Gena Rowlands, adiós a una actriz que afrontó todos los riesgos y encarnó como nadie a mujeres inusuales del cine​

Siempre adherida a la figura de John Cassavetes, marido y director de sus mejores películas, Gena Rowlands, quien murió este miércoles, a los 94 años, ha sido una actriz bisagra para el cine de Hollywood. La noticia la confirmó el portal TMZ, donde indicaron que la artista falleció en su hogar de Indian Wells, California, rodeada por su familia, incluido su esposo, Robert, y su hija Alexandra Cassavetes.

Gena Rowlands apareció tímida en la televisión de los tempranos 50 y en varias películas que marcaron el crepúsculo del clasicismo –como la olvidada Los valientes andan solos (1962)-, para luego convertirse en el corazón de la obra independiente de Cassavetes: el rostro estelar de Faces (1968), el genio interpretativo en la magistral Una mujer bajo influencia (1974), la feroz pistolera que enfrenta a la Mafia en Gloria (1980). Pero Gena Rowlands también dio cuerpo a una mujer inusual en el cine en esos tiempos de cambio, incluso en papeles menores como el de la esposa que acompaña a la jungla al médico que interpreta Rock Hudson en Laberinto trágico (1962) de Robert Mulligan. Una mujer que resquebrajaba su rol tradicional, que expandía esa belleza rubia y sumisa para arreciar inesperadas rebeldías. Su muerte es el final de un tiempo que permanece cautivo en su legado, en la evocación de sus riesgos, en la transición de una estrella en ascenso a la actriz que se convirtió en el último estandarte de la contracultura y la independencia.

Gena Rowlands nació en la ciudad de Cambria, en Wisconsin, y pasó su infancia en varios estados empujada por la actividad política de su padre, un banquero y legislador de ascendencia escocesa. Su madre, primero ama de casa y luego actriz de teatro, fue quien le contagió su amor por el arte y apenas alcanzó la adolescencia se decidió a estudiar en la Academia de Artes Dramáticas de Nueva York. Eran los tempranos años 50 y el mundo de la interpretación se veía revolucionado por las enseñanzas de Konstantín Stanislavski que propagaba la escuela de Lee Strasberg, por el impacto que Stella Adler tuvo en una generación de actores con Marlon Brando a la cabeza, y por el impulso de la renovación del teatro de posguerra. En esos años, Rowlands formó parte de varias compañías teatrales y se lució en el Provincetown Playhouse, un teatro histórico del Greenwich Village que había formado actrices de la talla de Claudette Colbert, Anne Harding o Bette Davis.

A John Cassavetes lo divisó por primera vez en el vestuario de la Academia en Carnegie Hill, por donde solía deambular cuando se escabullía para espiar a los cantantes de ópera en los auditorios. Por entonces no imaginaba romance alguno, pese a que la deslumbró la belleza de futuro director, apenas un año mayor. “Entonces solo quería actuar”, revelaba en una entrevista con The New York Times de 2016 sobre ese primer encuentro con su futuro marido y compañero de aventuras. El encuentro formal se produjo en 1951, en el mismo año en que ella abandonaría la Academia antes de graduarse por no poder afrontar el pago de la matrícula. Cassavetes actuaba en una puesta estudiantil de Curva peligrosa, del británico J. B. Priestley, y al terminar la función conversaron un largo rato. No hubo flechazo sino una amistad que con los años se convirtió en matrimonio y en una de las más fructíferas colaboraciones artísticas. Se casaron en 1954 y tuvieron tres hijos, Nick, Alexandra y Zoe, todos directores de cine y herederos de la pasión de sus padres.

En ese tiempo de amor y primeros pasos en el teatro, la televisión asomó como un territorio posible para ejercer el oficio y ganar algo de dinero. Rowlands debutó en la pantalla chica en ese mismo 1954 en la serie Top Secret, protagonizada por Paul Stewart. “La televisión era un medio de entrenamiento para muchos actores del método en ese momento”, explicaba en una entrevista con Beverly Cinema en 2016, a propósito de una retrospectiva sobre John Cassavetes. “Yo no sé si aprendí demasiado en la televisión. Si te gustaba actuar, actuabas. Es cierto que muchos creen que es necesario un cierto entrenamiento en la interpretación. Pero a mí me guiaba el amor por lo que hacía”. En la década del 50 sus títulos televisivos fueron antologías como Robert Montgomery presenta, Armstrong Circle Theatre o Goodyear Television Playhouse mientras seguía en Broadway. En 1958, Cassavetes preparaba el que sería su debut como director en el cine, Shadows, ópera prima que perfilaría el camino para la independencia en Hollywood. Por entonces Rowlands compartía cartel en el teatro con Edward G. Robinson en la obra Middle of the Night de Paddy Chayefsky.

