El disparatado impuesto que no tenía como objetivo recaudar

Los impuestos no siempre son el reflejo del afán del Estado por recaudar, sino que a veces pueden volverse el instrumento mediante el cual los gobernantes buscan forzar cambios culturales, que llegan a entrometerse en las costumbres o estilos de vida de los ciudadanos. Un caso curioso en este sentido fue el del impuesto a la barba instaurado en Rusia a fines del siglo XVII, que dejó a algunos con los bolsillos flacos y a otros con la cara rasurada.
El curioso tributo fue creado en 1698 por el zar Pedro I, conocido como Pedro el Grande. Aunque hoy resulte insólito, se trató de una medida fiscal que no tenía como principal objetivo engordar las arcas estatales, sino que contenía un fuerte trasfondo simbólico, que no era otro que imponer la modernidad a fuerza de tijera.
Aunque el contexto es radicalmente distinto, la Argentina también ha recurrido a tributos que no solo buscaban recaudar, sino condicionar el comportamiento de los ciudadanos. Ejemplos recientes de esto fueron el ya eliminado impuesto PAIS, que encarecía el acceso a dólares como un modo de limitar la fuga de divisas, y el impuesto a los combustibles, que tiene un componente ambiental.
Incluso el cepo cambiario o las retenciones a las exportaciones pueden verse como mecanismos que combinan control y recaudación, muchas veces sin considerar sus efectos colaterales sobre la producción, el consumo o la confianza social.
Volviendo al caso ruso, es ineludible adentrarse en la mentalidad de Pedro el Grande, un soberano que se había obsesionado con transformar a su país en una potencia europea al estilo occidental. Y así fue como las barbas de los rusos cayeron presas de una idea fija.
Resulta que luego de un largo viaje por Europa, el zar quedó fascinado por las costumbres, la ciencia, la tecnología y la vestimenta de países como Inglaterra, Francia y los Países Bajos. A su regreso, impulsó una serie de reformas para “civilizar” a Rusia, según los estándares europeos. Y uno de sus primeros blancos fue la barba.
Martín Baña, doctor en Historia (UBA) y profesor de Historia de Rusia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, señaló que el impuesto a la barba formó parte de un intento mucho más amplio de Pedro el Grande por la modernización de Rusia en términos culturales. “El zar entendía que estaba rezagada con relación a Europa y él mismo había comprobado en su viaje a Europa, donde incluso se hizo contratar como empleado en un astillero para aprender a construir barcos”, relató.
Baña cuenta que, de hecho, Pedro el Grande vuelve de ese viaje porque le informan que había un intento de desestabilizar su gobierno. “Así que al pisar de nuevo su país empieza a llevar adelante todo tipo de medidas con las que pretendía colocar a Rusia a la par de Europa. Ahí surge la tabla de rangos, que ordena la jerarquía militar y civil, la eliminación del patriarcado dentro de la iglesia, y la creación de la ciudad de San Petersburgo, que él designará como capital”, comentó el especialista.
Y es dentro de esa serie de símbolos, explicó Baña, que aparece la cuestión de la vestimenta y el aspecto físico, donde las barbas ocupaban un lugar muy importante, pero contrastaba con lo que Pedro había visto durante su viaje. Así, en 1698, impuso un impuesto a las barbas que consistía en que todo hombre que quisiera conservar la suya debía pagar una tasa anual y portar, como prueba del pago, una medalla de cobre con la inscripción: “La barba es una carga inútil”. Aquellos que no pagaban eran obligados a afeitarse, a veces incluso en público y por la fuerza, algo humillante y disciplinador.
El monto del impuesto variaba según la clase social: los más ricos debían abonar 100 rublos; los nobles y militares, 60; los ciudadanos comunes, 30, y los campesinos, un kopec (la centésima parte de un rublo). Pero más allá de lo recaudatorio, el objetivo era claro: moldear la apariencia de los súbditos para que se parecieran a los europeos.
En aquella época, la barba era un símbolo profundamente arraigado en la identidad rusa, especialmente entre los campesinos, comerciantes y miembros de la Iglesia Ortodoxa. Llevaban la barba con orgullo y la consideraban no solo una cuestión estética, sino también espiritual. Afeitarla podía ser visto como un acto impío. Pedro, sin embargo, veía en las barbas un signo de atraso que debía erradicarse.
La resistencia no se hizo esperar. Para muchos rusos, afeitarse era equivalente a renegar de su identidad. Algunos hombres se aferraron a sus barbas a pesar del impuesto, lo que dio lugar a persecuciones, castigos y tensiones sociales.
El clero ortodoxo fue especialmente crítico, al considerar que la medida atentaba contra la voluntad divina. “Incluso, algunos fieles a los que se afeitaba a la fuerza guardaban su barba para que al momento de su muerte pudiera ser puesta en su ataúd. Hacían esto porque creían que así, al presentarse ante Dios, podrían demostrarle que habían conservado ese símbolo tan sagrado”, comentó Baña.
Aun así, Pedro el Grande no dio marcha atrás. El impuesto a la barba se mantuvo durante décadas, aunque con distintas intensidades y ajustes. Paradójicamente, y pese a que se trató de una medida fiscal, en un sentido más amplio el zar no pudo lograr que Rusia dejara de ser periférica en el concierto económico de su tiempo.
Hoy, esta medida puede parecer absurda, pero ilustra un fenómeno que se repite a lo largo de la historia: el uso de la política fiscal no solo para financiar al Estado, sino también para modelar los usos y costumbres de la sociedad. En ese sentido, el impuesto a la barba fue una forma extrema de ingeniería cultural, disfrazada de recaudación.
En definitiva, ya sea afeitar barbas o desalentar la compra de dólares, la historia demuestra que cuando un impuesto intenta modificar la conducta de una población sin consenso ni gradualismo, sus resultados pueden ser tan impopulares como ineficaces.
El zar Pedro el Grande prohibió llevar barba en Rusia y todo aquel que se negara a afeitarse debía pagar una tasa anual Economía
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