De la pobreza a un imperio de diversión: vino de Italia, empezó con un almacén y en un depósito de Brasil rescató un juguete icónico​

Antonio Dimare tiene 81 años. Llegó al país en 1957 desde el sur de Italia, sin saber hablar español, cuando tenía solo 14. Vino con su familia huyendo de las dificultades de la posguerra, sin nada pero cargado de esperanzas. Aunque vivió aquí por más de sesenta años, su acento aún refleja sus raíces. En su infancia, en Brienza, no tuvo juguetes, pero eso no le impidió construir, con esfuerzo y visión, un imperio de juegos y sueños. Primero con la ayuda de sus hermanos y hoy, junto a sus hijos, dirige Juguetes Rasti Sociedad Anónima, la empresa que él mismo fundó y que ha dejado su huella en la vida de muchas generaciones.

“Vinimos en el Conte Biancamano, un barco muy lindo, especialmente para nosotros que no habíamos viajado nunca. La verdad es que los chicos —mis hermanos Alfredo, José y yo— no teníamos idea de hacia dónde íbamos, y creo que mis padres, Cataldo y Teresa, tampoco lo sabían del todo. Íbamos ‘a la América’, sin hablar español y ni siquiera italiano porque hablábamos dialecto. Lo único claro era que las posibilidades de trabajo y progreso en nuestra tierra eran ínfimas. En el barco, un señor me preguntó dónde iba y cuando le conté que viajábamos a Buenos Aires me dio una tarjetita y me dijo que si necesitaba trabajo él me conseguía”, cuenta a modo de introducción Antonio.

-¿Por qué Buenos Aires?

-Acá estaba mi hermana mayor, ella había venido unos años antes y nos incitó a que viniéramos. Cuando llegamos fuimos a vivir a la casa de ella que vivía en Hurlingham, se había casado y ya tenía una hija. Esos fueron los primeros pasos.

-¿Qué pasó cuando llegó a Buenos Aires?

-A los seis o siete meses dejamos la casa de mi hermana y nos mudamos a Lugano, Capital Federal. Mientras estuvimos en Hurlingham trabajé unos meses en una fábrica que hacía broches para agarrarse la ropa y no mancharse con la bicicleta. Y también fui a visitar Salvador Garófalo, el señor que me había dado la tarjeta en el barco.

-¿Y qué le propuso?

-Primero, me ofreció trabajar en el correo, pero para eso necesitaba obtener la ciudadanía argentina. Como alternativa, me recomendó para un puesto en Eduardo Sport, una tienda de indumentaria deportiva muy conocida en ese entonces, ubicada sobre la avenida Santa Fe, en Palermo. Ahí me encargaba de colocar las etiquetas con los precios. Aprendí muchísimo y me sentí muy a gusto durante mi tiempo allí.

-¿Terminó el colegio?

-Sí, pero en la escuela nocturna. Cuando llegué, me ubicaron en séptimo grado, aunque en Italia ya había completado el equivalente a tercer año. Como no conocía el idioma, me asignaron a séptimo. Al principio, viajaba desde Hurlingham hasta la esquina de Boedo y San Juan para terminar la primaria y la secundaria en la escuela nocturna.

-¿Cuánto tiempo estuvo en Eduardo Sport?

-En Eduardo Sport estuve tres años, me querían y yo quería mucho ese trabajo, pero un día le dije a mi mamá que quería conseguir otro trabajo y renuncié, pero era mentira, yo no quería otro trabajo, lo que quería era hacer algo por mí cuenta. Entonces, en lugar de buscar trabajo buscaba algún negocio, algo propio.

Del almacén a los juguetes

Así fue como Antonio encontró un almacén en venta en su barrio: “Estaba muy cerca de casa y tenía un precio muy bajo, pero no entraban ni los perros. Me ayudó mi familia. Fue así que compramos el almacén en el que también trabajaba uno de mis hermanos. Vendíamos de todo: leche, vino, pan, facturas… y los domingos también ofrecíamos pastas frescas que comprábamos en una fábrica de pasta del barrio”, dice.

-¿Cómo siguieron?