Un trabajo decisivo

De alguna manera, Shadows fue el puntapié inicial de Cassavetes en el cine, el modelo de improvisación y de producción de películas fuera de la industria, la alquimia entre la colaboración de los actores y los resultados en la pantalla. Rowlands aseguraba que ella no había participado en la gestación de esa primera película, que era “todo de John”, pero lo cierto es que a partir de allí el trabajo conjunto fue decisivo para sus carreras. En televisión actuaron en el mismo 1959 en el western Laramie y en Johnny Staccato, una serie popular de detectives. Mientras tanto, Rowlands asomaba en el cine: sus primeros dos papeles importantes fueron en Los valientes andan solos y Laberinto trágico, ambas de 1962. La primera, dirigida por David Miller, cuenta la historia de un cowboy (Kirk Douglas) alejado de la ciudad y renegado de la vida moderna que regresa a su pueblo natal para ayudar a escapar a su amigo de la cárcel. El reencuentro con su antiguo amor (Rowlands) y hoy esposa de su amigo es uno de los momentos más conmovedores de la historia, enredado en la nostalgia y lo imposible, y encarnado con extraordinaria modernidad por parte de Douglas y Rowlands.

Labertinto trágico, de Robert Mulligan, es una historia de aventuras, ambientada en Indonesia en el periodo de entreguerras, donde un médico recién recibido (Rock Hudson), temerario y algo engreído, va a enfrentarse con la realidad de su profesión y la medida de su vocación. Rowlands interpreta a la novia perfecta que deberá lidiar con las duras condiciones de la jungla y los sacrificios que supone la vida matrimonial fuera del círculo protector del hogar civilizado. Es interesante cómo ese díptico que configuran ambas películas modela el terreno desde el que despega su trayectoria, entre los residuos de un clasicismo signado por el modelo de belleza rubia y vestuarios vaporosos, y un potencia actoral que desborda los límites de esos personajes. Si bien en los primeros años 60 Rowlands seguiría en televisión en series como Bonanza, El virginiano, Doctor Kildare, Alfred Hitchcock Presenta o Peyton Place, sería el protagonismo en el cine de Cassavetes el que le depararía la verdadera consagración profesional.

Pese a ese futuro auspicioso, Un niño espera (1963) fue una fruta agridulce para el matrimonio Cassavetes. John había pasado de ser una promesa del underground a convertirse en un nombre codiciado por Hollywood tras la experimental La canción del pecado (1961) con Bobby Darin, y la producción de Stanley Kramer prometía una entrada triunfal al sistema de estudios. Ambientada en un internado infantil, la historia disponía a Burt Lancaster y Judy Garland disputando el destino de un grupo de niños con capacidades especiales que llevó al director a equilibrar los egos de sus estrellas con la complejidad del tema tratado. Gena Rowlands dio vida a la joven madre de un niño con autismo, atrapada en la encrucijada entre el deber y el abandono. Esa fue la prueba de fuego para el director y su actriz, el alerta sobre los compromisos que demandaba el cine de los grandes estudios, y el impulso para gestar una trabajo diferente, fuera de toda tenaza de productores y exigencias de estudios.

Faces (1968) fue el verdadero inicio del trabajo conjunto de Gena Rowlands y John Cassavetes. Filmada desde 1965 en su propia casa, con ínfimo presupuesto (resultado de lo ganado por ambos en televisión, hipoteca inmobiliaria y préstamos de amigos) y luego de prolongados ensayos y colaboraciones conjuntas con el grupo de actores, marcó la estela para lo que vendría. Pensada como una reflexión sobre el propio sistema de Hollywood, al mismo tiempo que una exégesis sobre la pareja y sus crisis, recorría un día y una noche en la vida de un grupo de personajes enredados en conversaciones alcoholizadas, disputas amorosas y desacuerdos ideológicos. Rowlands exponía en su rostro en primerísimo plano las emociones desgarradas de Jeannie, una prostituta, una joven actriz, una amante dolida, una mujer en carne viva. Faces irrumpió con una fuerza descomunal en el surgimiento del Nuevo Hollywood, con una estética incomoda e innovadora, alejada de la dramaturgia convencional y de los géneros, casi como un estado del alma contenido en la materia de los cuerpos y el grano del celuloide.

