Cuarenta y dos años, dos semanas y un día​

¡Qué sentimiento más convencional, el patriotismo!”, dijo una de las mujeres de la mesa con las que compartí un té y un diálogo que puso por caso la figura paradigmática de Darío Volonté, héroe y veterano de Malvinas, sobreviviente del Crucero General Belgrano, cuya historia acabábamos de publicar en LA NACION. ¿Convencional en el sentido de lo vulgar y corriente?, me pregunté con asombro por el desdén con que hablaba. ¿Convencional porque acaso juzgaba demasiada costumbre o demasiado fanatismo la exaltación de ese amor que une a los hombres con su tierra?, intenté valorar la palabra despectiva mientras la conversación continuaba trivial y unos pasajes de la entrevista se enlazaban en la memoria.

–¿Has visitado las Malvinas, Darío Volonté?

–Nunca —dijo— Nunca fui.

Y en realidad poco importaba porque de todos los lugares y los rincones de nuestro suelo, de los mares y del desierto, de las montañas y de los cielos o las llanuras argentinas, ningún otro como el nombre de las Islas le había despertado en la moral, una fuerza del espíritu semejante; y porque fue tan imponente desde entonces la presencia de esa emoción, hace más de cuarenta años (cuarenta y dos años, dos semanas y un día, para señalar el momento exacto en que la estela de su barco se detuvo), cuando cierra los ojos, en sus sueños las ve.

No fue convencional la conciencia del joven marino cuando el capitán dio la orden de zarpar hacia el Sur, como tampoco fueron vanas las impresiones de lo vivido, el dolor, la desesperación, el dramatismo, el coraje, la dignidad, la nobleza y la camaradería. “Eran mis camaradas de la Marina –contó tras la supervivencia, día y noche en el mar a la deriva–. La otra parte de la guerra, el rescate, el recibimiento y estar a salvo entre compatriotas –compatriotas, dijo–, algo que aprendí en los caminos que recorrí después de la guerra para entender qué hay más allá del bien y del mal. El hundimiento, la tragedia, el naufragio. Era una especie de continuidad de nuestra profesión, una ceremonia que se extendía a lo largo de la guerra. ¡Bienvenidos a bordo, muchachos! nos decían con unas palmadas a medida que íbamos subiendo al buque desde las balsas y, de tanto en tanto, ese silencio fatal que se rompía con el grito de alguno a la voz de ¡Viva la Patria, carajo! ¡Viva!”

Pero de todas las circunstancias que Volonté había narrado configurando las caras del patriotismo (ese sentimiento juzgado burdo desde un rincón de Palermo), hubo una escena que descarté como final, a la que ahora vuelvo.

–¿Qué encontraste a tu vuelta, Darío Volonté?

–Una sensación muy rara… Cuando el buque nos rescató me quedé dormido profundamente. Me desperté en Ushuaia. Un avión de la Armada nos llevó a Puerto Belgrano y luego un chárter, a Buenos Aires. Había perdido la noción de las cosas. Era todo tan brutal, la muerte de mis compañeros y una serie de resurrecciones que me llevaron la vida entera comprender para qué. Iba vestido con un overol militar fabuloso de color verde y una gorra gruesa para el frío. Estaba tan aturdido que no me acuerdo a dónde llegamos, pero tenía algo de dinero así que me tomé un taxi. Le di la dirección al tachero, me dejó en la esquina de mi casa y recuerdo su cara cuando le dije: “¡Vengo de las Islas, señor! ¡Vengo del Belgrano!”

El hombre se dio vuelta, lo miró fijo, e impávido como quien también juzga convencional el sentimiento con que pronunciaba “las Islas, el Belgrano”, le respondió (a valor de ahora): ¡Cinco mil pesos, muchacho!

Hoy, en el Día de la Armada Argentina, aniversario del combate naval de Montevideo, vaya un homenaje a los patriotas marinos que el 17 de mayo de 1814, le abrieron paso a la campaña libertadora con su triunfo bajo las órdenes de Guillermo Brown, almirante cuyo famoso lema fue: “¡Confianza en la victoria, disciplina y tres vivas a la Patria!”