-Cuando vimos que las pastas se vendían muy bien pensamos que sería bueno diversificar el negocio y comprar una fábrica de pastas frescas. Con esa intención y con los clasificados del diario bajo el brazo fuimos con mi hermano a ver una, pero no nos gustó nada, las máquinas eran viejas y estaban sucias… Entonces dijimos “esto no es para nosotros”, pero como los avisos venían ordenados alfabéticamente el aviso siguiente decía “fábrica de plásticos”. Con mi hermano nos miramos y fuimos.

Antonio y su hermano caminaron unas cuadras hasta encontrar la fábrica que salía en los clasificados: “En realidad, era un tallercito al fondo de una casa y una pareja grande, aunque más jóvenes de lo que soy yo hoy. Cuando mi hermano y yo vimos lo que hacían, nos entusiasmamos de inmediato”

-¿Qué hacían?

-Con un polvito, que era urea y unas prensas hacían unos platitos y tacitas que después decoraban a mano y hacían un jueguito de té para las nenas. También hacían la tetera y la azucarera. Nos entusiasmamos y compramos… Así fue nuestro “gran plan de negocios” para entrar en el rubro de juguetes. Yo tenía 22 años.

Para ese entonces Antonio ya había conocido a Fulvia, su mujer en un baile de carnaval en un club italiano. La joven era oriunda de Trieste, del norte de Italia: “Siempre digo que nos conocimos doblando el mapa. Yo soy del sur y ella es del norte. Estuvimos siete años de novios y en febrero de 1969, nos casamos. Tuvimos cinco hijos… siempre dijimos que queríamos tener muchos hijos”

“No me daba el cuero”

En los comienzos la empresa se llamaba “Plástico Bar” por el apellido de la familia a quienes compraron la fábrica. “Para empezar, fue un lindo primer paso, nos fue bien. Fuimos evolucionando con esos plásticos, pero los inicios fueron duros: no teníamos capital y lo que ofrecíamos tampoco era la innovación del juguete…”, cuenta.

-¿Cuál era el trabajo de usted en la fábrica?

-Trabajaba con mi hermano más chico, porque el mayor se quedó en la fiambrería. Atendía clientes, realizaba las entregas, un poco de todo… Al principio, usábamos un plástico rígido y en desuso, pero con el tiempo fuimos evolucionando hacia materiales como el polietileno, poliestireno y polipropileno, que son inyectables y permiten crear piezas mucho más atractivas.

Las crisis y la separación

Antonio cuenta que la empresa creció de manera lenta pero constante, y adoptó el nombre de “Dimare Hermanos”. Sin embargo, llegó el momento en que tuvieron que enfrentar su primera crisis económica en el país. “Recién ahora me doy cuenta de que fue una crisis, porque en ese momento hicimos manotazos de ahogado. Con la apertura de Martínez De Oz empezaron a llegar los productos importados y no se vendía nada”.

-¿Y qué hicieron?

-A mi siempre me gustaron los ladrillos de juguete. Eran una pasión, sentía que para los chicos era un juguete muy didáctico. En ese tiempo Rasti, que ya estaba en el país, se quiso retirar y yo quise comprarla, pero no me daba el cuero. Entonces, empezamos a fabricar nosotros los ladrillitos que siempre había tenido en mente. Contratamos un matricero para elaborarlos y los llamamos Plastiblock: el juguete pensado para chicos que piensan. Y me dedicaba a trabajar, de la mañana a la noche.

Cuando Antonio comenzó a fabricar los ladrillitos, los tres hermanos ya trabajaban juntos en la empresa, y la fiambrería había quedado atrás. “Con los Plastiblock empezamos a crecer; los juegos de té ocupaban demasiado espacio y dejaban poca ganancia. Podías llenar una camioneta con cajas y cuando facturabas eran chauchas y palitos. Competíamos con Rasti, que enseguida desapareció, y también con “Mis ladrillos”, que estaban desde antes en el mercado con sus ladrillitos de goma”, dice.

