La rotisería creada por un inmigrante español que ofrece sabores clásicos desde hace más de 80 años​

Un templo. Un viaje en el tiempo. Un homenaje. Una férrea defensa de la tradición culinaria. Todo esto, y más, es La Castellana, histórica rotisería ubicada sobre la avenida Federico Lacroze, en los límites del barrio de Belgrano. Un lugar que despliega sobre los mostradores el gran recetario de la cocina porteña, la de siempre, la que todos aman, sin dejar nada afuera. La lista es generosa, con nombres que hacen agua la boca: lengua a la vinagreta, matambre con ensalada rusa, arrollado de pollo, tallarines con estofado, filet de pescado con puré de calabaza, pionono de ananá, jamón y palmitos, tarta de choclo, de cebolla o de calabaza, canelones de ricota y nuez, rabas fritas, pescado en escabeche, sándwiches de milanesa, choripanes, milanesa napolitana, buñuelos de acelga, zapallitos rellenos, pan de carne con puré, suprema Maryland, guiso de lentejas, mondongo, ternerita, risotto, paella a la valenciana, locro, polenta con albóndigas, tortilla de papa, tortilla española, infinitos pollos al spiedo, pastas recién amasadas, pastel de papa, y la lista sigue, sigue, sigue. “Mi papá siempre quería seguir sumando platos, aunque nosotros le decíamos que algunos no eran rentables, que no se podían costear. Pero cada vez que venía un cliente con un pedido especial, él insistía y se ponía a buscar la receta”, cuenta Fernando Lavandeira, propietario junto a su hermano de La Castellana.

Fernando es hijo de José Lavandeira Lavandeira, un español de nacimiento que vino a la Argentina en 1959, y que, diez años más tarde, se convirtió en dueño de esta rotisería que ya sobrepasó los 80 años de vida.

–¿Tu papá tenía dos veces el mismo apellido?

–Sí, porque tanto su padre como su madre se apellidaban igual. Él nació en un pueblo de La Coruña, y según me contó, Lavandeira era allá un apellido muy común. En el pueblo todos eran más o menos parientes, decía. Cuando vino a la Argentina, con 15 años, no sabía leer ni escribir. En su casa, que era muy humilde, había arrancado a trabajar a los seis años, cuidando al ganado. Y en la Argentina fue empleado en una tintorería, luego lavó alfombras (casi se muere, intoxicado con los productos que usaban), fue lavacopas en la pizzería Burgio, de dueños asturianos, y de ahí pasó a una casa de pastas. Así se metió en la gastronomía.

–¿Él creó La Castellana?

–En realidad, no. Según los libros de actas, La Castellana se inauguró el 9 de abril de 1942. Es increíble, pero la primera dueña se llamaba Ramona Lavandeira, el mismo apellido que nosotros. Luego cambió cuatro veces de manos. Mi papá le compró el fondo de comercio a Delmiro Vidal, en 1969. En este momento La Castellana era una casa de pastas, no tenía la parte de rotisería. Y Delmiro se quedó trabajando con nosotros hasta que murió a los 82 años; no se jubiló nunca.

–¿Tu papá era cocinero?

–No, para nada. Pero cuando trabajó por primera vez en una casa de pastas, descubrió que el rubro le gustaba. Por lástima, ahí el dueño no le quiso enseñar, por miedo a que luego se vaya a otro lado. Papá trabajaba feriados y horas extras, y con ese dinero empezó a tomar clases particulares para que le enseñen a leer, a escribir y a hacer algunas cuentas. Él quería anotar las recetas, las cantidades de ingredientes. Todo era muy precario, no sobraba un peso, y él, como único varón en la casa, tenía que juntar el dinero para mantener a la familia. Cuando se metió en La Castellana, cocinaban todos. El antiguo dueño, Delmiro; también un primer socio de papá, mis tías y mi padrino.

–Además de casa de pastas, hoy La Castellana es una rotisería muy reconocida. ¿Cuándo fue este cambio?

–Pasaron varias cosas. Primero, el local original era la mitad de lo que es ahora. Con los años, papá terminó comprando este local, luego el de al lado, finalmente otra propiedad que hay atrás, y así fuimos creciendo, en tamaño y en cocina. Con mi hermano nacimos acá mismo, nos criamos viviendo en la parte de atrás. A los 15 años, yo atendía la caja los fines de semana. Cuando papá compró el segundo local, decidió mantener la casa de pastas de un lado, y abrir una rotisería del otro. Por ese entonces, cada local era independiente, no estaban comunicados entre ellos. Finalmente, en 1997 hicimos una reforma grande y unimos todo. Fue todo muy a pulmón. ¡Recién en 2010 registramos la marca!

