José Viera-Gallo: “La inseguridad es la gran deuda de Chile y de otros gobiernos progresistas”​

Este miércoles Chile celebra 214 años de su independencia, un logro que en su momento unió a los ejércitos de los dos pueblos de la tercera frontera más larga del mundo, 5150 kilómetros. Pero esa línea fronteriza sigue siendo una y otra vez motivo de discordia. Desde el más reciente choque en junio pasado por paneles solares argentinos ubicados dentro de territorio chileno en Tierra del Fuego -“O los sacan ustedes o los sacamos nosotros”, advirtió con firmeza el presidente Gabriel Boric-, hasta el conflicto que llevó a los dos países al borde de la guerra en 1978.

En este marco, el próximo 29 de noviembre se cumplen 40 años del “Tratado de Paz y Amistad”, firmado cuando la Argentina era presidida por Raúl Alfonsín y en Chile aún gobernaba el dictador Augusto Pinochet. Pese a los reiterados choques, los dos países tienen hoy una amplísima relación, desde comercial -por ejemplo, en la Argentina están instaladas 900 empresas chilenas, y en el país trasandino el 40% del gas que se consume llega desde la Argentina- hasta social -tres millones de personas cruzan la frontera por año hacia un lado y el otro- e, incluso, militar -hay un batallón conjunto llamado Cruz del Sur-.

Frente a los históricos encuentros y desencuentros, el actual embajador de Chile en la Argentina, el experimentado diplomático José Antonio Viera-Gallo, de 80 años, contó en una entrevista con LA NACION su posición filosófica: “Los conflictos no se pueden eternizar en el tiempo, y hay que avanzar”.

Detrás de esa filosofía está su propia experiencia de vida. Luego del golpe militar de 1973, habiendo sido funcionario de Justicia en el gobierno del socialista Salvador Allende (1970-1973), fue perseguido y tuvo que marcharse con su joven familia al exilio en Italia. Eso no impidió que al regreso de la democracia, al ser elegido diputado y luego presidente de la Cámara de Diputados (1990-1993), pudiera interactuar y trabajar codo a codo con Pinochet, quien continuó como jefe del Ejército hasta 1998 y, luego, como senador vitalicio, hasta 2002.

“Evidentemente no fue fácil esa relación con Pinochet, para mí ni para él. Pero bueno… Así pues se hizo la transición chilena a la democracia”, reflexionó.

En su entrevista con LA NACION, Viera-Gallo no esquivó el asunto de las deudas pendientes de su gobierno y de otras administraciones progresistas en el mundo, por ejemplo en la cuestión de la inseguridad. Y reconoció que ese reclamo de que “alguien ponga orden”, es un caldo de cultivo para el crecimiento de la ultraderecha.

Tampoco eludió la cuestión de la enorme distancia ideológica entre el presidente Boric y Javier Milei, que durante su campaña tildó al mandatario chileno de “empobrecedor”. Pero rescató que desde su asunción, el argentino buscó un tono más conciliador con su par trasandino.

-Hace algunos años Chile era el “jaguar de América Latina” cuando crecía al 4% anual. Ahora, como mucho, las expectativas de crecimiento son del 1,5% o 2,5%. ¿Qué pasó con aquella ilusión?

-No es fácil dar una explicación. Algunos hablan de la “trampa” de los países de ingreso medio una vez que salen de la pobreza. Para dar luego el gran salto en un mundo globalizado, deberían entrar en competencia por ejemplo con productos asiáticos que son inalcanzablemente más baratos. Eso es lo que nos pasó en Chile con el acero chino. No podemos competir con esos precios. Algunos dicen que una alternativa sería acoplarse a un país desarrollado, como puede ser el caso de Corea del Sur y Japón. Pero básicamente tiene que haber un salto científico y tecnológico. Y eso se hace muy difícil en nuestros países. El gobierno está trabajando por ejemplo en el desarrollo de nuevos materiales, como el litio y el hidrógeno verde. También nos hicieron algunas propuestas el Colegio de Ingenieros y otros grupos universitarios que están trabajando en el tema. Creo que será un asunto de gran debate para las próximas elecciones presidenciales.

