Buscaba estabilidad, vivió en varios países y fantasea volver: “Ojalá podamos decir que Cambalache ya no tiene vigencia”​

Carlos Green observa su presente y a su lado la ve a ella, Estela Turnes, la mujer con la que acaba de cumplir cincuenta años de casados. En su historia, ellos fueron lo único inamovible en una existencia signada por el movimiento. Y, tal vez, fue eso mismo lo que colaboró a que su vida jamás se sintiera la misma a pesar de ser ellos los constantes protagonistas. La ironía de la historia es que, en un primer momento, los incesantes cambios y desplazamientos físicos y emocionales se produjeron por estar tras la búsqueda de la tan añorada estabilidad. Una estabilidad que su país de origen les escatimaba.

Su camino comenzó en su querido país, Argentina. Carlos se casó muy joven y junto a su mujer, Estela, se instalaron en Palermo. Pero lo cierto es que él no pudo disfrutar realmente del barrio, tan único y cargado de magia. Entre el trabajo, la facultad, las dos primeras hijas que llegaron pronto, quedaba poco tiempo para recorrer y descubrir todo lo que éste tenía para ofrecer.

Antes de que Carlos pudiera darse cuenta, aquella realidad cumplió su ciclo. Aun así, a pesar de la vida acelerada, ese punto en el mapa significó una piedra angular que hasta hoy perdura: “Lo inolvidable de esa época sin duda son los recuerdos del inicio de la familia y las amistades, que hoy perduran”, dice Carlos pensativo, mientras rememora su historia.

Mar del Plata a fines de los 70 y una ciudad feliz: “Una vida mucho más relajada”

La primera migración que los marcó a fuego llegó con el quinto aniversario de casados. La empresa trasladó a Carlos a Mar del Plata, donde su primer hijo varón llegó al mundo. Allí, rodeados del aroma a sal marina, su calidad de vida cambió de manera drástica.

Durante el invierno la ciudad les pertenecía, sin colas en los restaurantes, la rambla libre para pasear, la peatonal San Martín arreglada y con poca gente. Alquilaron una casa en el barrio La Florida, tan tranquilo que sus hijas iban en bicicleta al almacén: “En realidad era un jardín con casa, donde lo fundamental era la parrilla destacada cerca de un pino centenario”, cuenta Carlos. “La vida era mucho más relajada, los asados con amigos frecuentes, el contacto con la naturaleza a plenitud”.

El verano, muy esperado para muchos, significaba la invasión de los turistas que secuestraban sus espacios, y si bien diciembre y enero transcurrían con paciencia y una gran sonrisa, para febrero ya añoraban que les devuelvan su ciudad: “Una bendición poder disfrutar como local la playa, nuestra elegida: Punta Mogotes”.

Sin embargo, una nueva migración llegó en su aniversario número diez. Su vida parecía dividirse en lustros, y así, cuando el quinto año en Mar del Plata llegaba a su fin, el matrimonio les anunció a sus hijos que ahora tocaba cruzar fronteras para instalarse en otra tierra: Caracas.

A Venezuela llegaron escapando del austral, de la célebre Circular 1050 y de la falta de previsibilidad. Carlos y Estela buscaban mayor estabilidad: “Siempre nos sentimos en una calesita con pocas o nulas posibilidades de agarrar la sortija”.

Caracas querida y un amor hacia un país alegre: “Allí no contaban chistes de gallegos, contaban chistes de argentinos”

Salir de Palermo a Mar del Plata había tenido su fuerte impacto, sin embargo, lo esencial no había cambiado: esa argentinidad en una atmósfera bonaerense. Caracas implicó una verdadera transformación que la familia sintió intensamente: todo era nuevo, distinto, desde el acento, pasando por los colores, la topografía, la comida, el clima, hasta la economía.

Los impactos fueron en su mayoría positivos desde el comienzo, en especial por su gente, hospitalaria, cariñosa y muy alegre en extremo: “Fueron muchos los contrastes, salvo la distancia puesta con la familia y amigos, todo lo demás nos enamoró”, asegura Carlos.