–Es un cambalache: una familia española, que arrancó vendiendo pastas italianas y que hoy ofrece el gran recetario porteño…

–Somos como todos los argentinos… Y nos fuimos amoldando a lo que nos gusta comer acá, aunque mantenemos algunas típicas cosas de España. Los callos a la madrileña (el mondongo), la empanada gallega, que es como una tarta pero con otra masa, alguna vez hicimos bacalao. A papá le gustaba comer, así que fuimos aprendiendo. En un momento nos fuimos en familia a vivir a Núñez, y comprábamos comida en una rotisería de avenida Cabildo, para ver qué otras cosas podíamos sumar. Siempre pensándolo desde una cocina casera, de calidad; muchas veces nos ofrecieron comprar la marca o poner franquicias, pero no quisimos hacerlo.

–Las rotiserías tuvieron su gran auge en los años 80, y en los 90 empezaron a declinar. ¿Cómo hicieron ustedes para sobrevivir?

–Es un tema de trabajo. Creo que muchos abandonaron el rubro porque tener una rotisería es muy exigente. No cerrás nunca: no tenemos Navidad, no tenemos Año Nuevo ni feriado alguno. Se trabaja todos los días, arrancando a las 6 de la mañana para poner los pollos al spiedo, y terminando después del horario de la cena. Estás todo el día haciendo las pastas, cocinando las milanesas, preparando la carne al horno… Este año será la primera vez que vamos a cerrar 15 días en enero, para tomarnos vacaciones.

–¿Cuáles son los platos que más identifican a La Castellana?

–De las pastas, diría los ravioles de ricota y parmesano, los de pollo y verdura, también los sorrentinos marplatenses. De la rotisería, el pollo, las milanesas que son enormes, para dos o tres personas cada una. Lo mismo la suprema de pollo, y muchos vienen a comprar el pescado, que sale a la romana, enharinado y frito; o como milanesa y al horno. Cada día tenemos además platos especiales: en invierno es común que sean lentejas, polenta con estofado, risotto; y en verano combos de milanesa con papas, chaufan, arroz con pollo.

–¿Navidad es el día que más se vende?

–Sí, Año Nuevo y Navidad esto explota, incluso agregamos más variedad de comida. Por ejemplo, en el año hacemos lechón solo una vez por semana (son lechones de producción propia, que hacemos en General Rodríguez), pero durante las fiestas salen de pronto 70 lechones en una semana.

–¿Quiénes son tus clientes?

–Tenemos muchos vecinos que nos compran, también gente que viene más lejos. Estamos cerca de Canal 9, de las productoras de Palermo, de radios como Metro y Rock&Pop, así que tenemos muchos clientes muy conocidos. Yo no sé nada de farándula, pero mis empleados me dicen, “¿Viste quién acaba de comprar?”, y así me voy enterando: desde Mario Pergolini a Beto Casella, pasando por Nancy Pazos, Javier Calamaro, Mariana Arias, Florencia Peña, los Illya Kuryaki, los de Los Simuladores, no sé, muchos más.

–La Castellana es un negocio familiar: ¿las nuevas generaciones siguen en el rubro?

–En pandemia compramos una rotisería que estaba acá a dos cuadras, y pusimos ahí un local de comida por peso, se llama Bo Xantar. Con mi hermano nos dividimos un poco, él suele estar más allá, y yo acá, aunque todo el tiempo nos cruzamos y nos consultamos. Y, después, sí, todos somos del rubro. Mi mujer era gastronómica desde antes de que nos casáramos. Y tenemos tres hijos: la más grande tiene 21 años, y le gusta la pastelería. El del medio está en la secundaria y quiere ser chef. Y la más chiquita, que tiene 8 años, ya hizo un curso de cocina. Toda la vida les dije que no se metan en esto, que te volvés un esclavo, pero parece que no siguen mis consejos.

​ Sobre la avenida Federico Lacroze, ofrece pollo al spiedo, lechón y lengua a la vinagreta, entre otros  Sábado 

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