-Otra cuenta pendiente en Chile es la cuestión de la desigualdad: el 1% de la población concentra el 50% de la riqueza. Uno podría haber esperado que un gobierno progresista como el de Boric pusiera más acento en este asunto.

-Yo hablaría de “desigualdades”, en plural, porque cuando se habla en singular generalmente nos referimos al índice Gini. Y es muy difícil disminuir la diferencia en ese índice. Pero sí hemos tomado medidas para achicar las desigualdades. Por ejemplo, de forma progresiva redujimos la jornada laboral a 40 horas semanales y eso beneficia la calidad de vida de la clase trabajadora. También llevamos el salario mínimo de 400 dólares a 480 dólares. Además, se redujo la inflación que estaba en un 14% a menos del 4%. Son todas medidas que apuntan a achicar las desigualdades.

-En el terreno político, cuando asumió en 2022 Boric fue visto como una de las grandes esperanzas de los progresistas. Pero su nivel de popularidad está en declive y crece el apoyo a la ultraderecha. ¿A qué atribuye ese desencanto con el progresismo?

-Reconozco que hay problemas que el progresismo tiene dificultades para abordar. Por ejemplo, la inseguridad. Esa es la gran deuda de Chile y de otros gobiernos progresistas. La delincuencia aumentó enormemente en los últimos años y se agravó con la última ola de migración venezolana, la llegada de los carteles del tren de Aragua y otras organizaciones. El segundo problema que tenemos a ese respecto es la compleja situación en el sur con el pueblo mapuche. Y el tercer tema es la migración ilegal. Chile es un país de 18 millones de habitantes al que llegaron 800.000 venezolanos. Todo eso provoca una enorme conflictividad y el reclamo social de que alguien ponga orden. Las encuestas muestran que incluso crece el número de personas que aceptarían sacrificar parte de sus libertades para que haya orden. Y la gente se vuelca entonces a la derecha y a la extrema derecha porque les presentan soluciones simplistas de mano dura y muestran ejemplos como los de Nayib Bukele en El Salvador, un programa que tiene graves consecuencias en los derechos humanos. El mundo progresista, en cambio, no tiene tantos ejemplos exitosos para mostrar frente a estos problemas.

-En cuanto a las relaciones entre Chile y la Argentina, a 40 años del “Tratado de paz y Amistad”, sigue habiendo choques periódicos y el distanciamiento parece aún mayor con dos gobiernos de signo ideológico tan diferente.

-Yo rescataría que gracias a ese tratado hemos resuelto de forma pacífica todos nuestros diferendos. Los conflictos no se pueden eternizar en el tiempo, y hay que avanzar. Así es enorme la cantidad de actividades y proyectos que tenemos en común. Y en cuanto a las diferencias, si bien el presidente Milei tuvo palabras muy duras en la campaña hacia nuestro jefe de Estado, luego suavizó las tensiones desde que asumió. Incluso en una entrevista con El Mercurio dijo que los argentinos lo votaron para resolver problemas “no para hacer una disputa ideológica en el barrio”. Y eso creo que refleja muy bien la voluntad de los dos gobiernos de trabajar por sus pueblos. Lo importante no es quedarse en sentimientos nacionalistas pequeños que existen en ambas partes. Por eso es importante que miremos hacia el futuro. Tenemos muchas posibilidades de cooperar desde el campo económico hasta las ciencias del espacio.

-En cuanto a Venezuela, desde su campaña el presidente Boric se diferenció de sus pares progresistas de la región calificando como “dictadura” al gobierno de Nicolás Maduro. ¿Qué perspectivas ve ahora para ese país?

-La situación es muy difícil por la correlación de fuerzas. La oposición ganó las elecciones pero Maduro cuenta con las fuerzas armadas. Entonces es una ecuación muy desequilibrante. Quizás les podría servir de ejemplo la transición chilena desde una dictadura militar hacia una democracia. Pero el contexto histórico es diferente. Tendrá que resolverlo el pueblo venezolano.

​ El embajador chileno en la Argentina, que ya había ocupado ese cargo entre 2015 y 2018, habló con LA NACION sobre los desafíos que enfrenta su gobierno, la relación entre Boric y Milei, y el futuro de Venezuela, un régimen al que no duda en calificar de “dictadura”  El Mundo 

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