Carla Calabrese: fue azafata, docente de inglés y directora de teatro; casada con Enrique Piñeyro, hoy está al frente del Maipo​

El ladrillo a la vista, los detalles en el sillón principal, las luces cálidas: todo se confabula para que la oficina de Carla Calabrese tenga clima de hogar. Ella no separa los mundos que habita; su vida está hecha de capas que se superponen sin conflicto: actuar, dirigir, volar en una misión solidaria o maternar responden al mismo pulso. Fue azafata en LAPA, docente de inglés, actriz, directora, productora teatral y hasta empresaria cultural. Es, además, esposa del cineasta, médico, restaurateur y piloto Enrique Piñeyro; madre de Theo (22) y una de las pocas mujeres en la Argentina que dirige, produce y sostiene un teatro histórico como el Maipo.

Su figura irradia una mezcla singular de serenidad y energía arrolladora: puede pasar de un ensayo con sus actores a la coordinación de un vuelo solidario para repatriar refugiados de África o ayudar a quienes huyen de la guerra en Ucrania. Heredó el legado teatral de Lino Patalano y lo honra con la misma pasión que despliega en escena. En 2005 fundó The Stage Company, con la que llevó espectáculos desde colegios suburbanos hasta la avenida Corrientes. Hoy, dirige Come From Away, un musical próximo a salir de gira por el interior que narra la historia de un pueblo canadiense que abrió sus puertas a pasajeros varados tras el 11-S, y que confirma su convicción: el teatro no es solo entretenimiento, es una manera de transformar las cosas.

–¿Qué soñabas ser de chica?

–Mamá. Tenía la maternidad súper instalada, como una Susanita [se ríe]. Creo que todo lo profesional empezó a dispararse después de que fui madre. Sentí que, una vez cumplido ese sueño, todo lo demás empezó a encajar. Recién cuando Theo creció un poco me animé a volcarme de lleno a mis proyectos.

–¿Y el teatro cuándo aparece como motor?

–Desde el jardín de infantes. Subirme a un escenario era jugar a ser otra persona, ese lugar lúdico que sigo sintiendo hasta hoy. Entonces no tenía una realidad muy armoniosa en casa, y cuando empecé a descubrir el teatro, comprendí que me permitía vivir varias vidas en una. Además, me hizo entender que en la vida no era todo blanco o negro, sino que lo interesante eran los grises. Algo que me ayudó a entender mi realidad y a mis padres, y ver todo con más amor.

–¿Te sirvió como terapia?

–Nunca hice terapia, hice teatro. Cuando era más chica lo volcaba en un diario. Leer, ver teatro, escribir te ayudan a entender tu realidad desde otro lugar, a aclarar la cabeza.

–Y también fuiste azafata.

–Sí, me encantaban las aventuras. Pensaba que era fascinante subirte a un avión e ir a mundos distintos, pero también sabía que no quería la inestabilidad de la vida de una azafata, entonces me lo tomé como algo circunstancial y volé tres años. A los 22 hice mi curso en Aerolíneas Argentinas en esos simuladores que estaban en las Torres Catalinas, un entrenamiento de altísimo nivel. Pero cuando estaba por entrar, se vendieron todos los aviones a Iberia y me tuve que volver a casa con el uniforme. Y justo había aparecido Lapa, donde, “destino, destino” estaba Enrique como piloto. Al año, nos pusimos de novios.

–Se dice que vos fuiste la que dio el primer paso.

–¡Lo del beso no es cierto! [risas]. No sé de dónde salió. Sí le pedí casamiento, porque él, como todos los hombres, estaba muy cómodo, y yo, como muchas mujeres de mi generación, tenía en la cabeza esa idea de que, si no te piden casamiento, no te quieren lo suficiente. Necesitaba ese compromiso y él lo entendió. A los tres años de novios, le propuse matrimonio. Por suerte, me dijo que sí [se ríe]. Le dije: “Quiero boda, vestido, iglesia, sin prenupcial”. El romanticismo tenía que ser completo. Nos casamos en Barbados, en una iglesia en un acantilado, muy británica. Fue una boda soñada, muy íntima. Siempre me había querido casar afuera. Yo tenía 24 y él 36. Tardamos un año en pasar de amigos a novios. A mis padres no les gustaba la diferencia de edad ni que tuviera un hijo de la adolescencia [Andrés, hoy tiene 45 y es padre de dos hijos], y yo les decía que era divino, piloto, médico, que nos complementábamos perfecto.

–¿Qué te enamoró de Enrique?

–Los pilotos no me parecían nada interesantes, sentía que eran muy arrogantes y un poco groseros. Y de repente apareció alguien diferente. Enrique siempre fue un tipo muy callado, tímido, con una mirada muy profunda. Me resultaba enigmático. Era un hombre fino, sofisticado, elegante y respetuoso. Pero lo que me enamoró fue su inteligencia y el sentido del humor. Nunca me aburro con él. Me acuerdo de que al año de salir me preguntó si quería que me fuera fiel, y le dije que sí, entonces me dijo: “Si esto progresa yo te quiero avisar que nunca voy a tener tele”, y entonces yo le repliqué: “Y yo te aviso que voy a querer tener un bebé.”

–¿Qué cambió en tu vida profesional después de ser madre?

–Todo. Cuando Theo nació, monté mi pequeña oficina en la sala Stella Maris de San Isidro. Desde ahí armé The Stage Company. Empecé con obras en inglés para colegios y después llegué al Maipo con Sueño de una noche de verano. Pasé por todos los puestos, nunca salteé etapas: actué, produje, dirigí, cargué luces, hice todo.

–Lino Patalano, el dueño del Maipo, confió en vos. ¿Qué creés que vio?

–Él tenía muchas opciones a la hora de elegir programación para su teatro y cuando Nachi Bredeston [productora] le mostró una obra mía en inglés me preguntó si la podíamos hacer en castellano; nunca dudó. Lino siempre tuvo mucha admiración y respeto por lo que yo hacía. A veces, cuando hacés teatro para colegios, algunos lo pueden ver como algo no tan profesional. Pero en mi derrotero por los colegios fui aprendiendo a hacer de todo. Lino vio que yo tenía una escuela muy buena; vio mi pasión, mi manera profesional de hacer las cosas desde abajo, y con su respeto me llenó de confianza. Cuando se murió lo velamos acá. Lino cumple años el mismo día que mi papá, así que lo nuestro fue una relación muy paternal, de mucho cariño y respeto mutuo.

–Además de artista, tenés un costado solidario muy fuerte con los viajes solidarios que realizás junto a Enrique con la ONG Solidaire.

–Con Enrique hacemos vuelos solidarios. Durante la guerra en Ucrania volví a habilitarme como azafata para poder acompañar. También colaboramos con los migrantes en África. Pero lo que más me conmovió fue conocer a la exmodelo somalí, Waris Dirie y acompañarla a la escuela que había creado en Sierra Leona para concientizar y combatir el tema de la mutilación genital femenina. Estar con esas niñas y hablar con las personas que las cortaban me sacudió profundamente. Desde entonces quedé comprometida con las necesidades de esa escuela y el proyecto de Waris.

–¿Cómo reaccionás ante los “no”?

–A veces los tomo como un desafío. No me gusta quedarme con el “no” sin cuestionarlo o sin preguntar. Soy un poco caprichosa: si hay algo que deseo mucho le busco la vuelta, siempre que no dañe a nadie.

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