“Allí no contaban chistes de gallegos, contaban chistes de argentinos, es fuera de las fronteras que comienzas a ver con objetividad nuestra virtudes y defectos”, agrega con una sonrisa. “El chévere reemplazó al macanudo, el cachito a la medialuna, el pana (amigo) al gomia y así cientos de expresiones nuevas”.

“Amantes del mar, descubrimos decenas de playas paradisíacas: Los Roques, playa Colorada, Bahía de Cata, Choroni, Mochima y las playas Guacuco, Parguito, Punta Arenas, Puerto Cruz, el Agua, todas en isla Margarita, donde diez años atrás habíamos pasado nuestra luna de miel. Párrafo aparte merecen los cayos del Parque Nacional Morrocoy donde escapábamos los fines de semana, nuestro preferido era Cayo Sombrero”, agrega.

Y en aquellos tiempos, en otra realidad de Venezuela, la economía también resultó diferencial. Allí, Carlos se encontró con un mundo nuevo, donde, por ejemplo, el crédito existía. Animados por el contexto, les dieron la bienvenida a su segundo hijo varón, el único venezolano de la familia, quien, junto a los suyos, vivió los primeros años de su vida en una Caracas que debieron dejar ir cuando otro lustro llegó a su fin y la empresa de Carlos anunció que podía abrir una nueva puerta y trasladarse a Canadá.

“Canadá fue un verdadero shock”

Llegaron en agosto. En Montreal el calor era húmedo, intenso, la mejor bienvenida para quienes habían dejado un clima tropical atrás. Septiembre también fue amable, ante todo por la hermosura del otoño con sus colores maravillosos: “Una verdadera belleza”, recuerda Carlos.

Se instalaron en una casa en los suburbios, en Beaconsfield, un barrio a 23 km de la ciudad. Y allí, en apenas un abrir y cerrar de ojos, llegó noviembre y con él, el primer y último invierno en Canadá y el quiebre de una vida marcada por los lustros.

“Canadá fue un verdadero shock, el clima, la gente, el idioma, el orden, el deber ser tan diametralmente opuesto al latino”, asegura Carlos. “Hay excelencia en los colegios públicos, transporte y salud, pero una vida social infinitamente menor a la que vivimos hasta entonces, por la idiosincrasia del canadiense”.

“Recuerdo la primera nevada, un canal de tv local, MeteoMedia, pronosticó que esa tarde a las 4: 15pm nevaría y puntualmente sucedió. Los contrastes aquí fueron fuertes, veníamos del Caribe, del estilo de vida latinoamericano más relajado, indisciplinado, casual… y conseguimos formalidad, protocolos hasta en lo social (te invitaban a cenar con hora de llegada y salida), los almuerzos de trabajo eran eso, de trabajo, sin sobremesas, sin hablar del fútbol o béisbol. Los vecinos eran muy corteses, pero te hacen sentir dónde empieza su terreno”.

“Eso sí, todo funcionaba, los hospitales, las escuelas públicas, el tránsito, el barrer la nieve, la seguridad, todo. Mucha gente nos habló de lo crudo del invierno y es verdad, en ocasiones llegaba a menos 30 grados. Pero lo peor, en mi opinión, es que anochece tipo 4:30 de la tarde, deprimente”.

Al frío, sin embargo, le supieron sacar provecho en las pistas de esquí. Aun así, por razones laborales, Canadá no había llegado para quedarse. Y Carlos, con cierta añoranza, buscó los caminos para regresar a Caracas y crear su propia empresa.

Un tiempo feliz en Venezuela y un gobierno que se hizo sentir: “El régimen endurecía y limitaba cada día más la iniciativa privada, lo demás es historia”

Estar en Venezuela era como estar en casa. Regresar se sintió una caricia al alma y los años que siguieron fueron tiempos felices. Sin embargo, los sucesos en el gobierno comenzaron a interferir en su vida, las puertas comenzaron a cerrarse y la sensación de libertad, a perderse en el horizonte.