​ ¡Qué sentimiento más convencional, el patriotismo!”, dijo una de las mujeres de la mesa con las que compartí un té y un diálogo que puso por caso la figura paradigmática de Darío Volonté, héroe y veterano de Malvinas, sobreviviente del Crucero General Belgrano, cuya historia acabábamos de publicar en LA NACION. ¿Convencional en el sentido de lo vulgar y corriente?, me pregunté con asombro por el desdén con que hablaba. ¿Convencional porque acaso juzgaba demasiada costumbre o demasiado fanatismo la exaltación de ese amor que une a los hombres con su tierra?, intenté valorar la palabra despectiva mientras la conversación continuaba trivial y unos pasajes de la entrevista se enlazaban en la memoria.–¿Has visitado las Malvinas, Darío Volonté?–Nunca —dijo— Nunca fui.Y en realidad poco importaba porque de todos los lugares y los rincones de nuestro suelo, de los mares y del desierto, de las montañas y de los cielos o las llanuras argentinas, ningún otro como el nombre de las Islas le había despertado en la moral, una fuerza del espíritu semejante; y porque fue tan imponente desde entonces la presencia de esa emoción, hace más de cuarenta años (cuarenta y dos años, dos semanas y un día, para señalar el momento exacto en que la estela de su barco se detuvo), cuando cierra los ojos, en sus sueños las ve.No fue convencional la conciencia del joven marino cuando el capitán dio la orden de zarpar hacia el Sur, como tampoco fueron vanas las impresiones de lo vivido, el dolor, la desesperación, el dramatismo, el coraje, la dignidad, la nobleza y la camaradería. “Eran mis camaradas de la Marina –contó tras la supervivencia, día y noche en el mar a la deriva–. La otra parte de la guerra, el rescate, el recibimiento y estar a salvo entre compatriotas –compatriotas, dijo–, algo que aprendí en los caminos que recorrí después de la guerra para entender qué hay más allá del bien y del mal. El hundimiento, la tragedia, el naufragio. Era una especie de continuidad de nuestra profesión, una ceremonia que se extendía a lo largo de la guerra. ¡Bienvenidos a bordo, muchachos! nos decían con unas palmadas a medida que íbamos subiendo al buque desde las balsas y, de tanto en tanto, ese silencio fatal que se rompía con el grito de alguno a la voz de ¡Viva la Patria, carajo! ¡Viva!”Pero de todas las circunstancias que Volonté había narrado configurando las caras del patriotismo (ese sentimiento juzgado burdo desde un rincón de Palermo), hubo una escena que descarté como final, a la que ahora vuelvo.–¿Qué encontraste a tu vuelta, Darío Volonté?–Una sensación muy rara… Cuando el buque nos rescató me quedé dormido profundamente. Me desperté en Ushuaia. Un avión de la Armada nos llevó a Puerto Belgrano y luego un chárter, a Buenos Aires. Había perdido la noción de las cosas. Era todo tan brutal, la muerte de mis compañeros y una serie de resurrecciones que me llevaron la vida entera comprender para qué. Iba vestido con un overol militar fabuloso de color verde y una gorra gruesa para el frío. Estaba tan aturdido que no me acuerdo a dónde llegamos, pero tenía algo de dinero así que me tomé un taxi. Le di la dirección al tachero, me dejó en la esquina de mi casa y recuerdo su cara cuando le dije: “¡Vengo de las Islas, señor! ¡Vengo del Belgrano!”El hombre se dio vuelta, lo miró fijo, e impávido como quien también juzga convencional el sentimiento con que pronunciaba “las Islas, el Belgrano”, le respondió (a valor de ahora): ¡Cinco mil pesos, muchacho!Hoy, en el Día de la Armada Argentina, aniversario del combate naval de Montevideo, vaya un homenaje a los patriotas marinos que el 17 de mayo de 1814, le abrieron paso a la campaña libertadora con su triunfo bajo las órdenes de Guillermo Brown, almirante cuyo famoso lema fue: “¡Confianza en la victoria, disciplina y tres vivas a la Patria!”  Cultura 

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