Cómo saber si tenés un trauma y qué hacer para superarlo

¿Alguna vez te descubriste reaccionando de un modo que no se corresponde con lo que estaba ocurriendo?
Paralizarte frente a alguien que apenas levantó la voz, sentir un ataque de angustia en medio de una situación cotidiana o explotar con una intensidad que no se justifica por lo que pasó. Si te reconocés en alguna de estas escenas, probablemente estés frente a una huella traumática.
El trauma no es un signo de debilidad, ni un recuerdo oscuro que conviene borrar: es un mecanismo de defensa. Cuando el cerebro interpreta que está en riesgo la vida, activa un programa que apaga emociones, sensaciones y pensamientos secundarios para concentrar toda la energía en sobrevivir. Esa grabación se imprime en alta definición —con imágenes, sonidos, olores, colores, hasta detalles mínimos como la ropa que alguien llevaba puesta— y queda almacenada en un rincón de la memoria.
La función es advertirnos, cada vez que algo se parezca a aquel momento, que volvemos a estar en peligro.
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El problema aparece cuando este sistema se enciende en contextos donde ya no hay riesgo real. Entonces reaccionamos con miedo, parálisis, angustia o furia desproporcionada. Y, lo que es aún más grave, una parte de nuestro cerebro queda siempre encendida, como si nunca pudiera descansar del todo. Con las consecuencias lógicas: agotamiento, insomnio, problemas intestinales, falta de creatividad, dificultades en los vínculos y, a largo plazo, incluso enfermedades físicas.
No todas las personas que atraviesan situaciones extremas desarrollan traumas. La diferencia no está en la gravedad del hecho, sino en la capacidad que tuvo el organismo de procesarlo. Cuando esa capacidad se ve superada, el sistema se reorganiza para sostener la memoria traumática. Por eso hay recuerdos que nunca logramos traer de manera consciente, especialmente los de la infancia, y sin embargo, nos siguen condicionando en el presente.
La ciencia hoy sabe que el trauma altera estructuras cerebrales clave: el hipocampo, encargado de organizar las memorias, deja de crecer; la amígdala, que procesa el miedo, se mantiene hiperactiva; y el lóbulo prefrontal, que nos da creatividad y capacidad de resolver, pierde fuerza.
El cuerpo también se resiente: la microbiota intestinal recibe el mensaje permanente de que el mundo no es un lugar seguro, con todo lo que eso implica para la salud.
La buena noticia es que no estamos condenados a convivir con estas huellas para siempre. El abordaje del trauma requiere técnicas específicas que eviten la retraumatización. No alcanza con “recordar” o “hablarlo”, porque eso muchas veces activa el mismo circuito defensivo. Se trabaja de manera lateral, combinando respiraciones que regulan neurotransmisores, prácticas de coherencia cardíaca, técnicas corporales y herramientas de medicinas ancestrales tibetanas, hindúes y chamánicas rusas.
El objetivo no es borrar el pasado, sino desprogramar el sistema defensivo que quedó encendido y reconstruir la conexión entre cuerpo, emociones, cognición y sensaciones.
De eso trata la formación Terapias complementarias basadas en neurociencia cuyo módulo que comienza en octubre es precisamente “Manejo del trauma” de Fundación Columbia, una propuesta que integra investigación científica internacional con saberes milenarios. El curso ofrece conocimientos para comprender cómo se origina y cómo se sostiene un trauma, y enseña abordajes concretos para acompañar tanto a quienes vivieron experiencias puntuales como a quienes cargan con memorias infantiles que los condicionan desde hace décadas.
El trauma no es un enemigo a erradicar: es una señal de que, en algún momento, nuestra mente hizo lo mejor que pudo para protegernos. Aprender a escucharlo y a trabajar con él puede ser la puerta de entrada a una vida más libre, creativa y presente.
La autora es científica, especializada en neurociencias y terapias alternativas, docente de la Fundación Columbia
Las huellas traumáticas no se superan con el tiempo: se transforman en patrones que se repiten pero se pueden desprogramar Mente
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