Ajena a las estrellas

En los años que siguieron la carrera de Gena Rowlands consiguió momentos mágicos e inolvidables, películas que la consagraron como la actriz más importante de su generación, ajena al título de estrella, síntoma de una transformación que apenas comenzaba. Basta ver la seguidilla: Así habla el amor (1971), Una mujer bajo influencia, Opening Night (1977), Gloria (1980), Torrentes de amor (1984). Si Faces había revolucionado el lenguaje cinematográfico y sentado las bases de un nuevo modo de producción ciertamente independiente, las películas que siguieron exploraron las diversas aristas del cine, sus conexiones con mitos en decadencia, como lo hizo Así habla el amor con la comedia romántica en ese retrato ácido y divertido sobre la pareja, o Una mujer bajo influencia sobre la locura y el amor, la condición de la mujer en el matrimonio y los límites concretos de la familia. Rowlands se convirtió en el emblema de una nueva forma de concebir la actuación, con límites porosos entre la vida y el oficio, con una renovada concepción de la experiencia, con gestos reflexivos sobre el arte y su capacidad de trascendencia.

Si Una mujer bajo influencia es citada como el peldaño más elevado de su fama, con la célebre escena en la calle en la que Mabel arremete contra transeúntes y espectadores, habitada por los fantasmas de su propio interior, Opening Night va a conseguir elevar esa condición al propio terreno de la autoconsciencia, evocando la herencia de su amada Bette Davis en La malvada, pero también reinventando su propio pasado en el teatro, los misterios de un arte efímero. Una de las mejores historias sobre Broadway y las máscaras de la actuación, sobre la identidad y el paso del tiempo, sobre la relación del cuerpo con el deterioro y la extinción. Myrtle Gordon (Rowlands) es una actriz que lidia con su propia madurez, con los desafíos de la fama y de su profesión, con su propia máscara y su esencia. El alcohol y la muerte de una joven admiradora son disparadores de una crisis que aún con sus reverberaciones existenciales no deja de ser material y concreta: ella debe interpretar a la mujer que es y no quiere asumir, a una mujer que envejece, que suma arrugas, que reflexiona sobre su vida y su profesión con un coraje desgarrador.

La película fue ignorada en su estreno en Estados Unidos cuando Hollywood comenzaba a dejar atrás su momento de ebullición creativa y contracultural que habían sido los 60 y primeros 70. No obtuvo críticas en la mayoría de los diarios y se la ninguneó hasta que Rowlands ganó el Oso de Plata en el Festival de Berlín. Esa experiencia condujo al director a aceptar el desafío de hacer Gloria luego de que Barbra Streisand se bajara del proyecto a cargo de la Columbia. El coqueteo y desmonte del film noir que había ensayado Cassavetes en Muerte de un corredor de apuestas (1976) cobra una dirección opuesta: Gloria exhibe una puesta en escena precisa, la arquitectura de un ejercicio de estilo, en una Nueva York casi de ensueño, alejada de la rusticidad y el peligro que ofrecía la historia de gángsters y muerte y el “realismo” del policial. Rowlands se convierte en guardiana de ese mundo amenazado, justiciera en el juego peligroso que el estilo abstracto de Cassavetes condensa como salido de una fantasía infantil.

