El otro “riesgo país”: un drama barrido bajo la alfombra

Dos preguntas dejan en evidencia el drama central de la Argentina:
* Si con dos litros de aceite puedo sostener cuatro motores, ¿cuántos litros de aceite necesito para sostener 10 motores?
* Una máquina produce 20 piezas, ¿cuántas máquinas se necesitan para producir 100 piezas?
Formuladas así, con pedagogía escolar, se las planteó Techint a 10.800 aspirantes a ocupar un puesto de trabajo en una planta industrial de Neuquén. Casi el 70% las respondió mal o no las pudo responder. La imposibilidad de resolver una regla de tres simple desnuda la hipoteca de casi toda una generación. Es el fracaso del sistema de educación pública, pero sobre todo es el fracaso de un país. El que no puede contestar es un universo de jóvenes con sus sueños rotos, a los que les cuesta imaginar y construir el futuro: la escuela no les ha dado las herramientas básicas para ganarse la vida.
Los chicos que hoy hacen filas ante ofertas de trabajo crecieron con el kirchnerismo. Tienen entre 19 y 25 años. Les prometieron un “Estado presente” y un “país inclusivo” mientras les hablaban de “la década ganada”. Son el resultado de un populismo que todavía sobrevive en la provincia de Buenos Aires y en otros distritos del país: les regalaron notebooks, bicicletas y hasta viajes de egresados. Pero no les enseñaron a dividir ni a multiplicar. No les reconocieron el derecho a ser exigidos, a esforzarse y a aprender. Son hijos de un ideologismo demagógico que abolió los requisitos: para jubilarse no hacía falta haber hecho aportes, para tener un ingreso no se exigía trabajar, para pasar de grado o de año no se necesitaba estudiar. Hoy llegan a las puertas de Techint y no pueden resolver una ecuación elemental. Quedan condenados, en el mejor de los casos, a la precariedad laboral, a un camino de frustración y de pérdida de oportunidades.
Detrás de esa tragedia generacional hay una escuela pública cada vez más desarticulada. Es una escuela atravesada por el deterioro del tejido social, más convertida en un centro de contención que de educación. Es una institución desjerarquizada, con docentes que arrastran un déficit formativo, cobran bajos salarios y perdieron autoridad y reconocimiento social. Es, además, una estructura hiperburocratizada, agobiada por planillas y expedientes; condicionada, a la vez, por la vigilancia y la extorsión sindical. En sus aulas, la misión básica de enseñar ha quedado desdibujada. Exigir y evaluar se han convertido en verbos malditos. Los valores del mérito, la disciplina y el esfuerzo han sido desacreditados. La práctica escolar se ha teñido de un facilismo ideologizado que encubre los dramáticos índices de fracaso educativo.
Toda la pirámide del sistema de enseñanza parece empeñada en ocultar y disimular su propia degradación. Las universidades obtienen, de parte de sus ingresantes, los mismos resultados que obtuvo Techint. Para que no se sepa han eliminado directamente las pruebas de ingreso. Consideran que exponer el déficit formativo es “estigmatizante”: es más cómodo barrerlo bajo la alfombra. ¿Qué hacen entonces? Bajan la vara. Se pliegan a un sistema que cada vez se conforma con menos y que estira la cadena de la degradación educativa hasta el último eslabón del ciclo universitario. Después se verá que en los exámenes para acceder a cargos de jueces o a residencias médicas también aparecen las dificultades para la interpretación de textos o el razonamiento lógico. Todo deriva en la erosión silenciosa de los recursos humanos del país.
El que contó, hace pocos días, la frustrante experiencia de Techint al evaluar a miles de jóvenes que aspiraban a un trabajo fue el propio CEO de la compañía, Paolo Rocca. Cuesta discernir qué es más grave: si el problema que describe uno de los empresarios más importantes del país o la indiferencia política y social frente a ese problema. ¿Alguien preguntó de qué escuelas venían esos jóvenes que no podían dividir y multiplicar? No identificar responsables es una forma de diluir el fracaso.
La educación no forma parte del debate central de la Argentina. En la agenda del Gobierno, prácticamente no figura. Hace un año se insinuó una discusión sobre las universidades, pero todo parece haber terminado en un espasmo coyuntural. No se propuso un debate de fondo sobre la calidad y la seriedad de la educación universitaria, que hubiera derivado, inexorablemente, en una discusión más amplia sobre todo el sistema educativo. ¿La oferta de nivel terciario está alineada con las necesidades del mercado laboral y productivo? ¿Es aceptable que las facultades no establezcan condiciones de ingreso ni tomen exámenes de egreso? ¿No deberían incentivarse determinadas carreras que potencien el desarrollo en áreas innovadoras, como las de la energía y la industria del conocimiento? ¿Es equitativa la absoluta gratuidad universitaria en un país donde faltan jardines de infantes en los barrios más vulnerables? Todas son preguntas que brillan por su ausencia en el debate público.
