La pionera mendocina de la arquitectura del vino que apuesta por el entorno natural​

A Eliana Bórmida le gusta pensar la arquitectura en términos fenomenológicos. Sus obras, las que concibe desde el estudio que creó junto a su socio Mario Yanzón, parten desde allí. Con los pies puestos sobre el terreno –en contexto– y los sentidos vueltos espíritu, experiencia y percepción humana. “Me enfoco siempre en los planos que están un poco por encima de la realidad cotidiana”, dice la arquitecta nacida en Mendoza en julio de 1946.

La docencia universitaria fue parte de un tramo que duró más de tres décadas, con distinciones y conferencias en otros países, de las que todavía participa. Como arquitecta, en cambio, el recorrido continúa activo al frente del Estudio Bórmida & Yanzón, conocido por especializarse en la arquitectura del vino y reconocido internacionalmente por ser pionero en la Argentina.

“Actualmente estamos con varios proyectos grandes: un hotel en el Lago Moreno, en Bariloche; una bodega en Cafayate, Salta; un edificio de propiedad horizontal llamado Vesta, en la Ciudad de Mendoza; un emprendimiento gastronómico y hotelero en Chacras de Coria bautizado El Borgo y lo que resta para completar la Bodega Bandini, en Luján de Cuyo. Además tenemos trabajos en Bolivia y Brasil, en la zona de la Pampa Gaúcha. Tengo a mi mano derecha, el arquitecto Alejandro Grinberg”, comparte Eliana. Estos desafíos también incluyen residencias y chalets, como la casa al pie de los cerrillos del chef Francis Mallmann, próxima a inaugurarse, “una propiedad de chapa muy especial”.

Las obras del estudio han sido premiadas en numerosas oportunidades y son visitadas por personas de todo el mundo, que llegan a Mendoza motivadas por conocer bodegas. Y no es exagerado pensar que gracias a esta sociedad de arquitectos y la inversión privada, el enoturismo creció tanto en los últimos 30 años. Desde los 90 al presente, más de 40 bodegas grandes y pequeñas, de capitales nacionales y extranjeros, les han confiado sus proyectos.

Por mencionar algunos casos, la arquitecta Bórmida es parte del alma máter de Bodegas Salentein –incluida la capilla y la posada–, Alfa Crux (antes O. Fournier), Séptima, Pulenta State, Atamisque, Vistalba, DiamAndes o Garzón. También de hoteles y posadas como The Vines Resort & Spa o Alpasion Lodge. El portfolio incluye trabajos en Uruguay, Bolivia y Panamá. “Todas esas bodegas se dieron en paralelo en los mismos años, entre 2000 y 2010. Trabajamos intensamente y en ese momento no existía la arquitectura de bodegas sino galpones, que generalmente los proyectaba un ingeniero, un constructor y no eran pensados para el visitante. Era arquitectura industrial. Creo que innovamos e hicimos un gran aporte al tema porque empezamos a ver que no se podían repetir, sino que tenían que representar imágenes de marcas competidoras. Eso nos dio afinidad para idear programas de una arquitectura del vino orientada a la producción y al turismo al mismo tiempo”, dice la autora del libro Arquitectura del Paisaje (Ediciones Larivière, 2016), donde da cuenta de los lugares que creó para potenciar vivencias entre copas, procesos y montañas.

La historia de su trabajo orientado a bodegas se remonta a cuando el empresario mendocino Ernesto Pérez Cuesta les propuso a ella y a Mario, reacondicionar el bodegón antiguo que había comprado para elaborar vinos de crianza: “Ahí nos dimos cuenta lo importante que era mostrar la Cordillera de los Andes, que hasta ese momento no se había tenido en cuenta, básicamente, porque las bodegas no eran lugares turísticos”, afirma la arquitecta, Premio Konex 2012, Doctor Honoris Causa de la Universidad de Mendoza, miembro de número de la Academia de Arquitectura y Urbanismo de Argentina y parte del Comité Científico Internacional de Paisajes Culturales.

“Siempre pensamos que creamos lugares y la arquitectura es un componente principal, pero también está el entorno y el contexto social, económico, cultural y político, porque las decisiones empresariales y de los municipios donde se encuentran las obras influyen al tomar las decisiones. Me gusta, además de pensar en el diseño de un objeto arquitectónico, considerar la relación del edificio con el lugar donde está, con la idiosincrasia propia y de quienes lo visitan, y con la imagen que una empresa quiere proyectar”, expresa.

Es madre de dos hijas, Ana y Luisa –interiorista del estudio–, abuela de seis nietos y una mujer activa que viaja, estudia y alimenta su curiosidad con actividades nutritivas. Vive en un pequeño departamento de la Ciudad de Mendoza y aunque intentó en dos oportunidades concretar su propia residencia, “por una razón u otra” dejó esa posibilidad de lado.

–¿Por qué desistió de la proyección de su casa?

–Me gusta tanto proyectar lo que cae entre mis manos, me meto tanto en esos proyectos y los disfruto de tal manera, que es casi como si fueran para mí. Mi vida es agitada y hago muchas cosas, el tiempo que le puedo dedicar a cuidar un jardín no lo tengo. Vivo en un departamento pequeño desde hace años. De todas maneras estoy invirtiendo en un departamento en un edificio que proyecté: Vesta. La vida de departamento me gusta para mi edad y para mí, que estoy sola. Es una manera que se plantea cada vez más en las ciudades: edificios con comodidades dispuestas en un solo lugar: piscina, gimnasio, sala de usos múltiples y sala de televisión. De igual manera está cada vez más presente la relación entre lo urbano y la naturaleza.