Cassavetes y Rowlands encontraron la más inesperada despedida de su trabajo conjunto en Torrentes de amor, inspirada en una pieza teatral de Ted Allan (interpretada en el teatro por Jon Voight) y financiada por Canon Films (factoría del cine clase B de los 80). Cuando Sarah (Rowlands) se pregunta si el amor es una corriente que fluye y nunca se detiene, lo que indaga es ese estado de permanente movimiento que construyen las emociones y los deseos. La película logró atesorar ecos de todos sus personajes anteriores en ese interrogante, al mismo tiempo que amalgamar inquietudes que Cassavetes había desplegado como director: los vínculos conflictivos entre hermanos que habían aparecido en la familia interracial de Shadows, el asilamiento emocional que experimentan los artistas de La canción del pecado y Opening Night, la alienación del matrimonio de Faces, la intensidad emocional que bordea la locura en Una mujer bajo influencia. Y Rowlands se despedía de una etapa irrepetible de su carrera, del compañero de su vida, de esa alquimia creativa que había resultado tan inspiradora para sus contemporáneos e imprescindible para sus seguidores.

Después de Cassavetes

Cassavetes moría en 1989 luego de una larga enfermedad. En esos últimos años Rowlands se sumó al mundo de Woody Allen en La otra mujer (1988), retrato de la crisis de mediana edad de una profesora de filosofía que evoca tanto los fantasmas del propio Allen como su admiración por el estilo cassavetiano de dirección. Marion (Rowlands) acaba de cumplir 50 años y ha decidido tomarse un tiempo en su trabajo como docente para dedicarse a escribir un libro. Alquila un departamento y el primer día, mientras trabaja, descubre que a través del conducto de ventilación puede escuchar las sesiones de terapia del psicoanalista que atiende en el departamento contiguo. La historia de una mujer embarazada, Hope (Mia Farrow), despierta en ella el recuerdo de su propia historia, sus miedos, sus angustias reprimidas. Sin explosiones ni desbordes emocionales, Rowlands encarna a su personaje en los momentos más difíciles de su vida sin hacer de su dolor un espectáculo, con una tensión contenida que parece resquebrajarse en sus encuentros con un amor frustrado (Gene Hackman), un marido infiel y distante (Ian Holm), y un exterior que la confina a un espacio cada vez más reducido.

La recta final de la carrera de Gena Rowlands estuvo marcada nuevamente por un trabajo colaborativo, en este caso bajo la dirección de su hijo mayor Nick Cassavetes. Si bien tuvo apariciones en diversas películas a partir de los 90 y hasta su retiro en 2014 –Mi querido intruso (1991) y El poder del amor (1995), del sueco Lasse Hallström; una participación especial en la coral Una noche en la tierra (1991) de Jim Jarmusch; Vientos de esperanza (1998), del actor Forest Whitaker; los modestos ejercicios de terror Robando vidas (2004) y La llave maestra (2005); además de algún puñado de títulos para televisión-, el gesto de ponerse bajo las órdenes de su hijo supuso la recuperación de una tradición familiar, el intento de actualizar un legado todavía vigente. La primera colaboración conjunta fue en su ópera prima Unhook The Stars (1996), junto a Marisa Tomei y Gerard Depardieu, luego en Cuando vuelve el amor (1997), con Sean Penn, Robin Wright y John Travolta, en la popular Diario de una pasión (2004), que acercó su rostro a una nueva generación de fans, y en una de sus últimas apariciones antes de su retiro, Yellow (2012).

Con Gena Rowlands se despide el último fragmento de aquel tiempo de cambios y transformaciones que vivió el cine de Hollywood en los años 60. Su aparición en la temprana televisión y en el crepúsculo del clasicismo cinematográfico fue apenas un anticipo de lo que representaría su figura en los años venideros, delante y detrás de la pantalla. Porque su colaboración con John Cassavetes fue mucho más que la de su actuación: dio forma a muchos de sus guiones, participó en la gestación financiera de sus proyectos cinematográficos, fue productora de hecho bajo el techo de su propia casa, comandante de los ensayos, crítica y discutidora de su estilo. Aquellas películas son el testimonio de esa obra conjunta y del talento de una actriz que supo explorar en cámara sus deseos y sus miedos, encender emociones, contener lágrimas, vibrar de furia o pasión. Su muerte no puede arrebatarnos la genialidad de su estilo, la magia de su persistente belleza, el esplendor de sus gestos, el legado de su oficio. Nos queda el misterio, la pasión y el recuerdo, nos quedan las películas.

​ De la mano de quien fuera su esposo y director de sus películas clave, John Cassavetes, la artista de espléndido rostro e innata rebeldía marcó a generaciones; falleció este miércoles, a los 94 años  Espectáculos 

Leave a Comment

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *