El árbol que se transformó en un ícono porteño y le debe su fama a Félix Luna

Edificios, monumentos, calles, barrios. Son innumerables los lugares de la Ciudad de Buenos Aires que, con el tiempo, se convirtieron en clásicos de los paseos y atracciones porteñas. Pero hay uno particular que, lejos de ser un espacio concreto, también se transformó, a través de los años, en un punto clave, una intersección que, cada septiembre, acapara la atención de la gente. La admiración y la nostalgia se mezclan ahí, donde se juntan la avenida Figueroa Alcorta y Mariscal Ramón Castilla. Se trata del lapacho de Ezcurra. Sus ramas crecen más allá de la vivienda que lo resguarda, y todo él se erige como un monolito en esa esquina mientras avisa: se acerca la primavera.
Una de las figuras públicas que le dio protagonismo, admiración popular y lo puso en el foco fue el historiador y escritor argentino Félix Luna quien, a través de cartas que enviaba al Correo de Lectores de LA NACION, recordaba “al público”, “al clero” o “al Sr. Director” que el imponente árbol había florecido.
Esta historia se repite como mito o leyenda desde hace años. Sin embargo, el archivo de LA NACION aún conserva las cartas del historiador… además de los correos de otros lectores que siempre respondían a su llamado de atención, su aviso para detener la mirada en esas flores. Durante años, estas cartas se volvieron un emblema del comienzo de la estación y, por momentos, una metáfora del desarrollo político y social del país.
Así puede verse en el texto del 5 de septiembre de 2001. En ese entonces, el país ya se venía perfilando, por lo menos desde marzo del mismo año, hacia el estallido social que llegaría, finalmente, en diciembre. Luna escribió: “Señor Director: Hasta la semana pasada estaba mustio y melancólico. Parecía enteramente muerto. Pero ahora, el lapacho que plantó Martín Ezcurra en la esquina de Mariscal Castilla y la avenida Figueroa Alcorta ha empezado a florecer. Pronto el colorido de sus campanillas iluminará ese lugar. Celebremos estos brotes de vida. Y hagámoslo imaginando que es una metáfora del país”.
Pocos días después, el 9 de septiembre, una carta de Cristina Coroleu retomaba las palabras del escritor, la fascinación por ese árbol, pero sin esa connotación política: “Como dice el historiador Félix Luna, el lapacho de la avenida Figueroa Alcorta ha empezado puntualmente su ciclo de floración estacional, como todos los años nos iluminará esta primavera. […] Y volviendo a la metáfora de Félix Luna, caen las tipas, pero el lapacho florece. ¡Salud por él!”.
De los archivos de 2004 surge otra misiva del historiador. Esta vez se trataba de un anuncio, como si fuese necesario recordar que el lapacho arrancaba, una vez más, su ciclo vital: “Señor Director: ¿Necesito avisar al público y al clero que ha florecido el lapacho de Ezcurra?”. Y de nuevo le respondieron, esta vez el lector Roque Salas, por el mismo medio: “Al señor Félix Luna, lo felicito por avisar que floreció el lapacho de Martín Ezcurra, el cual ya he fotografiado anteayer en sus primeros brotes y continuaré haciéndolo hasta su magnífico esplendor”.
Fueron varias las personas que lo leyeron en aquellos momentos, y varias, también, las que le contestaron o lo recordaron, incluso después de su muerte en 2009. El 10 de octubre de 2010, por ejemplo, llegaron dos textos con la misma temática. En uno de ellos se lee: “Floreció el lapacho de Ezcurra en Figueroa Alcorta y Castilla. A la maravilla anual debo añadir hoy el nostálgico recuerdo de quien solía anunciárnoslo, en Cartas de lectores: el querido y admirado Félix Luna. Él hizo que notáramos el casi milagroso espectáculo. Un día parece seco y al siguiente nos sorprende con un magnífico estallido de flores. Vayan estas líneas como un pequeño homenaje a quien me enseñó a querer la historia, la música y también al añoso lapacho”. El otro decía: “Comenzó a florecer el lapacho de Ezcurra. La esquina de Mariscal Castilla y Figueroa Alcorta rinde su mejor homenaje al maestro Félix Luna”.
