vida no le pone en las manos tantas veces una historia así”. O sea, qué terrible que te haya tocado vivirla, pero sería tan interesante para compartir. Entonces para mí lo que era importante al escribir era que fuera un trabajo literario y que aportase al lector, que no fuera un ejercicio para exorcizar demonios. Aunque creo que nunca nada es blanco o negro, que siempre hay un poco de todo.

–Además, te convertiste en la memoria de tu marido.

–En la de él, en la de mi mamá, que luego también se recuperó… en la memoria de todos. Cuando contaba lo que había pasado me daba cuenta de que hay ciertos temas que dan morbo pero despiertan interés: coma, muerte cerebral, esas cosas que hacen a las películas de terror que uno vio. Así que el objetivo era que fuera un buen producto literario y que fuera lo más honesto posible, dentro de las reglas del género de la memoria. Y hubo cosas que quedaron afuera, a veces porque nos enteramos después.

–¿Por ejemplo?

–En un momento cuento cómo todo el mundo se puso a apoyar desde lo religioso. A Conrado, en el hospital de Bariloche un grupo de mormones que no conocíamos, amigos de un muy querido compañero de trabajo, en seguida lo rodeó y veló por él en la terapia intensiva. Una gran amiga argentina le organizó una mega misa en la iglesia católica de nuestro barrio de Carnegie Hill, con tal cantidad de gente que muchos tuvieron que esperar en la calle. En Long Island, Southampton, que es como si te dijera el Mar del Plata o Punta del Este de Buenos Aires, él nada en mar abierto; le hicieron, en la capilla episcopal, una ceremonia a la que fueron todos. Una amiga que estaba investigando danzas tradicionales en Bután se puso a juntar monjes danzantes para que elevasen plegarias. Otra amiga que fue al Muro de los Lamentos dejó el papelito… los pakistaníes del colegio volvían de la Meca y rogaban por él. “You hedged”, nos decían en Nueva York, medio en broma pero no tanto, en el lenguaje típico de las finanzas para explicar que nos cubrimos por todas las creencias. Pero ahora sabemos que nos quedamos cortos. Un amigo surfer en Bali nos acaba de mandar un video donde muestra cómo se acercó a un altar hinduísta para pedir que se incluyera a Conrado en las oraciones, y no descarta que la vuelta de Conrado haya sido una reencarnación. A todos les estamos tan profundamente agradecidos.

–¿Ustedes son creyentes?

–Yo quedé igual de agnóstica. Conrado tuvo momentos en que fue más o menos a misa, por ejemplo, pero eso era tal cual antes del accidente. A Conrado le dijeron que tuvo un dios aparte, y lo que él suele decir es que actuó a través de tanta gente. Es una idea que me encanta.

–Es muy gracioso cuando contás la intriga de la gente por saber si, con el coma, llegó a ver “la luz al final del túnel”.

–Era increíble la insistencia, sobre todo en Nueva York lo paraban por el barrio, le preguntaban: “¿viste la luz, viste la luz?” “Y no sé, si la ví no me acuerdo”, respondía el pobre. Tuvimos bastantes elementos anticlimáticos. No cambiamos de vida, no nos volvimos ni más religiosos ni más espirituales, no salimos con versiones particularmente mejoradas de lo que éramos, no se nos ocurriría dar lecciones a los demás sobre cómo sobrellevar algo complicado. Pero esto va tan en contra del cliché de lo que uno ve en el cine y las historias sobre lo que pasa tras este tipo de episodios, que lo que cuento quizá sirva para alivianar la presión de quienes pasan por algo similar. Si no conforman a las reglas post drama, post episodio traumático, no están solos.

–Además de ser una crónica de todas las peripecias que ocurrieron en tan poco tiempo, Cuesta abajo puede funcionar como una suerte de guía de lectura; todos los libros que leíste durante ese tiempo forman parte del relato. ¿Qué tipo de decisiones tomaste al incorporar ese material?

–Un poco por trabajo, un poco por placer, siempre fui la típica lectora voraz y omnívora. Pero mi sorpresa fue que eso se mantuvo tal cual aún en los peores momentos. Me la pasé consumiendo desde cuentos infantiles hasta ensayos sesudos en francés y libros de cocina –aunque no cocino– en las salas de espera, e incluí todo. Una de las lecturas con las que claramente entré en un diálogo más fuerte fue con El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. Su marido murió, y su hija entró en coma, con lo cual había una situación base que me resonaba. Pero sobre todo estaba lo del pensamiento mágico al que ella alude en el título. Este toma muchas formas, y una de ellas es la que llama el “efecto vortex”: un pozo imaginario de desesperación y angustia que la succionaba como el ojo de un huracán cuando veía algo que le hacía recordar a la vida anterior a la tragedia. Me sirvió de alerta: por suerte, aunque ambos somos argentinos, con Conrado nos conocimos en Uruguay y nunca vivimos juntos en Buenos Aires. Los meses en que estuvo internado [primero en el Mater Dei, luego en Alcla] fue como entrar en el túnel del tiempo; mis chicos pasaron a tener exactamente mi vida cuando yo tenía su edad: la casa de mis padres, la escuela, mi abuela. A veces el vortex era ineludible, por ejemplo con la Rhodesia que le dieron a Tato, y que le hizo pensar en momentos compartidos con Conrado y cómo ahora no sabía en qué tiempo verbal referirse a él. Pero Didion me sirvió para entender qué nos estaba pasando y tratar de, sobre todo, proteger a los chicos. Otras veces, en cambio, Didion me resultaba el modelo a evitar.

–¿Por ejemplo?

