El electorado huérfano y el riesgo de la moderación impostada​

Hay una Argentina que se siente políticamente huérfana. Es la Argentina moderada; la que cree en el orden fiscal, pero también en la sensibilidad social; la que puede apoyar un liderazgo firme y audaz, pero rechaza el talante autoritario y el gritoneo del poder; la que valora el progreso y la estabilidad económicas, pero no está dispuesta a resignar la calidad institucional, la ética en la gestión pública y el respeto a las normas de convivencia. Es una Argentina que entiende la necesidad de racionalizar el Estado y de encarar reformas profundas, pero también cree que debe hacerse con equilibrio, con prudencia, con responsabilidad. Es una Argentina que electoralmente ha oscilado, que no asume dogmas ni adhesiones incondicionales; que se ha ilusionado y desencantado con distintos procesos políticos, y que no está dispuesta a perder la esperanza, pero tampoco a embanderarse en un entusiasmo acrítico. La novedad es que esa Argentina hoy tiende a ser mayoritaria.

Los datos del ausentismo electoral en la provincia de Buenos Aires ayudan a dimensionar el fenómeno: el peronismo bonaerense sumó, en números gruesos, 3.800.000 votos y la alianza entre LLA y Pro, 2.700.000. Los que no fueron a votar son 5.720.000 ciudadanos: equivalen al 40 por ciento del padrón. Puede resultar chocante decirlo de este modo, pero el ausentismo es la mayor fuerza política en el distrito más poblado del país. Lo mismo ocurrió en la ciudad de Buenos Aires, donde la porción del electorado que no concurrió a las urnas fue aún mayor: 46,7%. Y también en provincias como Chaco (47,7% de ausentismo) y Santa Fe (48%).

Detrás de esas cifras hay un sector de la sociedad que protagoniza un repliegue silencioso de la escena pública. Se refugia en su esfera privada, tal vez asume compromisos comunitarios, pero cada vez le cuesta más sentirse representado por una alternativa electoral. Atraviesa, en materia política, una suerte de desierto anímico; una especie de “depresión cívica” que no necesariamente se traduce en desinterés. Ve una pugna entre extremos con los que no se siente identificado, pero que además le generan rechazo.

Cuando los analistas afinan la lupa sobre la deserción electoral descubren, por ejemplo, que el distrito bonaerense donde fue más alto el ausentismo (superó el 50%) es Pinamar, una localidad de 40.000 habitantes donde gobierna Pro (o Juntos por el Cambio) desde hace una década y que no tiene un conurbano pobre. Advierten, a la vez, que los menores registros de participación, dentro de los conglomerados urbanos, se dieron en las zonas céntricas de clase media, donde históricamente fue más gravitante el voto al radicalismo y de terceras fuerzas, y donde en los últimos diez años se hizo fuerte Cambiemos. ¿Qué nos dice esta modesta anatomía del ausentismo electoral? Que tanto los libertarios como el kirchnerismo han perdido la adhesión de buena parte del electorado independiente y moderado al que en algún momento habían logrado atraer. Nos dice, también, que los bolsones de mayor desilusión están en esa franja social que aspira a un país normal: económicamente estable y políticamente equilibrado.

Buena parte de ese electorado había optado por Javier Milei, aunque fuera tapándose la nariz, en el balotaje de 2023. Fue la herramienta que encontró para liberarse de un populismo éticamente corroído, económicamente inviable y políticamente autoritario. Pero la naturaleza de ese voto nunca ha sido comprendida. Milei prefirió creer que aquel 56 por ciento que obtuvo frente a Sergio Massa era el resultado de un giro copernicano que había dado la sociedad argentina, protagonista de un súbito “cambio cultural” y dichosa de encontrarse, al cabo de tantas peripecias, con un mesías salvador.

No se quiso ver en buena parte de ese caudal electoral un apoyo provisorio y condicional al que, en todo caso, se debía convencer y conquistar con muestras de pluralismo, moderación y sensatez política. En lugar de ampliar y consolidar su base de sustentación, el oficialismo libertario se ha dedicado a encogerla y debilitarla, como si la adhesión de los fanáticos y de los núcleos duros alcanzara para construir un liderazgo sólido. Se jactó de no reparar en las formas e hizo alarde de insensibilidad. No entendió que una cosa es “tener que hacer” un doloroso ajuste, con despidos y recortes, y otra es que te guste hacerlo y que, peor aún, lo disfrutes. Entre el deber y el regocijo hay un abismo. Y esa diferencia hace que aquello que podría haber sido comprendido termine siendo rechazado por buena parte de la sociedad, para la cual el “justo medio” es una aspiración esencial.