–¿En qué etapa de la vida se encuentra, en lo profesional y en lo personal?

–Me siento en una etapa de mucha productividad. Tengo una enorme experiencia en arquitectura, en docencia, en consultorías y en el trato con grupos de trabajo. He formado cantidad de profesionales en mi estudio, de camadas que se renuevan y emprenden vuelo propio. Es una parte de mi trabajo que hago con gusto. En lo personal es absolutamente importante mi familia y me dedico mucho a mis nietos, a quienes disfruto enormemente. También de las amistades y de la parte intelectual: estoy presente en grupos con los cuales comparto intereses sobre el patrimonio, la historia, el paisaje. Son aspectos de mi vida que complementan lo proyectual y lo específico de la arquitectura.

Eliana Bórmida es la mayor de cuatro hermanas que crecieron en un chalet de la Av. Emilio Civit, en la ciudad mendocina. Su padre, comerciante y coleccionista de arte. Su madre, atenta a las imparables actividades domésticas y dispuesta a ofrecer una crianza disciplinada. El jardín de aquella residencia le viene como un recuerdo cercano, con el verde ramificado de los pinos, una pileta a puro juego en verano y una maroma convertida en estructura para armar casitas con toldos. También vuelve la memoria de cuando hubo que demoler la casa, porque mantenerla era una ocupación aparte. Su padre la impulsó a dibujar, leer y estudiar. Su madre le transmitió carácter, decisión y seguridad. A los 17 años fue enviada a una familia estadounidense para terminar la secundaria en un pueblo cercano a Chicago.

–¿Qué relación tiene su viaje a Chicago con su devenir como arquitecta?

–Muchísima. Cuando viví en los Estados Unidos, el vecino de la casa que me alojaba era arquitecto, además de pariente de la familia que me recibió. Este hombre estaba siempre frente a una ventana, con un tablero dibujando y escuchando música. Esa imagen fue muy poderosa para mí. Un día lo acompañé a comprar materiales para un trabajo que estaba haciendo y me llevó a recorrer edificios modernos en Chicago. Hasta entonces yo solo conocía la arquitectura antigua a través de libros. Cuando volví supe que quería ser arquitecta y me inscribí en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Mendoza, que hacía poco se había inaugurado. Fue una etapa muy feliz. Ahí conocí a Mario Yanzón, que fue mi novio, luego mi marido, el padre de mis hijas y mi socio. Hoy estamos divorciados pero seguimos siendo buenos compañeros de trabajo.

–¿Los proyectos de bodega fueron una búsqueda o sucedieron como consecuencia de las primeras experiencias que tuvo en los espacios del vino?

–Fuimos los primeros y tuvo que ver también con un contexto macroeconómico que permitió abrir mercados. La revolución vitivinícola de los 90 ofreció ventajas para inversores extranjeros y muchos bodegueros y enólogos vieron esta oportunidad, que se convirtió en un boom. Quién hubiera imaginado estar haciendo bodegas tan grandes al mismo tiempo en los mismos años. Abrimos una puerta en una época donde no había una arquitectura de bodegas pensadas para el turismo. El enoturismo se nutrió de la creación de lugares para recibir visitantes y crear lugares, lo que nos apasiona. El espíritu que le das a un lugar está más allá del manejo arquitectónico, en el sentido tradicional.

–¿Cómo concibe la arquitectura?

–Entiendo lo arquitectónico con mucha fenomenología, con sensorialidad, y eso lo adquirí con el tiempo y la experiencia. He viajado por culturas muy distintas y es difícil no emocionarse en los lugares que tienen espíritu. Un punto de partida es saber cuál es la intervención que hay que hacer y neutralizar los aspectos negativos o en contra. Esto se va resolviendo en cada caso. El recorrido es fundamental para nosotros, es decir, cómo se ve, cómo se da la aproximación hacia un lugar, qué escala tienen las cosas, cuáles son los movimientos de las personas o cómo es el clima en determinada zona. Creo que todos los materiales me representan, aunque tengo preferencias por los naturales, como la piedra, la granza, la tierra y determinados colores. Si bien soy discreta y serena con las formas, no le tengo miedo a otros desafíos. La Bodega Garzón, en Uruguay, es un ejemplo de esto porque cuenta con una de las formaciones geológicas más antiguas del planeta: el Escudo de Brasilia. Cuando trabajamos en ella respetamos esta particularidad y el resultado es imponente.

–¿En qué aspectos se distinguen sus bodegas?

–Es probable que se distingan por la relación con el entorno y con el espíritu de algo que se siente y no puede explicarse bien. Buscamos generar experiencias particulares de recorridos. Cuando uno camina por ahí va sintiendo lo que sucede a través de técnicas que juegan con el movimiento y la conexión de espacios, la fluencia y la articulación. La intención es conectar espacios funcionales y generar emociones. Todas las bodegas transmiten algo en particular. Por ejemplo, cuando en Salentein llegás al espacio central, si mirás para abajo ves la cava con su rotonda, y al bajar esa cava se conecta con un lucernario y un entorno curvo. Si te parás en el centro y proyectás la voz, retumba tu interior como una caja de resonancia. En Alfa Crux, entrar a la cava es ingresar a un espacio insospechado y enorme, ubicado debajo de una plaza, en el que una cruz de luz se proyecta en el piso. En las bodegas hay algo de bohemia, inquietud y fantasía. Ojalá esta microcultura que hemos generado nos trascienda.

​ Eliana Bórmida asume el desafío de diseñar bodegas vitivinícolas; sus proyectos están orientados a la producción y al turismo al mismo tiempo  Conversaciones de domingo 

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