La misma lluvia de piedras, con otro final​

Eta semana, en el Senado se jugaba algo más que la suerte de una ley. El Congreso fue la arena en la que se midieron dos fuerzas opuestas. Por un lado, la voluntad de cambio; por el otro, la resistencia a esos vientos para mantener las cosas como están. Por eso, si la Ley Bases no salía, no solo el Gobierno se hubiera visto frente a un problema grave. De algún modo, el fracaso del proyecto oficialista habría significado el aval de los representantes del pueblo a la patria corporativa y al estancamiento del país, es decir, otro impulso a un proceso de degradación que viene de lejos y parece no tener término. La ley salió. Apenas por un voto, pero salió. Por un pelo, prevaleció la esperanza de un cambio.

Operó en el Congreso, por detrás de las convicciones o las conveniencias de los senadores, una fuerza que de algún modo los supera y no pueden desoír, salvo pagando un costo alto. Es el mandato de cambio de una sociedad agotada que está haciendo un sacrificio sin precedente para dar una vuelta de timón en el rumbo del país, convencida de que es inviable seguir como veníamos. No se trata de una cuestión ideológica. El daño moral y material de décadas de populismo, clientelismo y mafias “legalizadas” para esquilmar al Estado es palpable. Entra por los sentidos. Se siente en el bolsillo, en la falta de trabajo, en la pobreza que se ve en las calles, en los hijos que se van. Hay en la sociedad un reconocimiento y una madurez inédita, producto de lo mucho que dolió la caída tras el impacto combinado de la pandemia y las gestiones del kirchnerismo, coronadas por el mazazo de su cuarto gobierno. El grueso de la sociedad quiere, exige, necesita un cambio. Lo que no se traduce en homologar sin condiciones el proyecto de Javier Milei.

No hay nada más antidemocrático que el uso de la violencia para cancelar un proyecto de cambio que, aunque ajeno, recibió el aval de las urnas

Pero reparemos primero en la fuerza reaccionaria. El statu quo no tiene proyecto. Su apuesta es perpetuar la decadencia. Aun sin proyecto, los que sacan provecho particular de la malaria general resisten el cambio y hacen lo que pueden para que todo siga igual. Tras ese objetivo, atacan al gobierno que no les pertenece para que se vaya, a fin de recuperar el control de Estado. Desde la vuelta de la democracia, esta ha sido una constante del peronismo. Con Alfonsín, con De la Rúa, con Macri. Las piedras que habían prometido en campaña sus voceros más locuaces llegaron el miércoles. Fueron las mismas que llovieron sobre el Congreso en diciembre de 2017 en contra de la reforma jubilatoria, a partir de las cuales el gobierno de Macri, que venía de ganar las elecciones de medio término, empezó a declinar. La película se repite: otra vez la violencia y el vandalismo como medios para boicotear una sesión legislativa, frustrar la sanción de una ley y herir a un gobierno. Esta vez no funcionó. Pero el daño lo sufren la sociedad y el país, porque no hay nada más antidemocrático que el uso de la fuerza para cancelar un proyecto de cambio que, aunque ajeno, recibió el aval de las urnas.

El debate mostró hasta qué punto la lógica de las redes sociales ha permeado el discurso político. En su gran mayoría las intervenciones fueron elementales, en muchos casos por falta de preparación. Pero abundaron las posiciones extremas dirigidas a matar, simbólicamente, al otro. Darle entidad o derecho a la existencia al oponente pondría en jaque la propia identidad, la propia verdad o el propio interés. Entonces, se lo convierte en enemigo y se lo destruye. En estos términos, el debate se vuelve simplista. Y tan ideologizado que cancela el intercambio de ideas y relega al olvido los problemas de la gente.

En mi opinión, es saludable que la ley no haya salido tal como la gestó el Gobierno. Bienvenidas las modificaciones. Un líder como Milei, apegado de modo férreo a una doctrina y tan extremo en sus posiciones, necesita de un contrapunto que lo modere. El Presidente actúa como una persona confinada dentro de los límites de una teoría económica que pretende absoluta, verdad irrefutable, ordenadora incluso de lo político. Esa teoría suya, centrada en el paraíso perdido del mercado en estado puro, al que quiere volver, lo lleva a relegar una gran cantidad de problemas sociales o políticos acuciantes y de gran incidencia. El mercado puede generar crecimiento, pero no responde, por ejemplo, al fenómeno de la desigualdad, una deuda pendiente de la democracia. Y una de las razones que explican la crisis de esta forma de gobierno, la menos mala que existe, a nivel global.

La flexibilidad que tuvo que asumir el Gobierno para acordar las modificaciones a la ley, empujado por la oposición constructiva, es buena señal. Y lleva a la pregunta por la naturaleza del cambio que necesitamos. No se trata solo de pasar de la izquierda a la derecha o viceversa, o de tener más o menos o intervención del Estado. Quizá la verdadera transformación pasa por inaugurar una etapa de diálogo y de convivencia en la disidencia. El día en que los políticos, tan seguros de sí mismos, dejen de destrozarse infantilmente entre sí, tal vez dejen de dañar al país con sus rencillas mezquinas y cambie la historia. Pero esa señal de cambio, esa exigencia, también tiene que partir de la sociedad.

