Una ceremonia distinta a todas, el tributo a una ciudad inigualable y un grandioso fin de fiesta con Lady Gaga y Céline Dion
Hubo que esperar casi cuatro horas, pero valió la pena. Aquel secreto a voces que acompañó una vigilia de varios días se coronó con el sueño cumplido de quienes imaginaron, al verla llegar el lunes a París, que se convertiría en la gran estrella de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos 2024. Céline Dion cerró con una conmovedora versión del inmortal “Himno al amor” de Edith Piaf un show extraordinario, que aprovechó de todas las maneras imaginables las posibilidades visuales, artísticas y tecnológicas de la expresión audiovisual.
Fue un espectáculo pensado y concebido de manera deliberada para que pueda disfrutarse sobre todo a través de la pantalla. Pero al mismo tiempo, y quizás por esa misma inspiración, logró capturar el espíritu completo de la ciudad organizadora como pocas veces se vio desde que el momento inaugural de los Juegos llega a todo el mundo gracias a la TV.
No se recuerda una captura desde la pantalla tan poderosa del espíritu de una gran urbe con identidad propia en un solo acto y en tiempo real con una narrativa que soportó al final alguna fatiga, pero dejó al a la vista la belleza y el misterio que identifican a París. La lluvia, que fue de menor a mayor durante la ceremonia (en un movimiento opuesto al de la intensidad de la ceremonia), le puso un poco de bienvenido dramatismo a una narración audiovisual que tuvo momentos brillantes.
Tuvo también mucho de dramatismo la esperadísima reaparición de Dion, reservada para el momento final y con la muy apropiada escenografía de la Torre Eiffel iluminada a pleno cuando ya en París era de noche. No hubo huella alguna en la cantante canadiense del doloroso trance de salud que condiciona al extremo sus movimientos. La voz y la gestualidad de Dion alcanzaron allí el esplendor de los mejores momentos de su carrera. En esos breves tres (e inmensos) minutos todos contuvieron la respiración frente a una admirable demostración de entrega y compromiso. Como para darles la razón a quienes están convencidos de que el arte cura.
Esa secuencia culminante en la Torre Eiffel, precedida por el largo recorrido de la antorcha olímpica desde el Trocadero hasta las Tullerías y el momento en que se encendió (y se elevó) el pebetero diseñado como un gigantesco globo, resume el perfil elegido para la puesta en escena de una ceremonia completamente distinta a las que conocimos en las inauguraciones de los Juegos.
Un show diferente
Tal vez convencidos de que era imposible hacer algo mejor dentro de un estadio de lo que se logró en la maravillosa inauguración de Londres 2012, los organizadores confiaron en un hombre de teatro como Thomas Tully para lograr algo distinto. Y lo consiguió en casi todo su recorrido. Solo antes del gran final, en una larga secuencia danzante desgastada por la repetición, el show flaqueó de manera muy visible. A ese momento se sumó todo el trámite obligatorio más protocolar de este tipo de ceremonias, con discursos y reconocimientos.
Poco antes había culminado el largo desfile náutico de los deportistas, dividido por tipo de embarcación según el tamaño del país y la delegación. Las más grandes saludaban desde las barcazas (los tradicionales Bateaux Mouches) de los paseos turísticos por el Sena. En algunas se agrupaban dos o tres naciones. Las más chicas y pintorescas aparecían en lanchas y hasta en algún gomón.
A diferencia de las ceremonias en los estadios no hubo aquí una separación completa entre la ceremonia artística y el desfile de las delegaciones. Fue un acierto haberlas intercalado para aprovechar en plenitud toda esa gran escenografía natural que ofrece París, capturada de la mejor manera por Tully y su equipo.
Cuando se anunció que la ceremonia iba a concentrarse en el Sena, todos pensaron que las atracciones artísticas más fuertes iban a estar allí. Hubo bastante de eso, pero los números montados sobre el agua (como una versión de “Imagine” a cargo del pianista Sofiane Panart y la cantante Juliette Armanet, con el instrumento en llamas) no funcionó tan bien como todo lo que se vio en las orillas, sobre las escalinatas, los muros y los techos de algunos de los edificios más simbólicos de la Ciudad Luz.