–Ella dejó que su instinto de periodista triunfara y se puso a investigar en detalle los tratamientos médicos. Terminó sintiéndose con conocimiento suficiente como para hacerles constantes sugerencias a los médicos y enfermeras. “Estos esfuerzos no me hacían querida por el personal del hospital –reconoció—, pero me hacían sentir menos indefensa”. Claro que esa actitud tiene sus riesgos. Un especialista, harto, le dijo “si usted quiere manejar este caso, yo renuncio”. Según Didion, lo que él no veía era que, por detrás, lo que había era otra forma de aferrarse al pensamiento mágico. Con el poder de la información, ella quería poder para detener el destino. Aun después de que su marido muriera, buscaba encontrar en qué punto se podría haber hecho clínicamente alguna otra cosa, porque dice que había un nivel en el que pensaba que lo ocurrido era reversible. Para mí, aferrarme a la literatura era la posibilidad de distraerme y a la vez sentirme acompañada, quizá guiada, pero no me puse a investigar lo clínico. Yo les tenía confianza total a los médicos argentinos.

–Fue una enorme red de amor familiar, amistoso… y literario. Entre todos los autores que leíste y te acompañaron, ¿hubo algún hallazgo imprevisto?

–La sorpresa fue que libros tan distintos me hablaran. La mayor sorpresa fue lo bien que me hizo Agatha Christie. Después empecé a leer teoría literaria y parece que es bastante usual que en momentos extremos la gente se vuelque a ella. Hay una gran crisis, lo peor, una muerte, pero un detective, usando nada más que sus “pequeñas células grises” como dice Poirot, sin ninguna habilidad física extraordinaria o superpoderes, resuelve todo y se restablece el orden. PD James, la gran dama de la novela de detectives contemporánea, dice que con Christie ocurre lo mismo que con Jane Austen, que es mi escritora favorita desde siempre: al terminar las novelas de ambas se “reafirma nuestra creencia de que vivimos en un universo racional, comprensible y moral”. ¿Y quién no necesita eso? Después, cuando empecé con cuadros importantes de insomnio, me sirvió y me pareció genial Pas dormir, de la escritora francesa Marie Darrieussecq. No puedo creer que no haya salido traducido al castellano después del éxito que tuvo Chanchadas; es divertido y tiene partes en la Patagonia. Ella cuenta cómo donde fuera que mirara (es decir, leyera), encontraba que sus autores preferidos le hablaban del insomnio. “¡Wolf! ¡Gide!¡Plath! ¡Sontag! ¡Kafka! ¡Dostoievski! ¡Darwich! ¡Murakami! ¡Césaire! ¡Borges! ¡UTam’si!”, se extasía al descubrir. Cita también a Bioy Casares, Víctor Hugo, Hemingway, Scott Fitzgerald, Leonard Cohen, Ottessa Moshfegh, Balzac. Hace un recorrido después del cual uno se siente no solo menos solo en la madrugada, sino también acompañado de quienes más admira. También tiene frases que se sienten totalmente exactas cuando uno no puede pegar un ojo, como que la verdadera grieta es entre la gente que duerme de noche y la gente que no puede dormir de noche, y que lo peor del insomnio es que uno se aburre tanto de sí mismo, de estar solo con sus pensamientos… Leer sobre el insomnio me resultó fascinante, pero no sirvió para ponerme a dormir.

–¿Conociste el insomnio después del accidente, o ya eras parte del club de los insomnes?

–Como Conrado no dormía cuando volvió a casa del hospital –gran ironía después de todo el tiempo que tratamos de despertarlo del coma–, por primera vez yo no pude dormir. Darrieussecq lo cataloga de “insomnio por solidaridad”, y da como ejemplo máximo a Céleste Albaret, la mujer del chofer de Proust, que adaptaba sus horarios a los del patrón de su marido. “Para mí era algo natural”, escribió Albaret. Dice que lo hizo por compasión porque Proust sufría, pero posiblemente menos si alguien lo acompañaba en sus horas blancas. A diferencia de la santa Céleste, yo terminaba llena de bronca y desesperada por esas noches que derivaban luego en no tener la mente clara ni un segundo. Eventualmente lo superamos y espero que no vuelva a ser algo tan recurrente, más allá de que tan extraordinarias figuras de la literatura lo hayan sufrido y que esa compañía haya sido fenomenal.

–¿Cuán duro fue tocar ciertos límites, llegar a ese punto en que no sabés si vas a poder más?

–No tenía tiempo de considerar esa opción, la sensación era que cada vez que pasaba una ola y yo sacaba la cabeza para respirar en seguida venía otra ola. Si podía inventar un minuto para mí, prefería ponerme a leer, o jugar al tenis o leer sobre el tenis –otro género que también me acompañó mucho–, y esos momentos de deleite, o de apoyo, o de guía o de escapismo fueron fundamentales.

–Es muy bueno el epígrafe que elegiste para el libro, una frase del escritor y guionista Dennis Lehane: “En la tragedia griega, el protagonista cae desde las alturas. En el noir, cae de la acera”. ¿Qué resonancias te trajo y te trae ahora?

–Sí, me encantó eso, porque en los clásicos de la antigüedad es esto tan heroico de que los protagonistas se caen de las alturas mientras que en el noir los balean y se caen sin más de la vereda a la calle. Para mí era un poco simbólico de que nosotros no éramos ninguna alternativa que conocía. Conrado se había caído esquiando e íbamos a tener que buscar la forma de salir adelante con lo propio. Intuía que iba a ser clave todo lo que siempre aprecié tanto, los libros y la raqueta, nuestros amigos y los grandes profesionales de la medicina en mi país. Nada mejor que esa intuición haya salido tan correcta.

​ La historia que afrontó la periodista Juana Libedinsky y transformó en libro: en un viaje a Bariloche, un accidente dejó a su esposo al borde de la muerte  Conversaciones de domingo 

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