Contra el mal de ojo
Es creer o reventar. Pleno siglo XXI. Hace unos días, una compañera de trabajo muy profesional, instruida y racional aseguró, sin la menor sombra de duda, que la habían ojeado. Es decir, alguien la había mirado feo y la había hecho sentir mal. Y tras cartón añadió que tenía amigos que habían realizado el ritual para curarla, sufriendo en el proceso una serie de reiterados bostezos y lagrimeos.
Me sorprendió mucho la naturalidad con esta colega contó su caso. No porque me pareciera extraño. Para nada. En lo personal, supe tener una tía que también revertía el mal de ojo y tengo una madre que es experta en la cura del empacho, en presencia o a la distancia, haciendo la maniobra pertinente con una cinta o una corbata. Pero yo soy de La Plata, que no deja de ser el interior del país, donde estas cosas, más cercanas a la superstición y la fe que a la ciencia, son bastante comunes. En realidad, lo que me llamó la atención es que no pensé que eso del mal de ojo existiera también en la civilizada Capital de este país.
Entonces recurrí a los libros. Y descubrí que hace cientos de años existen en esta ciudad aquellas personas conocidas como “curanderos” que se dedican a realizar este tipo de acciones para liberar a aquellos que han sido víctimas del mencionado mal de ojo, como así también a los que padecen “el susto”, “el daño”, el empacho y muchos males más.
Así me enteré que en la Buenos Aires de los años posteriores a la independencia había uno de estos curanderos en cada barrio. Se los solía llamar padrecito, madrecita, o manosanta (imposible no recordar a Olmedo) y recibían en sus “consultorios” a las personas que se supone padecían dolencias no muy tremendas.
Era un rubro donde también podían llegar a hacer negocio seres inescrupulosos o charlatanes que lucraban con las necesidades de la gente. Pero, sacando este detalle, entre los curanderos podían encontrarse distintos especialistas. Estaban los espiritistas, que aseguraban curar en nombre de seres superiores; los herbolarios, que recurrían a hierbas o “yuyos” para sanar cada padecimiento; los que curaban a la distancia, recurriendo a los nombres, imágenes o a una prenda del enfermo; y los que podían sanar tan solo utilizando las palabras.
A estos especialistas en salud alternativa también había que sumar a las comadronas, fundamentales en la asistencia en los partos y a los llamados “arreglahuesos”, destacados por sus conocimientos de la estructura ósea.
Según lo narrado por el historiador Andrés Carretero en su libro Vida Cotidiana en Buenos Aires, la eficacia de todos estos curanderos residía en la fe y la necesidad de quienes acudían a ellos en busca de ayuda. Estos personajes, según el autor, manejaban una ciencia “infusa” que era “mezcla de buena fe, credulidad, poder mental y alguna tisana de yuyos”. Todo, claro, absolutamente reñido con la ciencia.
Pero mientras no hubiera más que rituales, palabras o alguna planta inofensiva, los oficios de estos prohombres de la cura no molestaban a nadie. Quizás no hacían el bien, pero el mal tampoco. Lo que sí resultó ser nocivo para muchos, en la década del 1820, fue un menjunje llamado panquimogoge, que era ni más ni menos que un activo purgante.
Resulta que en aquellos tiempos en el que los porteños consumían desmedidamente carne y vino, era frecuente que, de vez en cuando, hicieran ayuno durante un día y que purgaran –literalmente- también sus excesos. Aquí es donde aparece el mencionado laxante, fabricado y distribuído por un tal doctor Le Roy. Pues bien, nadie sabía de qué estaba hecha esta bebida, pero el asunto es que, según reporta Carretero, provocó trastornos entre sus consumidores e incluso la muerte de algunos vecinos. Así fue como Le Roy, cuyo título de doctor quedó en obvio entredicho, se esfumó de los lugares que solía frecuentar.
En fin. Que tanto ayer como hoy hubo gente que cura, chantas que lucran y, sobre todo, gente que prefiere creer, para no reventar.
En Buenos Aires siempre hubo gente que creyó que podía sanar sus dolencias recurriendo a personajes conocidos como curanderos, más relacionados con la fe y los rituales que con la ciencia Opinión
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