Dejó abogacía, reencontró un amor en Madrid, y se adaptó a la oscuridad sueca para ver su camino: “Queríamos algo más tranquilo”

En Södermalm, uno de los barrios más bohemios de Estocolmo, hay un sendero angosto que parece sacado de un cuento. Monteliusvägen bordea un precipicio de rocas y abedules y ofrece una vista panorámica de la ciudad que hipnotiza incluso a los propios suecos. Es un secreto a voces: los que lo conocen evitan publicarlo en las redes. Los bancos de madera suelen tener alguna pareja abrazada y las linternas de hierro negro comienzan a encenderse cuando el sol, casi siempre esquivo, da el último resplandor. “Cuando un hombre está cansado de Estocolmo, está cansado de la vida”, escribió alguna vez August Strindberg, el gran dramaturgo sueco. No es una ciudad fácil, pero enamora.
Valeria Filippini lo supo desde el minuto cero. “Fue bajarme del avión y sentir que algo me unía a este lugar, como si me hubiera estado esperando”, dice desde su casa en Vendelsö, un barrio residencial rodeado de bosque y conectado al centro con tren y tranvía. Hoy es maestra jardinera en un jardín de infantes a dos cuadras de su casa, donde cuida a diecisiete chicos de entre uno y tres años. Pero el camino que la trajo hasta ese sitio comenzó mucho antes, entre asados familiares, tardes de música en un porche y juegos de poliladrón en Caseros.
“Mi infancia fue una fiesta permanente -recuerda-. Cada encuentro terminaba en baile, con primos, tíos, abuelos y vecinos. Era muy de barrio, muy de vereda”. También vivió algunos años en Mar del Plata, el lugar al que todavía llama “mi rincón en el mundo”. La escuela pública, los clubes de patín, la casa de la abuela y los sábados de música con amigas moldearon una niñez donde el afecto y el bullicio eran ley.
Ya en la primaria sabía que quería ser abogada. La vocación por la justicia era tan clara como la certeza de que nadie en su familia había seguido esa carrera. “Siempre soñé con ser fiscal, era mi meta -sigue-. Me apasionaba lo justo, lo correcto, el derecho como herramienta para cambiar cosas”. En su adolescencia, se mudó a Núñez con su mamá, cuando sus padres se separaron. Fue una etapa de grandes cambios. Su madre, que había postergado estudios toda la vida, decidió en ese momento anotarse en la facultad. “Era increíble -añade-: a la noche yo la esperaba con la cena, y después terminamos yendo juntas a la universidad. Ella terminando Ingeniería en Sistemas, yo empezando Derecho”.
De Madrid a Estocolmo, en cuotas
Valeria se fue de Argentina en diciembre de 2009, después de un último viaje para visitar a su mamá en Madrid. “Volví a Buenos Aires y sentí que ya no era mi lugar. No me reía, no era feliz. Fue como si la brújula hubiera cambiado de dirección sin avisar”. En España vivió casi dos años, tiempo durante el cual se reencontró, gracias a Facebook, con un viejo amor, también argentino, que por entonces vivía en Suecia. El vínculo renació y él se mudó a Madrid. Pero la ciudad, aunque hermosa, les resultaba abrumadora. “Era demasiado grande, demasiado caótica. Queríamos algo más tranquilo, más en calma. Así fue como empezamos a pensar en Suecia”, explica.
Ya casados, se instalaron en Estocolmo a fines de 2011. Compartieron departamento con un joven chileno en las afueras de la ciudad, como muchos recién llegados que no encuentran lugar para alquilar. “Hay un problema habitacional muy serio -afirma-. Si no estás en el sistema de lista de espera del estado, te pasás años mudándote, pagando alquileres altísimos o incluso teniendo que dejar el lugar de un día para el otro”.
Facundo, su pareja, consiguió trabajo casi de inmediato. Ya hablaba sueco, lo que le abrió muchas puertas. Ella, en cambio, se tomó algunos meses para adaptarse. “Estocolmo me enamoró -sostiene-. Era todo lo que buscábamos: orden, silencio, conexión con la naturaleza. Pero la oscuridad fue un desafío que no imaginé”. Y no exagera. En noviembre, el sol aparece recién pasadas las 8 de la mañana y a las tres de la tarde ya es noche cerrada. “El primer invierno lo pasé con miedo de salir de noche -indica-. No entendía cómo la gente hacía vida normal si a las tres ya parecía medianoche. Pero acá dicen que no hay mal clima, sino mala ropa. Aprendés a tener gorros, guantes, linternas en la cartera. El abrigo se vuelve parte de la rutina”.
Un hogar propio en medio del bosque
El primer gran punto de quiebre en la vida sueca de Valeria fue la posibilidad de comprar una casa. En 2015, luego de recibir un aviso de desalojo con sólo dos meses de antelación y con un hijo de dos años, su madre vendió su departamento en Argentina para ayudarlos a dar el salto. “Encontramos este lugar diez días antes de tener que irnos. Fue una bendición. Vivimos entre árboles, en un barrio tranquilo, y a la vez cerca de todo. Fue el momento más duro y el más luminoso”.
Años después, con sus hijos ya en edad escolar y tras haber perdido su trabajo remoto en turismo durante la pandemia, decidió apostar por una carrera completamente nueva: maestra jardinera. Aprendió sueco de manera intensiva, estudió una carrera corta y se insertó en un sistema laboral distinto, pero ordenado. “Entré a trabajar de suplente y a los dos meses ya era titular -dice-. Hoy tengo un grupo propio, y aunque es exigente, me llena el alma. Ningún día es igual al otro”.
La maternidad fue otro pilar de su integración. Lautaro y Francesco, sus hijos, nacieron en Suecia. Valeria todavía se emociona al hablar de los 480 días de licencia por maternidad que le otorgó el sistema. “Es impagable -recalca-. Pude acompañarlos, verlos crecer de cerca. Y ahí fue cuando empecé también a contar mi vida en Instagram, @argentinaenestocolmo es una comunidad hermosa. Soy madrina de muchas familias que van llegando”.
Hoy su rutina es intensa pero simple. Se levanta a las 6:30, trabaja hasta las 16 y organiza sus tardes entre tareas domésticas, entrenamientos de fútbol y momentos de descanso. Los fines de semana, si no hay partidos, se dedica a mirar películas, cocinar rico y desconectar. “No por rutinaria mi vida es aburrida -argumenta-. Vivo a dos cuadras de mi trabajo, y el bosque está en la puerta de casa. Cada estación cambia todo. En verano juntamos frutos rojos y en invierno esquivamos el hielo para llegar al jardín”.
La vida social, admite, no se parece a la que hubiera tenido en Argentina. No hay reuniones espontáneas ni domingos de asado con primos. Pero han tejido una red de afectos sólida y paciente, con vecinos, amigos de la escuela y padres del club de fútbol. “Todo es más calmo, más medido, pero no por eso menos profundo”, afirma.
A quienes piensan en emigrar a Suecia, Valeria les sugiere investigar, prepararse y, sobre todo, no idealizar. “No es un país fácil -añade-. Si no estás cómodo, el clima y la cultura te empujan a irte. Pero si te conectás, si aprendés a moverte en su lógica, te da estabilidad y paz”.
Los días de verano sueco, largos, luminosos, verdes hasta donde alcanza la vista, son un respiro para el alma. Las bicicletas se acumulan en la puerta del supermercado, los niños caminan descalzos y los adultos se sientan al sol como girasoles humanos. “Siempre les digo a quienes vienen de visita que se pierdan por el barrio de Luma -recomienda-, que tomen el ferry, que recorran los locales de segunda mano en Mariatorget o suban al mirador de Monteliusvägen con algo rico para compartir. Estocolmo no se impone, se deja descubrir”. Hoy, al mirar por la ventana de su jardín de infantes, Valeria ve a sus alumnos jugar entre ramas, piedras y tierra. “No hay juegos electrónicos, no hay gritos, no hay apuro -relata-. Hay naturaleza, confianza y respeto. Quizás por eso me quedé acá. Porque encontré un lugar donde mis hijos pueden crecer sin miedo, donde yo puedo ser feliz con una vida tranquila, sencilla, pero llena de sentido”.
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