Tal fue la importancia de Luna en la vida del que se transformó en uno de los árboles más famosos de la ciudad, que todavía hoy se lo nombra como lo hacía él: el lapacho de Ezcurra. Así lo empezó a llamar luego de que la propia familia le confirmara que el paisajista Martín Ezcurra fue quien lo plantó en esa esquina, entre la década de 1930 y 1940. Casi un árbol centenario: según ese dato, el lapacho tendría entre 85 y 95 años.
El lapacho en Buenos Aires
Todos los años, a principios de septiembre, cuando todavía es invierno y se suspenden en el aire los últimos rastros del frío, la ciudad se tiñe de rosa. Florecen los lapachos, árboles que pueden alcanzar los 30 metros de altura y los 80 centímetros de diámetro. Aunque hoy es normal verlos en las calles, el también llamado “heraldo de la primavera”, por ser el primero en florecer, incluso antes que el jacarandá, proviene, originalmente, del norte del país.
Carlos Thays, el paisajista francés conocido, entre otras cosas, por concretar la construcción del Jardín Botánico, fue el que trajo las especies norteñas a la ciudad: jacarandás, tipas, palos borrachos, ceibos y lapachos. Fue un plan cronometrado: cada uno de estos florece en distintos momentos y logran colorear, con esta agenda, las calles proteñas a lo largo de todo el año: rosa, rojo, lila, amarillo.
La historiadora urbana del paisaje Sonia Berjman recordaba así a Thays y a ese calendario arbóreo: “Hoy, Buenos Aires lo honra al haber dado su nombre al Jardín Botánico que él creó —y donde vivió con su familia— y al Parque Thays. Pero su mejor recuerdo y regalo son sus obras y los distintos colores y perfumes que disfrutamos a lo largo del año, brotando de árboles autóctonos y de otras especies aclimatadas por él a esta ciudad: el lapacho en septiembre, el ceibo en octubre, el jacarandá en noviembre, la tipa en diciembre, y luego el palo borracho por varios meses”.
Actualmente, en la ciudad existen cerca de 3000 ejemplares de lapacho. En la página del gobierno porteño le dedican varias entradas. En una de ellas se detalla: “Menos popular que su pariente cercano, el jacarandá, pero no por ello menos espectacular, el lapacho se caracteriza por una intensa floración, que comienza hacia el final de los meses fríos y se intensifica durante la primavera”.
Se los puede encontrar en las veredas, pero también en diversos espacios verdes de Buenos Aires, por ejemplo, en los parques Saavedra, Avellaneda, Chacabuco, Thays, Patricios, Rivadavia, Lezama y Alberdi, entre otros. Además, adornan los canteros de la Avenida 9 de Julio, la Plaza de los Virreyes, Plaza Armenia y Plaza Italia.
El lapacho predomina en los barrios de Palermo, Saavedra, Puerto Madero y Villa Urquiza. En una división comunal, que también comparte el gobierno de la Ciudad, el podio lo encabeza la Comuna 7 —Flores y Parque Chacabuco—, la sigue de cerca la Comuna 12 —Coghlan, Saavedra, Villa Urquiza y Villa Pueyrredón—, la 4 —Barracas, La Boca, Nueva Pompeya y Parque Patricios— y la 10 —Floresta, Monte Castro, Vélez Sársfield, Versalles, Villa Luro y Villa Real—.
Aun con esta enorme cantidad de lapachos desperdigada por varias zonas de la ciudad, y en parte gracias a Félix Luna, sigue siendo el de Ezcurra, ubicado en el barrio de Palermo, el protagonista de las calles y de la primavera. Los textos y el aprecio popular, junto con la ansiosa espera de que aparezcan sus flores, lo transformaron en un calendario que marca la huida del frío, la llegada inminente del calor.
El historiador enviaba cartas de lectores a LA NACION para avisar que el lapacho de Ezcurra ya había florecido; también lo usó como metáfora del país al avecinarse el estallido de 2001 Lifestyle
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