“En los 90, cuando llegó Menem a la presidencia, no se vendía nada nacional, todo era importado. Entonces me reuní con mis hermanos y les conté que había decidido viajar el mes próximo a China para ver con qué podíamos complementar nuestros ladrillitos. Alguna lucecita, un motor… algo. Y ver si encontraba algo también para implementar en nuestra línea para bebés. Algo para modernizarnos. Cuando llegué allá encontré un montón de cositas para sumar a nuestras líneas, pero también vi muchos de juguetes que estaban muy buenos. Traje dos o tres containers de juguetes, además de las lucecitas y motorcitos que cuando llegué se las entregué al matricero para ver qué se podía hacer”, agrega.

-¿Y qué pasó?

-Empezamos a vender los juguetes que había traído y fueron un éxito, volaron… Y el matricero todavía está mirando las lucecitas [risas]. Desde ese momento, tapamos las máquinas y empezamos a importar. Al principio fue algo muy modesto, traíamos lo que no fabricaban los colegas acá, pero al final, lo que había y nos gustaba lo traíamos. Crecimos mucho aunque tampoco fue fácil: una cosa es fabricar y otra es buscar un surtido que tenga salida acá.

-Siempre en compañía de sus hermanos…

-Sí, hasta que en 1998 que nos separamos.

-Estuvieron muchos años juntos, ¿cómo fue la separación?

-Fue una separación 90 por ciento consensuada. Digo 90 porque quedamos en una muy buena relación, pero en una separación siempre hay roces después de 30 o 40 años de haber vivido y trabajado juntos no es fácil. Pero estábamos en un momento que había que hacerlo, cada vez se volvía más difícil administrar la empresa y era algo que me tocaba a mí. Mi señora siempre me apoyó en la decisión y la idea era ver que no hubiera peleas ni discusiones.

-¿Y su madre?

-Mi mamá siempre fue una gran directora. Desde los tiempos en que teníamos el almacén, nos decía: “Ustedes tienen que fabricar algo”. Ella como sabía coser, solía decirnos: “Aunque sean las ballenitas de la camisa”. Tenía esa visión, por eso cuando nos separamos con mis hermanos yo tenía temor de su reacción. Me tocó a mí contarle la noticia y lo tomó bien, con tranquilidad. Lo único que me dijo fue “no se peleen”. Y no lo hicimos.

-¿Cómo lograron ponerse de acuerdo?

-Separamos lo que teníamos en tres partes. Dejé que mis hermanos eligieran primero cuál de las tres cosas querían hacerse cargo. Me reuní con mis hijos y les dije que a mí me interesaba la empresa solo si ellos querían seguir conmigo y mis hijos me apoyaron. Para entonces el mayor era quien me acompañaba a China, ya conocía del negocio. Cuando me hice cargo de la empresa ellos entraron como accionistas, les cedí una parte de la empresa.

Segunda generación: la llegada de los hijos

Tras la salida de los hermanos de Antonio de la empresa empezaron a trabajar sus hijos. “Primero entraron los cuatro varones y más tarde Sabrina, la menor. Cada uno de los chicos tomó un lugar distinto y fueron absorbiendo mis actividades. Me preguntaban: ‘Papá, ¿cómo hacés esto?’. Después me mostraban cómo lo hacían ellos con su computadora y como yo veía que lo hacían mejor les decía ‘Bueno, ahora hacelo vos’”.

-Imagino que ellos eran más jóvenes, profesionales, llegaban con ideas nuevas y otras formas de trabajar.

-Sí. Mi tercer hijo, Sergio, asumió la responsabilidad de la producción. Sin embargo, yo notaba que, aunque venía a la empresa, rara vez bajaba a la fábrica. Yo había pasado años entre las máquinas, y me costaba entender su forma de trabajar. Pero él había organizado todo de manera que le permitía planificar las operaciones, dar instrucciones claras y delegar tareas al final, su método resultó más efectivo que estar encima de quien está trabajando.

-Pero usted logró adaptarse.

-Al principio te cuesta porque desconfías de todo y pensás: “¡¿Este va a manejar la fábrica desde la oficina?!”. Pero todos fueron demostrando que había otra manera de hacer las cosas y que también era válida.

Otra vez la crisis y el regreso de la fabricación

“Después de que ingresaron mis hijos tuvimos dos o tres años más de importación hasta que explotó todo. Otra vez la crisis. La empresa quedó llena de mercadería de mucho valor porque el dólar se multiplicaba casi por cuatro, era imposible vender algo… Estuvimos los primeros seis o siete meses del año 2002 sin vender nada. La gente no nos pagaba y algunos, los más honestos, nos devolvían la mercadería”, dice.