Algunos resultaron memorables: Lady Gaga (que todo lo puede y todo lo hace bien) homenajeando en francés a Zizi Jeanmarie y a la tradición del cabaret; la gran soprano Marina Viotti y el grupo de heavy metal Gojira mezclando el rock duro y la ópera Carmen; el formidable contratenor polaco Jakub Jósef Orlinski haciendo breakdance al compás de la música barroca de Rameau, y sobre todo la increíble aparición de Aya Nakamura, la gran estrella pop de hoy en Francia, viajando junto a la marcial (y esta vez muy relajada) Guardia Republicana del homenaje a Charles Aznavour a los sonidos africanos (Nakamura nació en Bamako, Mali).
Un legado al mundo
Tully mostró sus cartas desde el comienzo. Quería que la ceremonia inaugural fuese para el mundo una celebración de la historia, la cultura y el presente de la ciudad anfitriona de la máxima fiesta deportiva del planeta de aquí al 11 de agosto. Lo consiguió utilizando al máximo todo lo que puede ofrecer París de distintivo y singular. Aquellos lugares y rincones que cualquier visitante llegado a la ciudad se propone conocer se convirtieron en hitos de un recorrido que nunca dejó de sorprendernos.
Parecía que le iba a costar a los responsables de la puesta unir en tiempo real segmentos pre-grabados con secuencias registradas en vivo, pero después de algunos ajustes lo lograron. Sobre todo al mostrar los desplazamientos por calles y techos (en estilo parkour) de un hombre enmascarado con un atuendo similar al del personaje central de El fantasma de la ópera que nos fue llevando de un lugar al otro como si la ceremonia entero tuviese el espíritu de algún musical que atraviesa unos cuantos siglos de historia.
Con la mayor sutileza, Tully desplegó sus cuadros con música de fondo que homenajeó a los grandes compositores franceses de todas las épocas: Offenbach, Bizet, Saint-Säens, Berlioz, Satie, Paul Dukas), puso a la mezzosoprano Axelle Saint-Cirel en la cima del Grand Palais para cantar La marsellesa y creó un magnífico tributo visual al cine que empezó con el corto de Lumiére de la llegada del tren a la estación, siguió con una recreación muy imaginativa de la visión de George Meliés y se cerró con los Minions, otra genuina creación francesa, resolviendo el módico misterio (no demasiado ingenioso en su tratamiento) de la desaparición del cuadro de la Mona Lisa.
El reconocimiento a la historia, con llamativas gigantografías instaladas sobre el lecho del Sena, resultó más atractivo y redondo que las menciones al presente. Funcionaron mejor los cruces y los ensayos más híbridos (el contratenor Orlinski cantó vestido de clown clásico mientras algunos ciclistas vestidos con ropa de época hacían acrobacias sobre bicicletas DMX) que los cuadros más actuales, como la representación de una pasarela con DJ incluido y música electrónica desde la cual se afirmó el valor de la diversidad.
La transmisión local estuvo a cargo, sin una sola pausa publicitaria, de la TV Pública (con algún problema constante de sincronización entre el sonido ambiente y la voz del equipo periodístico) y de TyC Sports. En ambas transmisiones lo primero que quedó a la vista fue la impecable dirección de cámaras, con imágenes registradas por la transmisión oficial generada en París desde los mejores puntos estratégicos, junto a un montaje perfectamente adaptado a las necesidades de cada momento: planos cercanos, travellings, acercamientos, tomas generales registradas desde drones o helicópteros. Nada falló en ese sentido.
Quedó claro que los dos equipos encargados de llevar la ceremonia al público argentino recibieron de antemano el guion de la ceremonia. Tenían todos los datos sobre los diferentes cuadros y sus respectivos intérpretes. Pero no siempre esa información se volcó al espectador de manera efectiva. Hubo nombres que no sonaban claros y varias omisiones. En estos casos, la repetidora local tiene a disposición el recurso del graph (que no fue utilizado por la transmisión oficial de origen) para poner en pantalla los nombres de los artistas o de las canciones interpretadas y ayudar así al televidente no iniciado.
En el final, cuando llegó el momento de recorrer la historia olímpica y hablar de los grandes protagonistas de los juegos a lo largo del tiempo, apareció la sabiduría de Gonzalo Bonadeo, impecable guía de una veloz y emotiva evocación a través de algunos momentos inolvidables. Como los que dejó en varios momentos la apertura de la fiesta olímpica en la Ciudad Luz, iluminada esta vez por la voz de Céline Dion.
Con una puesta en escena de gran poder visual que tuvo ecos teatrales y operísticos, el espectáculo de apertura de los Juegos Olímpicos dejó grandes momentos Televisión
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