Crisis con esperanza, la extraña fórmula que sostiene a Milei​

Cuando la gestión libertaria acaba de atravesar el umbral de su quinto mes en el poder, un indicador emerge consistente en todos los estudios de opinión pública. Es el que identifica en una mayoría de la población la extraña sensación que surge de combinar una arraigada percepción de crisis con una alta dosis de esperanza en que la situación del país mejorará. La idea de un presente malogrado está sustentada en índices muy palpables, que van desde una profunda recesión hasta un claro desmejoramiento del cuadro social. Es un indicador racional y mensurable. La imaginación del futuro, en cambio, es esencialmente emocional y no tiene más fundamento que la creencia en que Javier Milei podrá enderezar el rumbo de la Argentina. En algunos casos, porque confían en su prédica; en otros, porque no ven otra alternativa. El gran aliado del Presidente es el pasado reciente; contra ese recuerdo vigente, siempre emerge prometedor. La trama argumental de todo el discurso oficial está basado en estimular permanentemente la memoria de las gestiones anteriores para justificar las penurias del presente y contrastarla con la luminosidad de un futuro imaginario. La crisis le sirve para justificar las medidas; la esperanza, para mantener el apoyo social.

Un trabajo de la consultora Dynamis, de Ignacio Labaqui y Ana Iparraguirre, exhibe claramente este contraste. Cuando preguntaron por la evaluación de la situación económica actual de la Argentina, el 79% la calificó de mala y solo el 18% de buena. Sin embargo, cuando el interrogante fue sobre la perspectiva para dentro de un año, el 48% dijo que sería buena y el 38% mala. Otro estudio de la consultora Escenarios, de Federico Zapata y Pablo Touzón, llega a un diagnóstico similar. Un 55% identificó como malo el contexto económico presente, contra solo un 13% que lo juzgó positivo; pero al mismo tiempo un 49% dijo que dentro de un año la situación será mejor y el 30% que será peor. Un homenaje al “estamos mal, pero vamos bien” de Carlos Menem, cuando en sus primeros meses la hiperinflación parecía incontrolable.

En el plano más cualitativo, la consultora Poliarquía difundió un trabajo según el cual mientras en julio del año pasado las palabras más mencionadas en los focus group eran “cansancio”, “desanimado” y “decepción”, ahora el término que domina es “esperanza”. Pero Alejandro Catterberg, uno de sus directores, hace una advertencia: “Hay un cambio anímico. Javier Milei está sostenido en la opinión pública, en la gente; y la gente está sostenida en la esperanza de que las cosas van a mejorar. Pero, ¿en qué se sostiene la esperanza? La esperanza en algún momento tiene que mutar en algo más”. Y este razonamiento es clave para la sustentabilidad de la figura de Milei: la crisis actual se sobrelleva porque está acompañada por la expectativa de una salida virtuosa del laberinto. ¿Pero qué pasaría si la expectativa se diluye y sólo queda la crisis, si la gente empieza a percibir que el esfuerzo no conduce a nada, que otra vez se frustró la ilusión de un futuro mejor? Esta es la mayor amenaza que enfrenta Milei en este tramo de su gestión, mantener viva la ilusión que le permita hacer un puente hasta una verdadera mejora económica. Es una carrera entre la tolerancia social y el tiempo, entre la sensación de descalabro y la idea de una recuperación.

El Gobierno recibió datos de encuestas en las últimas semanas de que los números de aprobación de la gestión se mantenían elevados, pero también que había indicios de un principio de desgaste que llevaba a preguntarse si en marzo o en abril no se había llegado a un techo. A partir de allí se interpreta el giro pragmático que adoptó últimamente, que incluyó desde la pelea con las prepagas a la disposición a realizar concesiones en los proyectos que se debaten en el Congreso. Es más, el mensaje oficial es que si la Ley Bases y el plan fiscal no están aprobados en los próximos diez días, igual se montará la escena del Pacto de Mayo en Córdoba, a pesar de que originalmente se había planteado como una condición necesaria.

Mucho más elocuente, aunque también más silenciosa, fue la decisión de empezar a abrir muy lentamente la mano para liberar algunos fondos. A partir de marzo se desaceleró el ritmo de ajuste general. Hubo algo de dinero para un puñado de provincias en compensación por partidas educativas adeudadas, y a otras por adelantos de coparticipación. Poca plata, lejos de los festivales del pasado; pero la cuenta dejó de ser cero. También hubo un poco de oxígeno para atrasar las quitas de subsidios programadas a la luz y el gas y además hay un incremento de las prestaciones sociales (es notable cómo por primera vez los interlocutores asiduos de Milei reportan que además de su obsesión con bajar la inflación perciben menciones frecuentes a la necesidad de proteger a los sectores más bajos, un tópico infrecuente en su retórica).

Es evidente que el muro de Luis Caputo ya no era sostenible, y la idea de que no habría plata para nadie comprometía la sustentabilidad del Gobierno. El choque de trenes del viernes es una señal de advertencia clara de lo que puede pasar cuando hay una retracción del Estado, aunque por los pocos meses que llevan los libertarios en el poder la mayor responsabilidad todavía recaiga en el kirchnerismo. El accidente además expuso la extraña dependencia que mantiene Milei con el massismo en el manejo del tema ferroviario, a través de nombres como Adrián Luque, titular de Trenes Argentinos, o del empresario Fabián Carballo, todos cercanos al exministro.

También es cierto que el apretón fiscal del primer trimestre de gestión fue tan fuerte, que Economía logró hacerse un colchón delgado para afrontar algunas demandas. No hay un cambio de objetivos; Milei y su ministro sienten una pulsión natural hacia el equilibrio fiscal, es el eje de su pensamiento económico; pero ahora también hay una dosis de política en la evaluación de las partidas.

Estas pequeñas concesiones económicas son transicionales, paliativos del paquete de emergencia que desplegó el Gobierno desde el inicio. Sus objetivos estructurales, los que le permitirán demostrar si solo es una administración de crisis o si cuentan con un plan de recuperación, dependen de dos variables. La primera es la salida del cepo. Si bien en la Casa Rosada siguen apuntando al segundo semestre, cada vez hay más dudas sobre la fecha porque está claro que el FMI no aportará fondos adicionales. “Necesitamos entre 5000 y 10.000 millones de dólares más para sacar el cepo. Sin eso no lo podemos hacer porque hay un riesgo de alterar la estabilidad cambiaria, que es uno de los logros de estos meses”, grafica uno de los economistas de consulta del Presidente. El paso de lo coyuntural a lo estructural está muy condicionado por una realidad que sigue siendo muy compleja. Allí está como recordatorio el conflicto con las generadoras eléctricas, a las que el Gobierno les postergó los pagos en el marco del “no hay plata”, para ahora ofrecerles un bono con quita que varias empresas rechazan. La excepcionalidad como herramienta de gestión siempre tiene límites.

Desconcierto en el Congreso, segunda temporada

La segunda variable es la sanción de las benditas leyes económicas, que contienen capítulos vitales para el modelo de reactivación que imagina el Gobierno, pero que están rodeadas de fuertes polémicas, en particular el blanqueo, la moratoria y el Régimen de Incentivos para Grandes Inversores (RIGI). En el inicio del debate en el Senado volvieron a emerger todas las dificultades políticas de los libertarios, las mismas que en el verano hicieron fracasar los proyectos en Diputados. También quedó en evidencia el agotamiento del Gobierno para negociar. Rápidamente se resignó a que deberá hacer cambios y someterse a una segunda revisión. “Tiraron la toalla”, describió un operador aliado.

Hubo en el proceso dos asunciones erradas. La primera, que al haber discutido largamente en Diputados, en el Senado el trámite estaría pavimentado. Pasaron por alto el bronce y la alta autoestima que siempre acompaña a quienes se sientan en las bancas de la honorable cámara. Los senadores demandan ser tenidos en cuenta y no ser meros validadores de sanciones ajenas. La segunda suposición equivocada fue pensar que un acuerdo con los gobernadores alineaba la tropa en las comisiones.

Hoy existen al menos tres niveles de pertenencia entre los legisladores. Uno es el de la relación con sus gobernadores y los intereses de sus provincias. Según el cálculo que hacen en el oficialismo, sólo 25 de los 72 senadores responden directamente a sus gobernadores, lo cual habla de la limitación de este enfoque. Otro, el grado de identificación con el partido político al que pertenecen. Así se ordenan las bancadas, pero así ya no se garantiza un voto uniforme. El caso más evidente es el del radicalismo, con Martín Lousteau como figura más visible, pero también el del Pro, donde Guadalupe Tagliaferri expresó sus claras disidencias. Y el tercer nivel es de los intereses particulares, que son los que explican las conductas de los minibloques o los monobloques, “aquellas pequeñas cosas” que demandan quienes no tienen una pertenencia definida. Entre los 33 del peronismo kirchnerista (en Interior apuestan a que algunos se escindirán a la hora de votar), y los 26 aliados del oficialismo (libertarios más radicales y Pro), hay 13 senadores intermedios, la mayoría de ellos en estado de reflexión condicionada.

Frente a esta geografía escarpada, el oficialismo volvió a exhibir todo su repertorio de impericias, ese catálogo de confusiones que había logrado subsanar cuando logró la media sanción en Diputados. La vicepresidenta Victoria Villarruel, quien tempranamente había advertido en reunión de gabinete que el paquete como estaba no pasaría por el Senado, fue marginada del ida y vuelta con el Gobierno. No sorprende: también fue excluida del organigrama oficial del Poder Ejecutivo que difundió la Casa Rosada hace unos días (el mismo esquema en el que la cada vez más decisiva Karina Milei aparecía por encima del jefe de Gabinete, Nicolás Posse). Los senadores de La Libertad Avanza exhibieron sus internas en negociaciones desordenadas y al final de la semana debieron aparecer otra vez Guillermo Francos, “Lule” Menem y, en reserva, Santiago Caputo, para reencauzar un diálogo que se les había complicado. “Hubo una subestimación del Ejecutivo desde el primer momento por no entender la dinámica del Senado. No hubo coordinación porque Karina y Martín Menem solo priorizaron Diputados y pensaron que en el Senado todo sería más fácil. Lo manejaron muy mal”, reconoce una figura clave del oficialismo al tanto de las tratativas, en una descripción benévola para graficar un cuadro de verdadero descalabro que se dio en el Senado. Negociaciones superpuestas, promesas en el aire, ausencia de una línea clara con el Gobierno y funcionarios que admitían no haber leído todo el proyecto. Una auténtica colección de grandes éxitos.

Mientras los senadores kirchneristas, en una insólita decisión, se plegaban al paro de la CGT y se ausentaban de la reunión de comisión, los libertarios buscaron seducir a los disidentes con un golpe de efecto. Apuntaron a los decisivos: Lousteau, Tagliaferri, Juan Carlos Romero y Carlos Espínola. “Te imaginás si firmamos hoy el dictamen, mientras ellos están en sus despachos. Sólo nos falta tu firma”, buscó seducirlo Francisco Paoltroni a Lousteau, después de que planteara varias objeciones a los proyectos. “Pasame los cambios que querés y yo arreglo con la Casa Rosada así sacamos dictamen rápido”, reforzó el jefe de bloque Ezequiel Atauche. El senador radical ya estaba parado hace tiempo en otra vereda, recordando la burla de Milei cuando apenas levantó la mano para aprobar la suba de las dietas. Su objetivo ahora es sumar votos para cambiar el articulado de puntos clave como el RIGI y el blanqueo (podrían acoplarse Pablo Blanco y Edith Terenzi en algunos puntos), a pesar del pedido de los gobernadores de su partido para aprobar la ley como está (“ellos arreglaron cosas para sus provincias y prometieron nuestro apoyo sin hablar hablado con nosotros”, señalan). Para intentar disuadirlo, el viernes se reunieron secretamente con él Francos y “Lule” Menem.

Los gobernadores, especialmente los del viejo JxC, están muy preocupados por la posibilidad de que la ley se trabe en el Senado, o en su regreso a Diputados. Algunos creen que si son modificadas, pueden entrar en un pantano definitivo por la gran cantidad de intereses en juego. Sería sencillamente catastrófico para el Gobierno. Por eso se sumaron a las gestiones para impulsar su aprobación. A algunos senadores peronistas los sorprendió, por ejemplo, el llamado de Rogelio Frigerio, quien buscó explicarles la asfixiante situación de algunas provincias y la necesidad de contar con los recursos que están en el pacto fiscal. Los mandatarios provinciales vislumbran un escenario sombrío para sus cuentas y para el Gobierno si los proyectos encallan.

En el entorno de Milei, en cambio, hay más optimismo. Apuestan a que en el Senado, con cambios de redacción lo van a solucionar, y que el regreso a Diputados será un trámite. Y eventualmente, si todo fracasa, queda la frase presidencial: “Tiren la Ley Bases, hagan lo que quieran, vamos a lograr todo a pesar de la política”.

Pero en la Casa Rosada ya son pocos los que creen en esa afirmación. Allí ahora admiten que necesitan una señal de gobernabilidad urgente, un signo de sustentabilidad del plan, un símbolo de que la “casta” no los va a doblegar. En definitiva, sostener la idea de que la esperanza tiene sustento, y de que la crisis tiene un sentido. Sin eso, Milei empezará a parecerse a un equilibrista sin red.

​ El Presidente atraviesa un momento crucial de su gestión para poder avanzar con su plan de reformas; el debate de las leyes en el Senado volvió a exhibir la impericia política del oficialismo  Política 

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