Pero a pesar del panorama, Carlos no perdía la esperanza de que todo regresara a la normalidad, a la otra vida que alguna vez les había colmado las expectativas: “Uno se aferraba a que regresaría el entendimiento democrático, pero una frustración se sumaba a la otra y así una y otra vez. El régimen endurecía y limitaba cada día más la iniciativa privada, lo demás es historia”, dice.

Ante semejante panorama, los hijos de Carlos, al igual que tantos jóvenes venezolanos, comenzaron a emigrar: los tres mayores -nacidos en Argentina- a Panamá, el menor -nacido en Venezuela- a Buenos Aires, identificado con la atmósfera cultural y el estilo de vida argentino.

Carlos y su mujer, mientras tanto, ya habían alcanzado la edad para jubilarse. Su idea era mudarse a la isla Margarita, pero decidieron cambiar sus planes. Su nueva migración fue una de las más dulces: tras veintidós años en Venezuela, se instalaron en un paraíso que siempre los enamoró: Aruba.

Aruba mágica y una Panamá para vivir de la alegría de los nietos

Para Aruba no hubo proceso de adaptación. Allí se sintieron en casa desde el primer instante, hechizados por sus playas, la tranquilidad, y una calidad de vida alta, consecuencia de una economía estable.

Para el matrimonio aquellos años fueron tiempos de descanso y reencuentro, donde recibieron familia y amigos: “Disfrutamos una y otra vez lo que regala la isla feliz”, cuenta Carlos. “Aquí, como si los ciclos de estadías se repitieran, vivimos cinco años, hasta mudarnos a Panamá”, continúa.

El cambio llegó por la necesidad de estar cerca de los hijos y los nietos, aquellos nuevos integrantes esenciales en su vida. Carlos no temió aquel desplazamiento, las costumbres panameñas tenían muchas coincidencias con las venezolanas que tan bien conocían: “Una sociedad más del auto que ir a pie, gente alegre, hospitalaria, complejos atractivos en las playas y nuevos destinos por descubrir”.

De regresos y aprendizajes: “Ojalá en un futuro próximo podamos decir que el Cambalache de Discépolo dejó de tener vigencia”

Cincuenta años de casados. Cincuenta años de empuje, adaptaciones, complicidad y amor. ¿Será el cambio la fórmula de la permanencia? Tras la búsqueda de una estabilidad económica, Carlos y Estela descubrieron la aventura del movimiento y las riquezas que aporta abrirse al mundo.

Mientras tanto, tras cuarenta años desde su partida del país, Palermo y toda la Argentina, siguen significando el núcleo, el origen, el puerto al que todos los años regresan: “En cada visita el reencuentro con lo propio te estremece, Buenos Aires sin duda seduce y enamora… Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, ¿viste?”

“No sufrimos la nostalgia, pero tampoco olvidamos lo nuestro y lo valoramos mucho. De tanto en tanto fantaseamos en volver a radicarnos, pero no es fácil tomar la decisión, a estas alturas demandamos más que antes: contar con estabilidad y calidad de vida, la realidad no ayuda”.

“Con nuestra experiencia de vida en movimiento entendí que me gustaría lograr un equilibrio entre la organización anglosajona y el ser latino, lo mejor de ambos mundos”, reflexiona Carlos.

“El movimiento invita a abrir la mente y entender que no somos mejores ni peores que nadie. Entender como migrantes que somos nosotros los que debemos adaptarnos y respetar los nuevos entornos. Comprendí, en definitiva, que todos los seres humanos, independientemente a su idiosincrasia, buscamos vivir en paz y armonía”, continúa.

“Ojalá en un futuro próximo podamos decir que el Cambalache de Discépolo dejó de tener vigencia”, concluye.

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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.

​ Para hallar estabilidad abrazaron el movimiento; en el camino, se enamoraron de un país donde cuentan chistes argentinos, Canadá los dejó en shock y hoy son felices en el paraíso  Lifestyle 

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