-¿Cómo salieron adelante?

-Volvimos a fabricar. En el mercado empezaron a aparecer productos del día de la escarapela y nosotros nos sumamos. Ahí fue muy importante el rol de mis hijos. Volvimos a fabricar la línea para bebés, Bimbi, y a Daniel se le ocurrió algo que fue fundamental: agregarle un librito que estaba dirigido a las madres con consejos y se llamó “Mi bebé”. Eso pegó muchísimo porque la gente se llevaba el juguete por el librito. También lanzamos otra vez nuestros ladrillitos, los Plastiblock, aunque ahí hubo cruce con los chicos.

-¿Por qué?

-Ellos sostenían que había que cambiar el nombre de la marca porque era demasiado largo. Pero yo insistía era mi única marca que era conocida en el mercado, pero ellos me decían que no la conocía nadie y que necesitábamos un nombre más corto. Además yo pensaba “¿Estos me vienen a cambiar la historia?”. Finalmente accedí y así nació Blocky. Durante esas discusiones de negocios les conté a mis hijos que yo, muchos años atrás, había querido comprar Rasti.

-¿Cuál fue la reacción?

-El menor de mis hijos, Gabriel, me dijo en broma: “Viejo ya no hacés nada, por qué no buscás dónde están las matrices de Rasti”. Y a mi eso me quedó… Era un desafío y además yo había estado caliente 30 años por tener esa matriz y eso fue como la chispa.

Rasti es mucho más que un juego de construcción; es una historia que conecta continentes y décadas. Su origen se remonta a la empresa familiar alemana Modellspielwaren Dr. Hasel & Co., con sede en Reichartshausen, Baden-Württemberg. En 1968 la familia alemana Müller comenzó a comercializar desde la planta industrial de Knittax, en Villa Martelli, Buenos Aires los juguetes. En 1973 Rasti exportó 26 toneladas de ladrillitos hacia Canadá desde la Argentina. En 1979, la empresa brasileña Hering trasladó las matrices de Rasti a Brasil, marcando un nuevo capítulo para estos icónicos ladrillos de construcción.

-¿Y las encontró?

-Lo primero que hice fue hacer algunos llamados, incluyendo a un excolega, fabricante de juguetes que estaba viviendo en Brasil. Lo último que sabía era que las matrices de Rasti habían terminado en ese país. Al parecer, cuando los alemanes de aquí quebraron, enviaron las matrices a algún conocido en Brasil. Mi colega me dijo que el país era enorme y que no tenía idea, pero yo insistí con que, si llegaba a enterarse de algo, me avisara, y cada tanto lo llamaba para recordárselo. Pasaron un par de años, hasta que un día me llamó: “Las encontré”, me dijo. Y salí para allá.

Antonio cuenta que las matrices de Rasti fueron a parar a Blumenau, un municipio situado en el estado de Santa Catarina, sur de Brasil. “Viajé con mi hijo Sergio y fuimos a ver si estaban ahí las bendita matrices. Las tenía un fabricante de instrumentos musicales, las matrices estaban en un rincón sin uso. Cuando la vi traté de ocultar mi emoción, me hice el difícil y dije que me interesaban. Empezamos la negociación y me volví con el negocio acordado.

-¿Cómo impactó la noticia en la familia?

-Cuando las matrices llegaron al país, en 2005, yo estaba como un nene con el chiche que había deseado durante 30 años…Yo me quería poner a producir pero mis hijos me frenaron. Ellos me decían que había que hacer un estudio de mercado y yo les respondía que hacía 50 años que venía fabricando juguetes y jamás había necesitado de uno y ni siquiera sabía lo que era.

-¿Y cómo lo resolvieron?

-Los chicos trajeron a un profesor de la facultad que me explicó toda una historia de cómo lanzar el producto, cómo hay que hacer el estudio de mercado, que cámara Gesell… Yo lo escuchaba y pensaba “este está loco”. Cuando terminó le dije: “todo muy lindo pero es puro piripi”. Pero los chicos insistieron, decían que lanzar a Rasti podía canibalizar a Blocky, que en ese momento se vendía muy bien… Así que cedí, hicimos el estudio de mercado. Gracias a Dios que lo hicimos porque si lo hubiese lanzado como yo pensaba no hubiese tenido el éxito que tuvo. Rasti salió a la venta, dos años después, en 2007.