Las terceras fuerzas parecerían tener una oportunidad en este paisaje de desaliento, desilusión y rechazo. Sin embargo, el repliegue tiende a imponerse ante la opción de un voto testimonial que tampoco logra remontar el entusiasmo. El internismo ha hecho un daño enorme en partidos como el radicalismo y Pro. Las coaliciones que intentan presentarse como novedosas también muestran un nivel muy alto de fragmentación y una clara orfandad de liderazgos. Cuando los analistas de opinión pública pasan en limpio los resultados de los focus groups, hay una respuesta que se repite con llamativa frecuencia: “Hoy no hay ningún político ni ningún partido que me represente”. De ahí a quedarse en la casa los domingos electorales parece haber un trecho corto, aunque en su pronunciada dispersión, las terceras fuerzas de centro arañaron el 7 de septiembre pasado el millón de votos en la provincia de Buenos Aires.

Dinamitar el centro político y apostar a una polarización extrema fue una estrategia que ha mostrado su fracaso. Llegó a creerse que el electorado independiente y moderado no iba a tener otra opción que alinearse de uno u otro lado. Otra vez, faltó una elemental comprensión sobre esa franja ciudadana: no se comporta como un rebaño y preserva, aunque sea en su fuero íntimo, un espíritu de rebeldía.

En la necesidad de seducir y reconquistar a esa Argentina desencantada aparece un riesgo al que tal vez debamos prestarle atención: es el de la moderación impostada. Ya se ha visto en años cercanos: liderazgos que “se venden” y “se compran” como moderados, amplios, “normales” y “mejorados”, pero que solo apelan a esa actuación para llegar al poder. Suavizan su discurso, recurren a una autocrítica hueca, fuerzan uniones tácticas y exhuman un repertorio de vaguedades y promesas que, más temprano que tarde, derivan en una nueva frustración.

Hay una estética que parece irrelevante, pero que da señales de esa impostura: es la estética sobreactuada del hombre o la mujer comunes. Cristina Kirchner supo adaptar hasta su vestuario para hacer, en 2017, una campaña “más cercana” y, en apariencia, más plural. Ahora vemos aspirantes apegados al mate, como si fuera una señal de sencillez. Todo es tan artificial que se nota demasiado: se toma mate en el lugar y el horario equivocados, más como un gesto snob de Palermo Hollywood que como un hábito genuino que no demanda ostentación. Se exhibe el termo como una bandera y se lo abraza como una declaración de principios. Parte, además, del equívoco de que el mate es una seña de identidad popular, cuando en realidad es una costumbre que atraviesa a toda la pirámide social. “La foto con el mate y el termo es la niña mimada del demagogo con ambiciones”, escribió Verónica Chiaravalli en una columna exquisita y original en La Nación que se titulaba, precisamente, “Módica hermenéutica del mate político”. Allí proponía algo que tal vez hoy recobre vigencia y resuene como advertencia oportuna: “Por las dudas, cuando veamos a los políticos –del partido que fuere– ansiosos por hacer patente a los cuatro vientos cuánto les gusta tomar mate, a toda hora y en todo lugar, desconfiemos”.

No se trata del mate, sino de la impostura política; de la máscara a la que se apela para fingir un personaje que sintonice con la demanda social del momento. La estrategia parece pueril, pero a veces ha dado resultado: esconder bajo un ropaje amigable la ineficacia, la corrupción, el sectarismo y la arrogancia.

Enterado de la pérdida de respaldo electoral, el Presidente también recurre ahora a un tono más mesurado y a la abstinencia de insultos. ¿Es consecuencia de una genuina autocrítica o de una táctica electoralista? ¿Es un aprendizaje o una actuación? Todavía no lo sabemos.

Conquistar a los desencantados es imprescindible para construir consenso social y tener una sólida base de apoyo. La pregunta medular, sin embargo, es cómo se intenta sintonizar con ellos: ¿a través de un esfuerzo por interpretar sus demandas y sus valores? ¿O a través de un personaje que vende gato por liebre?

Una buena parte de la sociedad también enfrenta su propio dilema: cómo conservar la ilusión y no dejarse vencer por el derrotismo y la apatía, sin caer por eso en otro entusiasmo pasajero ni dejarse tentar por una nueva impostura política. Son las delgadas líneas de una Argentina que debe lidiar con el desencanto sin hundirse en la desesperanza. Son, al fin y al cabo, los desafíos de la madurez ciudadana.

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