​ Eta semana, en el Senado se jugaba algo más que la suerte de una ley. El Congreso fue la arena en la que se midieron dos fuerzas opuestas. Por un lado, la voluntad de cambio; por el otro, la resistencia a esos vientos para mantener las cosas como están. Por eso, si la Ley Bases no salía, no solo el Gobierno se hubiera visto frente a un problema grave. De algún modo, el fracaso del proyecto oficialista habría significado el aval de los representantes del pueblo a la patria corporativa y al estancamiento del país, es decir, otro impulso a un proceso de degradación que viene de lejos y parece no tener término. La ley salió. Apenas por un voto, pero salió. Por un pelo, prevaleció la esperanza de un cambio.Operó en el Congreso, por detrás de las convicciones o las conveniencias de los senadores, una fuerza que de algún modo los supera y no pueden desoír, salvo pagando un costo alto. Es el mandato de cambio de una sociedad agotada que está haciendo un sacrificio sin precedente para dar una vuelta de timón en el rumbo del país, convencida de que es inviable seguir como veníamos. No se trata de una cuestión ideológica. El daño moral y material de décadas de populismo, clientelismo y mafias “legalizadas” para esquilmar al Estado es palpable. Entra por los sentidos. Se siente en el bolsillo, en la falta de trabajo, en la pobreza que se ve en las calles, en los hijos que se van. Hay en la sociedad un reconocimiento y una madurez inédita, producto de lo mucho que dolió la caída tras el impacto combinado de la pandemia y las gestiones del kirchnerismo, coronadas por el mazazo de su cuarto gobierno. El grueso de la sociedad quiere, exige, necesita un cambio. Lo que no se traduce en homologar sin condiciones el proyecto de Javier Milei.No hay nada más antidemocrático que el uso de la violencia para cancelar un proyecto de cambio que, aunque ajeno, recibió el aval de las urnasPero reparemos primero en la fuerza reaccionaria. El statu quo no tiene proyecto. Su apuesta es perpetuar la decadencia. Aun sin proyecto, los que sacan provecho particular de la malaria general resisten el cambio y hacen lo que pueden para que todo siga igual. Tras ese objetivo, atacan al gobierno que no les pertenece para que se vaya, a fin de recuperar el control de Estado. Desde la vuelta de la democracia, esta ha sido una constante del peronismo. Con Alfonsín, con De la Rúa, con Macri. Las piedras que habían prometido en campaña sus voceros más locuaces llegaron el miércoles. Fueron las mismas que llovieron sobre el Congreso en diciembre de 2017 en contra de la reforma jubilatoria, a partir de las cuales el gobierno de Macri, que venía de ganar las elecciones de medio término, empezó a declinar. La película se repite: otra vez la violencia y el vandalismo como medios para boicotear una sesión legislativa, frustrar la sanción de una ley y herir a un gobierno. Esta vez no funcionó. Pero el daño lo sufren la sociedad y el país, porque no hay nada más antidemocrático que el uso de la fuerza para cancelar un proyecto de cambio que, aunque ajeno, recibió el aval de las urnas.El debate mostró hasta qué punto la lógica de las redes sociales ha permeado el discurso político. En su gran mayoría las intervenciones fueron elementales, en muchos casos por falta de preparación. Pero abundaron las posiciones extremas dirigidas a matar, simbólicamente, al otro. Darle entidad o derecho a la existencia al oponente pondría en jaque la propia identidad, la propia verdad o el propio interés. Entonces, se lo convierte en enemigo y se lo destruye. En estos términos, el debate se vuelve simplista. Y tan ideologizado que cancela el intercambio de ideas y relega al olvido los problemas de la gente.En mi opinión, es saludable que la ley no haya salido tal como la gestó el Gobierno. Bienvenidas las modificaciones. Un líder como Milei, apegado de modo férreo a una doctrina y tan extremo en sus posiciones, necesita de un contrapunto que lo modere. El Presidente actúa como una persona confinada dentro de los límites de una teoría económica que pretende absoluta, verdad irrefutable, ordenadora incluso de lo político. Esa teoría suya, centrada en el paraíso perdido del mercado en estado puro, al que quiere volver, lo lleva a relegar una gran cantidad de problemas sociales o políticos acuciantes y de gran incidencia. El mercado puede generar crecimiento, pero no responde, por ejemplo, al fenómeno de la desigualdad, una deuda pendiente de la democracia. Y una de las razones que explican la crisis de esta forma de gobierno, la menos mala que existe, a nivel global.La flexibilidad que tuvo que asumir el Gobierno para acordar las modificaciones a la ley, empujado por la oposición constructiva, es buena señal. Y lleva a la pregunta por la naturaleza del cambio que necesitamos. No se trata solo de pasar de la izquierda a la derecha o viceversa, o de tener más o menos o intervención del Estado. Quizá la verdadera transformación pasa por inaugurar una etapa de diálogo y de convivencia en la disidencia. El día en que los políticos, tan seguros de sí mismos, dejen de destrozarse infantilmente entre sí, tal vez dejen de dañar al país con sus rencillas mezquinas y cambie la historia. Pero esa señal de cambio, esa exigencia, también tiene que partir de la sociedad.  Opinión 

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