“El protocolo familiar”

-Trabajar en familia debe tener sus complejidades… ¿Cómo manejan las diferencias y los roces entre hermanos?

-No, ellos fueron siempre muy unidos. El único adversario creo que fui yo… pero bueno prefiero que así haya sido. ¿Qué hago? Casi nada [risas]. Soy el presidente, pero hacen casi todo los chicos. A raíz de la pandemia me mal acostumbré, me pusieron la computadora en casa y ahora vengo solo los martes y viernes a la oficina.

Interviene Daniel (54), el hijo mayor de Antonio que trabaja desde muy joven en la empresa: “En mi caso, y pienso que también en el de todos mis hermanos, reconocemos y valoramos la experiencia y trayectoria de papá. A eso, nosotros le sumamos lo que aprendimos en la facultad y nuevas ideas. Nosotros nos llevábamos bien acá en la empresa y afuera. Desde hace dos años a papá se le ocurrió empezar a ir unos días todos juntos de vacaciones con nuestras familias y cerramos por una semana la fábrica. Somos 24. Y lo que nos sorprendió es que ni los chicos se pelearon. Tenemos la bendición de que todos nos llevemos bien”

-¿Cómo hacen para lograrlo? ¿Hay una receta?

-Creo que todo hay que reconocérselos a mis viejos. Mi mamá nos crió prácticamente sola porque papá trabajaba todo el día, de 8 a 10 de la noche. Y después el ejemplo, porque mi viejo se separó de los hermanos y no se pelearon. Nosotros ya previmos esa situación, tenemos un “Protocolo familiar”.

-¿Qué es un Protocolo familiar”?

-Es un documento donde se establecen las pautas de la empresa familiar y la vida empresaria. Y es para evitar roces en el futuro. Desde qué pasa cuándo se muere el fundador o se fija que podemos solo trabajar en la empresa los parientes de sangre, no los políticos. Hasta fijamos qué pasa si mi hermana, el día de mañana tiene hijos y decide trabajar menos, cuánto va a cobrar o qué pasa si alguno se quiere ir, cuánto va a valer su parte. Es como la Constitución de la empresa. El protocolo familiar se elabora durante un año, se redacta y luego se expone a toda la familia. Entonces, por ejemplo, mi mujer ya sabe que acá no pueden entrar a trabajar familiares políticos, por lo que si mi cuñado se queda sin laburo nadie va a decir “dale un trabajo de chofer a fulano” y la empresa se termina convirtiendo en una bolsa de trabajo y después empiezan los roces. Fue una idea de mi hermano, Fabián. En la empresa cada uno tiene un rol y no se superponen.

-Antonio, ¿alguna vez pensó en dejar todo, tal vez regresar a Italia?

-Mi cuñado volvió, pero yo no. Jamás. Fui un millón de veces a Italia, y a mi pueblo vuelvo, si Dios quiere todas las veces que puedo, pero voy a pasear. Ser empresario acá en Argentina es un desafío, es muy difícil, pero este país te da la posibilidad que no te da el mundo. A mí la Argentina me abrió la puerta el primer día que llegué desde el señor que me mandó Dios en el barco ofreciéndome trabajo y nunca me faltó trabajo. Después, cuando quise trabajar por mi cuenta puse la fiambrería y sin ninguna capacidad. Yo no era nadie especial, ni sabía cortar el fiambre y me fue bien… Así que este país me dio todo, me dio la empresa y lo más importante me dio la gran familia que tengo. ¿A dónde me voy a ir?

-¿Cómo analiza ahora la situación del país?

-La situación actual es difícil, pero yo viví tantas difíciles… Esto también va a pasar y tengo mucha esperanza. Creo que veníamos bajando, cuando yo llegué, la Argentina era mucho más próspera, independientemente que de cómo me fue a mí, pienso que fueron bajando las oportunidades. Hacía falta un cambio grande, pero va a ser difícil y ojalá que se dé, tengo fe.

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