Si se les presta atención a los más prestigiosos especialistas, el cuadro es desolador. Guillermo Jaim Etcheverry viene hablando desde hace décadas de una “tragedia educativa”. Guillermina Tiramonti ha denunciado “un gran simulacro”: unos simulan que enseñan, otros simulan que aprenden. Es una ficción institucionalizada; “una estafa a la sociedad”, en palabras de la profesora Tiramonti. Mariano Narodowski habla, lisa y llanamente, del “colapso de la educación”. Nada, sin embargo, parece conmover lo suficiente a una dirigencia que pone sus prioridades en otro lado. Desde hace meses, por ejemplo, la Legislatura de la provincia de Buenos Aires está enfrascada en destrabar el proyecto que finalmente votó esta semana: la reinstauración de la reelección indefinida de los legisladores provinciales. No hay registros de que en los últimos años se haya discutido, en esa misma legislatura, la situación que denunció hace un tiempo la empresa Toyota: “Se nos hace difícil, en la zona de Zárate, encontrar 200 personas con secundario completo, porque en Buenos Aires se perdió el valor del secundario”, había dicho el presidente en la Argentina de esa automotriz japonesa. Solo el 22% de los estudiantes terminan el secundario en tiempo y forma, según el Observatorio de Argentinos por la Educación.
Frente a esas dramáticas advertencias, la política pasa de largo, pero la propia sociedad mira también con indiferencia, como si la cuestión educativa no formara parte de las urgencias y las demandas más acuciantes. Nos cuesta ver la raíz de los problemas: en esa dificultad para resolver ecuaciones básicas de matemáticas subyace una de las causas del atraso argentino, pero también del deterioro social y de tragedias más irreversibles. El joven que no logra insertarse en el mercado formal de trabajo es más vulnerable frente al flagelo de la droga y la trampa del narcomenudeo. Queda más expuesto a los atajos, desde la adicción al juego hasta la caída en el delito. Para comprobarlo hay que leer un estudio del Centro de Investigación y Acción Social (CIAS) sobre las expectativas de los jóvenes en barrios populares: el 40 por ciento dice “no tengo futuro”. Viven en un contexto de “familias estalladas, escuelas desbordadas y barrios ocupados por los transas”, según la descripción que se hace en ese trabajo dirigido por el sacerdote Rodrigo Zarazaga sobre la base de un relevamiento de campo.
Tendemos a imaginar el desarrollo del país como una cuestión meramente económica, como si la calidad educativa e institucional no fueran requisitos indispensables para apalancar el progreso. Paolo Rocca lo dijo con claridad: “La crisis de la educación le impone un límite al desarrollo productivo e industrial de la Argentina”.
¿Pueden esperarse grandes inversiones en la industria sin capital humano para sostenerla? ¿Qué significa, en términos de riesgo país, que una empresa como Toyota no consiga mano de obra calificada en el conurbano bonaerense? ¿Cómo se imagina una transformación industrial sin una escuela que garantice nociones básicas de lengua, matemática y programación?
Sanear el Estado, eliminar el déficit y derrotar la inflación son, por supuesto, objetivos fundamentales. Pero no serán suficientes si, como muestran las pruebas Aprender, el 95 por ciento de los estudiantes secundarios de nivel socioeconómico bajo no alcanzan el nivel mínimo en matemática.
Hay que empezar por poner el tema en el centro de la discusión y darle el lugar que merece en la agenda de prioridades. La Argentina tiene una rica tradición en materia de educación pública. Tiene modelos estimulantes y virtuosos, como el del Colegio María Guadalupe de Tigre, que fue elegido una de las “mejores escuelas del mundo”. Tiene también capital intelectual y núcleos ciudadanos preocupados por la educación. Tal vez solo necesite la humilde epopeya de volver a enseñar. Y la voluntad de no esconder el fracaso bajo la alfombra. Si el Presidente llamara a expertos, empresarios y académicos para hablar de educación, habremos dado, por lo menos, un paso en la dirección correcta.
La imposibilidad de resolver una regla de tres simple desnuda la hipoteca de casi toda una generación; detrás de esa tragedia hay una escuela pública cada vez más desarticulada Opinión
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